120

Las once y cincuenta y un minutos.

Necrópolis significa literalmente ciudad de los muertos.

Lo que había leído Robert Langdon acerca de este lugar no le había preparado para el momento de verlo. El colosal subterráneo estaba lleno de mausoleos semiderruidos, como casitas construidas sobre el suelo de la caverna. El aire olía a muerte. Un laberinto de angostos pasillos serpenteaba entre los monumentos funerarios, en su mayoría construidos de ladrillo con revestimientos de mármol. Al igual que columnas de polvo, incontables pilares de tierra se alzaban, los cuales sostenían un techo de tierra, que colgaba a baja altura sobre el siniestro villorrio.

La ciudad de los muertos, pensó Langdon, que se sentía atrapado entre el pasmo del erudito y el miedo. Los demás y él se internaron más en los pasadizos. ¿He tomado la decisión equivocada?

Chartrand había sido el primero en rendirse al hechizo del camarlengo. Glick y Macri, a instancias del sacerdote, habían accedido a facilitar luz para la búsqueda, si bien teniendo en cuenta los aplausos que recibirían si salían de allí con vida, sus motivos eran dudosos. Vittoria había sido la menos entusiasta de todos, y Langdon había visto en sus ojos una cautela que cualquiera habría calificado de intuición femenina.

Ahora es demasiado tarde, pensó, mientras Vittoria y él seguían a los demás. No podemos volver atrás.

La joven guardaba silencio, pero Langdon sabía que estaban pensando lo mismo. Nueve minutos no bastan para alejarse del Vaticano si el camarlengo se ha equivocado.

Mientras corrían entre los mausoleos, Langdon notó las piernas cansadas, y reparó con sorpresa en que el grupo estaba ascendiendo una pendiente empinada. Cuando comprendió por qué, la explicación le provocó escalofríos. La topografía que pisaba era la misma de los tiempos de Cristo. ¡Estaba corriendo sobre la colina del Vaticano original! Langdon había oído afirmar a estudiosos del Vaticano que la tumba de San Pedro estaba cerca de la cumbre de dicha colina, y siempre se había preguntado cómo lo sabían. Ahora, lo entendió. ¡La maldita colina sigue en su sitio!

Langdon experimentó la sensación de que estaba atravesando páginas de la historia. Delante, no lejos de él, se hallaba la tumba de san Pedro, la reliquia cristiana. Costaba imaginar que un modesto altar había señalado el emplazamiento de la tumba original. Ya no era así. A medida que aumentaba la preeminencia de San Pedro, se construyeron nuevos altares sobre el antiguo, y ahora, el homenaje se alzaba a más de ciento treinta metros sobre el suelo, hasta la cúspide de la cúpula de Miguel Ángel, que se hallaba en línea recta sobre la tumba original.

Siguieron ascendiendo por los pasadizos sinuosos. Langdon consultó su reloj. Ocho minutos. Empezó a preguntarse si Vittoria y él se reunirían con los cadáveres enterrados en este lugar hasta el fin de los tiempos.

—¡Cuidado! —gritó Glick desde atrás—. ¡Nidos de serpientes!

Langdon los vio a tiempo. Una serie de pequeños huecos aparecían en el sendero. Saltó sobre ellos.

Vittoria le imitó, con semblante inquieto.

—¿Nidos de serpientes?

—En realidad, servían para alimentar a los muertos, pero dejémoslo aquí.

Acababa de darse cuenta de que los huecos eran tubos de libaciones. Los cristianos primitivos creían en la resurrección de la carne, y utilizaban los agujeros para «dar de comer a los muertos» literalmente, vertiendo leche y miel en las criptas subterráneas.

El camarlengo se sentía débil.

Extraía fuerzas de la responsabilidad que sentía para con Dios y los hombres. Casi hemos llegado. Sufría dolores increíbles. La mente puede causar mucho más dolor que el cuerpo. Aún se sentía cansado. Sabía que le quedaba muy poco tiempo, pero era precioso.

—Yo salvaré tu Iglesia, Padre. Te lo juro.

Pese al foco de la cámara, por el cual se sentía agradecido, el camarlengo sostenía en alto la lámpara de aceite. Soy un faro en la oscuridad. Yo soy la luz. El líquido inflamable de la lámpara se agitaba mientras corría, y temió que se derramara y le quemara. Ya había sufrido bastantes quemaduras por una noche.

Cuando se acercó a la cumbre de la colina, estaba bañado en sudor y apenas podía respirar, pero al coronar la cima se sintió renacer. Se tambaleó sobre la extensión lisa de tierra que tantas veces había pisado. El sendero terminaba aquí. La necrópolis moría con brusquedad en un muro de tierra. Un diminuto letrero rezaba Mausoleum S.

La tomba di San Pietro.

Ante él, a la altura de la cintura, había una abertura en la pared. No la anunciaban ni fanfarrias ni placas doradas. Era un simple agujero en el muro, tras el cual había una pequeña gruta y un humilde sarcófago en estado deplorable. El camarlengo escudriñó el hueco y sonrió, agotado. Oyó que los demás se acercaban. Dejó en el suelo la lámpara de aceite y se arrodilló para rezar.

Gracias, Dios mío. Casi hemos terminado.

En la plaza, rodeado de príncipes de la Iglesia pasmados, el cardenal Mortati contemplaba las pantallas de las televisiones y seguía el drama que tenía lugar en el subsuelo. Ya no sabía qué creer. ¿Todo el mundo había presenciado lo que él había visto? ¿Era cierto que Dios había hablado al camarlengo? ¿Iba la antimateria a aparecer en la tumba de San Pedro?

—¡Mirad!

Una exclamación ahogada se elevó de la multitud.

—¡Allí! —Todo el mundo señaló la cripta—. ¡Es un milagro!

Mortati levantó la vista. La cámara se hallaba en un ángulo inestable, pero la imagen era clara. E inolvidable.

Filmado desde atrás, el camarlengo se había arrodillado para rezar sobre el suelo de tierra. Delante de él había un agujero en la pared. Dentro del hueco, entre los cascotes de piedras antiguas, había un ataúd de terracota. Aunque Mortati sólo había visto una vez en su vida el ataúd, sabía sin la menor duda lo que contenía.

San Pietro.

Mortati no era tan ingenuo como para suponer que los gritos de alegría y asombro que surgían de las masas expresaban su júbilo por haber podido ver la reliquia más sagrada de la cristiandad. La tumba de San Pedro no era lo que había impulsado a la gente a postrarse de hinojos y rezar. Era el objeto que descansaba sobre la tumba.

El contenedor de antimateria. Estaba allí, donde había estado todo el día, oculto en la oscuridad de la Necrópolis. Bruñido. Inexorable. Mortífero. La revelación del camarlengo era correcta.

Mortati contempló maravillado el cilindro transparente. La gota de líquido todavía flotaba en su centro. La gruta se teñía de rojo mientras la pantalla del contenedor desgranaba sus últimos cinco minutos de vida.

En la tumba, a pocos centímetros del contenedor, también se hallaba la cámara de seguridad inalámbrica de la Guardia Suiza, que apuntaba al contenedor y no dejaba de transmitir.

Mortati se persignó, convencido de que era la imagen más aterradora que había visto en su vida. Un momento después, no obstante, comprendió que la situación iba a empeorar.

El camarlengo se irguió de repente. Agarró la antimateria y se volvió hacia los demás. Su expresión mostraba una concentración absoluta. Pasó entre sus acompañantes y empezó a bajar la colina.

La cámara captó a Vittoria Vetra, paralizada de horror.

—¿Adónde va? ¡Camarlengo! ¿No había dicho que…?

—¡Tengan fe! —exclamó el sacerdote mientras se alejaba corriendo.

Vittoria se volvió hacia Langdon.

—¿Qué hacemos?

Langdon intentó detener al camarlengo, pero Chartrand se lo impidió una vez más, como si confiara en la convicción del sacerdote.

La imagen que transmitía la BBC era como un paseo en una montaña rusa. Tomas fugaces que revelaban terror y confusión, mientras el caótico cortejo corría entre las sombras hacia la entrada de la Necrópolis.

En la plaza, Mortati lanzó una exclamación ahogada; estaba aterrorizado.

—¿Va a subirla aquí?

Las televisiones de todo el mundo mostraron cómo el sacerdote salió corriendo de la Necrópolis con la antimateria en las manos.

—¡Esta noche no habrá más muertes!

Pero el camarlengo se equivocaba.