Eran las once y treinta y nueve minutos cuando Langdon salió con los demás de la basílica de San Pedro. El resplandor que hirió sus ojos era cegador. Los focos de las televisiones se reflejaban en el mármol blanco como los rayos del sol en una tundra nevada. Langdon entornó los ojos, mientras intentaba refugiarse detrás de las enormes columnas de la fachada, pero la luz llegaba desde todas direcciones. Delante de él, una muralla de enormes pantallas de vídeo se alzaba sobre la muchedumbre.
Parado en lo alto de la magnífica escalinata que descendía hasta la plaza, se sintió como un jugador reticente en el mayor estadio del mundo. Al otro lado de los focos, oyó el rítmico sonido de un helicóptero y el rugido de cien mil voces. A su izquierda, una hilera de cardenales estaba saliendo a la plaza. Todos se pararon, al parecer disgustados, cuando vieron la escena que tenía lugar en la escalinata.
—Procedan con cuidado —urgió Chartrand, mientras el grupo bajaba por la escalera en dirección al helicóptero.
Langdon experimentó la sensación de que se estaban moviendo bajo el agua. Le dolían los brazos debido al peso del camarlengo y la mesa. Se preguntó si la escena podía alcanzar mayores abismos de indignidad. Entonces, vio la respuesta. Por lo visto, los dos reporteros de la BBC habían cruzado la plaza en dirección a la zona de prensa. Pero ahora, debido al clamor de la multitud, se volvieron. Glick y Macri estaban corriendo hacia ellos. Macri estaba rodando con su cámara. Aquí vienen los buitres, pensó Langdon.
—Alt! —chilló Chartrand—. ¡Retrocedan!
Pero los reporteros no le hicieron caso. Langdon supuso que las demás cadenas tardarían unos seis segundos en reproducir estas imágenes en vivo de la BBC. Estaba equivocado. Tardaron dos. Como conectados por una especie de conciencia universal, todas las pantallas de las televisiones interrumpieron sus emisiones, y sus corresponsales en el Vaticano empezaron a transmitir la misma imagen, una toma de la escalinata… Dondequiera que mirara Langdon, veía el cuerpo derrumbado del camarlengo en technicolor y primer plano.
¡Esto está mal!, pensó. Tuvo ganas de bajar corriendo por la escalera y cortarles el paso, pero no pudo. Tampoco habría servido de ayuda. Tal vez debido al rugido de la multitud, o al aire fresco de la noche, en aquel momento ocurrió lo inconcebible.
Como un hombre que despertara de una pesadilla, los ojos del camarlengo se abrieron de repente, y el hombre se incorporó. Sorprendidos, Langdon y los demás intentaron mantener el equilibrio. La parte delantera de la mesa se inclinó. El camarlengo empezó a resbalar. Intentaron depositar la mesa en el suelo, pero era demasiado tarde. El camarlengo siguió resbalando, pero por increíble que pareciera, no cayó. Sus pies se apoyaron sobre el mármol, y se quedó de pie. Miró a su alrededor, como desorientado, y entonces, antes de que nadie pudiera impedirlo, se precipitó hacia adelante, tambaleándose, en dirección a Macri.
—¡No! —chilló Langdon.
Chartrand intentó detener al camarlengo, pero éste se revolvió contra él, con ojos enloquecidos.
—¡Déjenme!
Chartrand saltó hacia atrás.
La escena fue de mal en peor. La sotana desgarrada del camarlengo empezó a resbalar hacia abajo. Por un momento, Langdon pensó que la prenda continuaría pegada al cuerpo, pero ese momento pasó. La sotana resbaló sobre sus hombros y quedó colgando alrededor de su cintura.
La exclamación que se elevó de la multitud pareció dar la vuelta al mundo y regresar en un solo instante. Las cámaras filmaron, los flashes destellaron. En las pantallas de las televisiones, la imagen del pecho marcado del camarlengo apareció proyectada con todo detalle. Algunas pantallas congelaron la imagen y le imprimieron un giro de ciento ochenta grados.
La victoria definitiva de los Illuminati.
Langdon contempló la marca en las pantallas. Si bien ya la había visto antes, ahora el símbolo adquirió sentido para él. Un sentido perfecto. El maligno poder de la marca arrolló a Langdon como un tren.
Orientación. Langdon había olvidado la primera regla de la simbología. ¿Cuándo un cuadrado no es un cuadrado? También había olvidado que los hierros de marcar, al igual que los sellos de goma, nunca tenían el mismo aspecto que sus improntas. Estaban al revés. ¡Langdon había estado mirando el negativo de la marca!
A medida que aumentaba el caos, una antigua cita de los Illuminati resonó en su mente, con un significado nuevo: «Un diamante sin mácula, nacido de los antiguos elementos con tal perfección que todos cuantos lo veían sólo podían mirar embelesados».
Langdon sabía ahora que el mito era cierto.
Tierra, Aire, Fuego, Agua.
El Diamante de los Illuminati.