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El enfrentamiento duró pocos segundos.

El camarlengo aún seguía chillando cuando Chartrand pasó junto a Rocher y voló la cerradura del despacho. Los guardias se precipitaron al interior. Langdon y Vittoria los siguieron.

La escena que presenciaron era escalofriante.

La habitación sólo estaba iluminada por velas y el fuego agonizante de la chimenea. Kohler estaba cerca de la chimenea, en precario equilibrio delante de su silla. Esgrimía una pistola, apuntada al camarlengo, que yacía en el suelo a sus pies, retorciéndose de dolor. La sotana del sacerdote estaba rasgada, y su pecho desnudo ennegrecido. Langdon no pudo distinguir el símbolo desde donde estaba, pero había un hierro de marcar grande y cuadrado en el suelo, cerca de Kohler. El metal todavía estaba al rojo vivo.

Dos guardias actuaron sin la menor vacilación. Abrieron fuego. Las balas se estrellaron en el pecho de Kohler, y le empujaron hacia atrás. El director del CERN se derrumbó en su silla de ruedas. Manaba sangre de su pecho. Su pistola cayó al suelo.

Langdon estaba paralizado en la puerta.

—Max… —susurró Vittoria.

El camarlengo, que todavía se retorcía en el suelo, rodó hacia Rocher, y con el ademán aterrorizado de las primitivas cazas de brujas, señaló al capitán con el dedo índice y gritó una sola palabra.

¡ILLUMINATUS!

—Bastardo —dijo Rocher al tiempo que corría hacia él—. Inmundo bast…

Esta vez fue Chartrand quien reaccionó por puro instinto, y alojó tres balas en la espalda de Rocher. El capitán se desplomó de bruces en el suelo de baldosas y resbaló sin vida sobre su propia sangre. Chartrand y los guardias se precipitaron al instante hacia el camarlengo, que continuaba retorciéndose de dolor.

Ambos guardias lanzaron exclamaciones de horror cuando vieron el símbolo grabado a fuego en el pecho del camarlengo. El segundo guardia vio la marca al revés y retrocedió al instante con miedo en los ojos. Chartrand, que parecía igualmente impresionado por el símbolo, cubrió la marca con la sotana rota del camarlengo.

Langdon cruzó la habitación como presa de un delirio. Intentó comprender lo que estaba viendo. Un científico tullido, en un acto final de dominación simbólica, había volado al Vaticano y marcado a fuego a la autoridad que debía velar por el proceso de elección del nuevo Papa. Vale la pena morir por algunas cosas, había dicho el hassassín. Langdon se preguntó cómo era posible que un hombre discapacitado se hubiera impuesto al camarlengo. Claro que Kohler tenía una pistola. ¡Da igual cómo lo hizo! ¡Kohler cumplió su misión!

Langdon avanzó hacia la horripilante escena. Estaban atendiendo al camarlengo, y él se sintió atraído hacia el hierro de marcar humeante caído cerca de la silla de ruedas de Kohler. ¿La sexta marca? Cuanto más se acercaba, más confuso se sentía. Daba la impresión de que la marca era un cuadrado perfecto, y era evidente que procedía del compartimiento central del cofre que había visto en la guarida de los Illuminati. Una sexta y última marca, había dicho el hassassín. La más brillante de todas.

Langdon se arrodilló al lado de Kohler y extendió la mano hacia el objeto. El metal todavía desprendía calor. Asió el mango de madera y lo alzó. No estaba seguro de lo que esperaba ver, pero no era esto, desde luego.

Ilustración

Langdon miró durante un momento, confuso. Nada tenía sentido. ¿Por qué los guardias habían gritado horrorizados cuando vieron la marca? Era un cuadrado compuesto por garabatos sin sentido. ¿La más brillante de todas? Era simétrica, comprobó cuando la giró, pero también un galimatías.

Sintió una mano sobre su hombro y levantó la vista, esperando ver a Vittoria. Sin embargo, la mano estaba cubierta de sangre. Pertenecía a Maximilian Kohler.

Langdon dejó caer el hierro y se puso en pie, tambaleante. ¡Kohler seguía con vida!

Derrumbado en su silla de ruedas, el director agonizante todavía respiraba, aunque con dificultad. Los ojos de Kohler se encontraron con los de Langdon, y fue la misma mirada inflexible que le había recibido en el CERN por la mañana. Los ojos parecían más inflexibles todavía a las puertas de la muerte. El odio y la enemistad eran patentes en la mirada.

El cuerpo del científico se estremeció, y Langdon intuyó que intentaba moverse. Todos los demás estaban concentrados en el camarlengo. Langdon quiso gritar, pero era incapaz de reaccionar. Estaba hechizado por la intensidad que proyectaba Kohler en los últimos segundos que le quedaban de vida. El director, con un esfuerzo tembloroso, levantó el brazo y extrajo un pequeño aparato del brazo de la silla. Era del tamaño de una caja de cerillas. Lo extendió. Por un instante, Langdon temió que fuera un arma. Pero era otra cosa.

—Déselo… —Las últimas palabras de Kohler fueron un susurro borboteante—. Dé… esto… a las tele… visiones.

Kohler se derrumbó inmóvil, y el objeto cayó sobre su regazo.

Langdon, estremecido, contempló el objeto. Era electrónico. Las palabras SONY RUVI estaban impresas delante. Se dio cuenta de que era una videocámara de última generación, que cabía en la palma de la mano. ¡Qué valor el de este tío!, pensó. Por lo visto, Kohler había grabado una especie de mensaje final suicida y quería que las televisiones lo transmitieran… Sin duda algún sermón sobre la importancia de la ciencia y los males de la religión. Langdon decidió que ya había hecho bastante por la causa de este hombre. Antes de que Chartrand viera la videocámara, la guardó en el bolsillo más profundo de la chaqueta. ¡El último mensaje de Kohler puede irse al infierno!

Fue la voz del camarlengo la que rompió el silencio. Estaba intentando incorporarse.

—Los cardenales —dijo con voz estrangulada a Chartrand.

—¡Aún siguen en la Capilla Sixtina! —exclamó el teniente—. El capitán Rocher ordenó…

—Evacúen a todo el mundo… Ya.

Chartrand envió un guardia a comunicar la orden.

El camarlengo hizo una mueca de dolor.

—Helicóptero… En la puerta… Llévenme a un hospital.