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Nunca tantos habían guardado semejante silencio.

Todos los rostros presentes en la plaza de San Pedro apartaron los ojos del cielo oscurecido y agacharon la cabeza, asombrados. Los focos de las televisiones los imitaron, como en honor de la negrura que se estaba posando sobre ellos. Por un momento, dio la impresión de que el mundo entero había inclinado la cabeza al mismo tiempo.

El cardenal Mortati se arrodilló para rezar, y los demás cardenales se unieron a él. Los miembros de la Guardia Suiza rindieron sus largas alabardas y permanecieron aturdidos. Nadie habló. Nadie se movió. En todas partes, los corazones se estremecieron de emoción. Duelo. Miedo. Asombro. Fe. Y respeto mezclado con temor por el nuevo y terrorífico poder que acababan de presenciar.

Vittoria Vetra estaba temblando al pie de la escalinata de la basílica de San Pedro. Cerró los ojos. Entre la tempestad de emociones que hervía en su sangre, una sola palabra doblaba como una campana lejana. Prístina. Cruel. La expulsó. Pero la palabra siguió resonando en su cerebro. Volvió a rechazarla. El dolor era demasiado grande. Intentó perderse en las imágenes que brillaban en las mentes de los demás… El camarlengo… Proezas de valentía… Milagros… Generosidad… Pero la palabra seguía resonando… en el caos con punzante soledad.

Robert.

Había ido a rescatarla al castillo de Sant’ Angelo.

La había salvado.

Y ahora su creación le había destruido.

Mientras el cardenal Mortati rezaba, se preguntó si él también oiría la voz de Dios, como el camarlengo. ¿Es preciso creer en milagros para experimentarlos? Mortati era un hombre moderno que vivía en el seno de una fe antigua. Los milagros nunca habían formado parte de sus creencias. Cierto, su fe hablaba de milagros, palmas sangrantes, resurrecciones, rostros impresos en sudarios… y no obstante, la mente racional de Mortati siempre había justificado estas narraciones como parte del mito. No eran más que el resultado de la mayor flaqueza del hombre, su necesidad de pruebas. Los milagros no eran más que cuentos, a los que todos nos aferrábamos porque deseábamos que fueran realidad.

Y no obstante…

¿Soy tan moderno que no puedo aceptar lo que mis ojos acaban de presenciar? Era un milagro, ¿verdad? ¡Sí! Dios, susurrando unas palabras en el oído del camarlengo, había intervenido para salvar a esta Iglesia. ¿Por qué costaba tanto creerlo? ¿Qué podríamos decir de Dios si no hubiera hecho nada? ¿Que el Todopoderoso no se preocupaba de los hombres? ¿Que era incapaz de impedir la tragedia? ¡La única respuesta posible era un milagro!

Rezó por el alma del camarlengo. Dio gracias al joven sacerdote, quien, pese a su juventud, había abierto los ojos de este anciano a los milagros de la fe ciega.

Por increíble que pareciera, Mortati no sospechaba hasta qué punto iba a ser puesta a prueba su fe…

Al principio, unas pocas voces rompieron el silencio de la plaza. Después se elevó un murmullo. Y luego, de repente, un rugido. Sin previo aviso, la multitud gritó al unísono.

—¡Mirad! ¡Mirad!

Mortati abrió los ojos y se volvió hacia la muchedumbre. Todo el mundo estaba señalando detrás de él, hacia la fachada de la basílica. Los rostros estaban pálidos. Algunas personas se arrodillaron. Otras se desmayaron. Muchas estallaron en sollozos incontenibles.

—¡Mirad! ¡Mirad!

Mortati se volvió, perplejo, hacia donde apuntaban las manos extendidas. Señalaban el nivel superior de la basílica, el tejado, donde enormes estatuas de Cristo y sus apóstoles vigilaban a la muchedumbre.

Allí, a la derecha de Jesús, con los brazos extendidos al mundo, se erguía el camarlengo Carlo Ventresca.