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El cardenal Mortati sabía que ningún idioma tenía palabras para explicar el misterio de este momento. El silencio de la visión aparecida sobre la plaza de San Pedro cantaba con más potencia que cualquier coro de ángeles.

Mientras miraba al camarlengo Ventresca, Mortati se sentía paralizado de mente y corazón. La visión parecía real, tangible. Y no obstante… ¿Cómo era posible? Todo el mundo había visto al camarlengo subir al helicóptero. Todo el mundo había visto la bola de fuego en el cielo. Y ahora, sin embargo, el sacerdote se erguía en la terraza del tejado. ¿Transportado por ángeles? ¿Reencarnado por la mano de Dios?

Esto es imposible…

El corazón de Mortati no deseaba nada más que creer, pero su mente apelaba a la razón. Sin embargo, a su alrededor, los cardenales miraban hacia lo alto, viendo aquella aparición, paralizados de asombro.

Era el camarlengo. No cabía duda. Pero parecía diferente. Divino. Como si estuviera purificado. ¿Un espíritu? ¿Un hombre? Su piel blanca brillaba a la luz de los focos con una ingravidez incorpórea.

En la plaza se oían gritos, vítores, aplausos espontáneos. Un grupo de monjas se postró de rodillas y entonó cánticos. De pronto, toda la plaza se puso a corear el nombre del camarlengo. Los cardenales, algunos con lágrimas en las mejillas, se sumaron. Mortati miró a su alrededor y trató de comprender. ¿Es esto cierto?

• • •

El camarlengo Ventresca, de pie en la terraza del techo de la basílica, contemplaba a la multitud congregada en la plaza. ¿Estaba despierto o soñando? Se sentía transformado, desapegado del mundo. Se preguntó si era su cuerpo o sólo su espíritu lo que había descendido flotando del cielo a los jardines del Vaticano, posándose como un ángel silente en el césped desierto, su paracaídas negro protegido de la locura por la alta sombra de la basílica de San Pedro. Se preguntó si era su cuerpo o su espíritu lo que había poseído la energía de subir por la antigua Escalera de los Medallones hasta el tejado donde se encontraba ahora.

Se sentía ligero como un fantasma.

Aunque la gente de la plaza coreaba su nombre, sabía que no era a él a quien vitoreaban. Estaban gritando de pura alegría, la misma alegría que sentía cada día cuando pensaba en el Todopoderoso. Estaban experimentando lo que cada uno de ellos había anhelado siempre, tener la seguridad de que el más allá existía, una justificación del poder del Creador.

El camarlengo Ventresca había rezado toda su vida para que llegara este momento, y aun así, era incapaz de imaginar que Dios había encontrado una forma de hacerlo realidad. Quería llorar por ellos. ¡Tu Dios es un Dios vivo! ¡Contempla los milagros que te rodean!

Siguió inmóvil un rato, aturdido, pero sintiéndose mejor que nunca. Cuando su espíritu le animó a moverse por fin, agachó la cabeza y se alejó del borde.

Solo, se arrodilló en el tejado y rezó.