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En la plaza de San Pedro, el piloto de la Guardia Suiza estaba sentado en la cabina del helicóptero aparcado y se masajeaba las sienes. El fragor del caos que le rodeaba era tan tremendo que ahogaba el sonido de los rotores. Esto no era la solemne vigilia iluminada por velas. Le asombraba que aún no se hubieran producido disturbios.

Ahora que faltaban menos de veinte minutos para la medianoche, la multitud seguía apretujándose. Algunos rezaban, otros lloraban, muchos chillaban obscenidades y proclamaban que esto era lo que se merecía la Iglesia, y no faltaban los que recitaban versículos del Apocalipsis.

Al piloto le dolió la cabeza cuando los focos de las televisiones se reflejaron en el parabrisas del helicóptero. Escudriñó la muchedumbre vociferante. Ondeaban banderas sobre el gentío.

¡LA ANTIMATERIA ES EL ANTICRISTO!

CIENTÍFICO = SATANISTA

¿DÓNDE ESTÁ VUESTRO DIOS AHORA?

El piloto gruñó. Su dolor de cabeza estaba aumentando por momentos. Casi consideró la posibilidad de colocar sobre el parabrisas la cubierta protectora de vinilo, con tal de no tener que mirar, pero sabía que despegaría en cuestión de minutos. El teniente Chartrand le había informado por radio de noticias terribles. El camarlengo había sido atacado por Maximilian Kohler, y se hallaba gravemente herido. Chartrand, el norteamericano y la mujer estaban sacando al camarlengo para conducirlo a un hospital.

El piloto se sentía responsable del ataque. Se reprendió por no haber obedecido a su intuición. Antes, cuando había recogido a Kohler en el aeropuerto, había presentido algo en los ojos muertos del científico. No pudo identificarlo, pero no le gustó. Tampoco importaba. Rocher dirigía el espectáculo, y Rocher había insistido en que aquél era el tipo. Por lo visto, Rocher se había equivocado.

Un nuevo clamor se elevó de la multitud, y el piloto vio una fila de cardenales que abandonaban con solemnidad el Vaticano. El alivio de los cardenales por abandonar la zona cero dejó paso de inmediato a miradas de perplejidad por la escena que los esperaba en la plaza.

El estruendo de la muchedumbre se intensificó de nuevo. El piloto necesitaba una aspirina. Tal vez tres. No le gustaba volar bajo el efecto de medicamentos, pero unas cuantas aspirinas serían mucho menos debilitantes que el feroz dolor de cabeza. Decidió buscar el botiquín de primeros auxilios, guardado con diversos planos y manuales en una caja sujeta entre los dos asientos delanteros. Cuando intentó abrir la caja, no obstante, la encontró cerrada con llave. Buscó la llave, pero al final desistió. Estaba claro que no era su noche de suerte. Volvió a masajearse las sienes.

En el interior de la basílica en tinieblas, Langdon, Vittoria y los dos guardias corrían hacia la salida principal. Incapaces de encontrar algo más adecuado, los cuatro transportaban al camarlengo herido sobre una mesa estrecha, a modo de camilla. Oyeron el lejano fragor del caos humano que aguardaba en el exterior. El camarlengo estaba al borde de la inconsciencia.

El tiempo se estaba agotando.