Robert Langdon albergaba pocas dudas acerca de que el caos y la histeria que se habían apoderado de la plaza de San Pedro en aquel instante excedían cualquier cosa que la colina del Vaticano hubiera presenciado en toda su historia. Ni batallas, ni crucifixiones, ni peregrinajes, ni visiones místicas… Nada podía compararse con la magnitud y dramatismo de este momento.
Mientras la tragedia se desarrollaba, Langdon se sentía extrañamente distante, como si flotara sobre la escalera al lado de Vittoria. Experimentó la sensación de que la acción se expandía, como en un repliegue temporal, y de que la locura se enlentecía…
El camarlengo marcado, ansioso de que el mundo lo viera…
El Diamante de los Illuminati, desvelado en todo su diabólico genio… la cuenta atrás que documentaba los últimos veinte minutos de la historia del Vaticano…
Sin embargo, el drama no había hecho más que empezar.
El camarlengo, como en trance, parecía poseído por demonios. Empezó a balbucear, susurrando a espíritus invisibles, miró al cielo y levantó los brazos hacia Dios.
—¡Habla! —gritó el camarlengo al firmamento. ¡Sí, te escucho!
En aquel momento, Langdon comprendió. Su corazón dio un vuelco.
Al parecer, Vittoria también lo había comprendido.
—Se encuentra en estado de shock —dijo—. Está alucinando. ¡Cree que está hablando con Dios!
Alguien ha de detener esto, pensó Langdon. Era un final lamentable y vergonzoso. ¡Lleven a este hombre al hospital!
En la escalera, unos peldaños más abajo, Chinita Macri estaba filmando, como si hubiera localizado el lugar ideal para ello. Las imágenes que rodaba aparecían al instante en las pantallas gigantescas de la plaza, como en un cine al aire libre, donde todas las pantallas reprodujeran la misma espantosa tragedia.
La escena poseía un aliento épico. El camarlengo, con la sotana desgarrada, la marca impresa a fuego en su pecho, parecía una especie de campeón apaleado que hubiera dejado atrás los círculos del infierno para acceder a este momento de revelación. Clamó a los cielos.
—Ti sento, Dio!
Chartrand retrocedió, estupefacto.
Se hizo un silencio absoluto e instantáneo en la plaza. Por un momento, fue como si todo el planeta hubiera enmudecido… Todos sentados ante los televisores, conteniendo el aliento.
El camarlengo se irguió ante el mundo y extendió los brazos. Casi recordaba a Cristo, desnudo y herido ante la humanidad. Alzó los brazos al cielo y exclamó:
—Grazie! Grazie, Dio!
El silencio de la muchedumbre no se interrumpió.
—Grazie, Dio! —volvió a gritar el camarlengo. Al igual que el sol abriéndose paso en un cielo de tormenta, una expresión de gozo apareció en su rostro—. Grazie, Dio!
¿Gracias, Dios?, se preguntó Langdon, asombrado.
El camarlengo estaba radiante, una vez finalizada su extraña transformación. Miró al cielo, sin dejar de cabecear furiosamente. Clamó a los cielos.
—¡Sobre esta roca construiré mi Iglesia!
Langdon conocía las palabras, pero no tenía ni idea de por qué el camarlengo las gritaba en este momento.
Ventresca se volvió hacia la muchedumbre en la plaza y vociferó de nuevo.
—¡Sobre esta roca construiré mi Iglesia! —Después elevó las manos al cielo y soltó una carcajada—. Grazie, Dio! Graxiel
El hombre se había vuelto loco.
El mundo miraba, fascinado.
Pero nadie se esperaba la culminación.
Con un arrebato final de júbilo, el camarlengo dio media vuelta y entró corriendo en la basílica de San Pedro.