En el interior del helicóptero, el gemido de los rotores y el estruendo del viento que se colaba por la puerta abierta asaltaron los sentidos de Langdon como un caos ensordecedor. Resistió el tirón de la gravedad cuando el aparato ascendió aceleradamente. El resplandor de la plaza de San Pedro disminuyó bajo ellos, hasta convertirse en una elipse luminosa amorfa que brillaba en un mar de luces.
El contenedor de antimateria pesaba como un muerto en las manos de Langdon. Lo sujetaba con firmeza, con las palmas resbaladizas a causa del sudor y la sangre. La gota de antimateria flotaba con calma dentro del contenedor, mientras el contador lanzaba destellos rojos.
—¡Dos minutos! —gritó Langdon, y se preguntó dónde pensaba tirar el camarlengo la antimateria.
Las luces de la ciudad se extendían en todas direcciones. Hacia el oeste, a lo lejos, Langdon distinguió el contorno parpadeante de la costa mediterránea, una frontera mellada de luminiscencia que lindaba con una nada infinita. El mar parecía estar más lejano de lo que Langdon había imaginado. Además, la concentración de luces en la costa era un crudo recordatorio de que, incluso mar adentro, una explosión tendría efectos devastadores. Langdon ni siquiera se había parado a pensar en las consecuencias de una marejada de diez kilotones que alcanzara la costa.
Cuando se volvió y clavó la vista en el frente, sus esperanzas aumentaron. Frente a ellos, las sombras onduladas de las colinas de Roma se cernían en la noche. Las colinas estaban sembradas de luces (las villas de los muy ricos), pero a un kilómetro al norte, la oscuridad reinaba en ellas. No había luces, sino una inmensa bolsa de negrura. Nada.
¡Las canteras!, pensó Langdon. ¡La Cava Romana!
Examinó con sumo detenimiento la extensión de tierra desnuda y calculó que era lo bastante grande. Parecía cercana, además. Mucho más cercana que el mar. Una oleada de júbilo le invadió. ¡Aquí era donde el camarlengo pensaba arrojar la antimateria! ¡El helicóptero seguía esa dirección! ¡Las canteras! No obstante, pese a que el ruido de los motores había aumentado y el helicóptero volaba a gran velocidad, no parecía que estuvieran más cerca de las canteras. Perplejo, miró por la puerta lateral para orientarse. Lo que vio transformó su alegría en una oleada de pánico. Bajo ellos, a cientos de metros, brillaban los focos de las televisiones apostadas en la plaza de San Pedro.
¡Aún estamos sobre el Vaticano!
—¡Camarlengo! —exclamó Langdon—. ¡Siga adelante! ¡Hemos alcanzado la altitud suficiente, pero ha de avanzar! ¡No podemos arrojar el contenedor sobre el Vaticano!
El sacerdote no contestó. Al parecer, estaba concentrado en pilotar el aparato.
—¡Nos quedan menos de dos minutos! —gritó Langdon, con el contenedor en alto—. ¡La Cava Romana ya se ve! ¡Está a unos dos kilómetros al norte! No hemos de…
—No —contestó el camarlengo—. Es demasiado peligroso. Lo siento. —Mientras el helicóptero seguía elevándose, el camarlengo se volvió hacia Langdon y le dedicó una sonrisa contrita—. Ojalá no hubiera venido, amigo mío. No hay otro sacrificio mayor.
Langdon miró a los ojos agotados del camarlengo y comprendió. Se le heló la sangre en las venas.
—Pero… ¡tiene que haber algún sitio al que podamos ir!
—Arriba —replicó el camarlengo con voz resignada—. Es la única garantía.
Langdon apenas pudo pensar. Había malinterpretado el plan del camarlengo. ¡Miren al cielo!
Y al cielo se dirigían, literalmente. El sacerdote no había albergado en ningún momento la intención de arrojar la antimateria. Estaba alejándose del Vaticano lo máximo posible, nada más.
Era un viaje sin retorno.