Las once y veintitrés minutos.
Vittoria contemplaba temblorosa Roma desde el balcón del castillo de Sant’Angelo, con los ojos anegados en lágrimas. Ardía en deseos de abrazar a Robert Langdon, pero no podía. Tenía el cuerpo como anestesiado. Se estaba readaptando. El hombre que había matado a su padre yacía muerto en el patio, y ella también había estado a punto de morir.
Cuando la mano de Langdon tocó su hombro, su calor pareció romper el hielo como por arte de magia. Su cuerpo volvió a la vida con un estremecimiento. La niebla se levantó, y la joven se volvió. Robert tenía un aspecto deplorable, estaba mojado y sucio, y era evidente que había padecido un purgatorio por salvarla.
—Gracias… —susurró.
Langdon le dedicó una mirada agotada y le recordó que era ella quien merecía las gracias. Su habilidad para casi dislocarse los hombros les había salvado a los dos. Vittoria se secó los ojos. Podría haberse quedado con él hasta el fin de los tiempos, pero el descanso fue breve.
—Hemos de salir de aquí —dijo Langdon.
La mente de Vittoria estaba en otra parte. Miraba el Vaticano. El país más pequeño del mundo parecía inquietantemente cerca, iluminado por los focos de las televisiones. Ante su sorpresa, comprobó que la plaza de San Pedro estaba atestada de gente. Por lo visto, la Guardia Suiza sólo había conseguido despejar la zona situada justo delante de la basílica, menos de un tercio de la plaza. ¡Están demasiado cerca!, pensó Vittoria. ¡Demasiado!
—Voy a volver —dijo Langdon.
Vittoria giró en redondo, incrédula.
—¿Al Vaticano?
Langdon le habló del Samaritano y de su complot. El líder de los Illuminati, un hombre llamado Jano, se disponía a marcar al camarlengo. Un acto final de dominación.
—Nadie en el Vaticano lo sabe —dijo Langdon—. No tengo forma de ponerme en contacto con ellos, y este tipo va a llegar de un momento a otro. He de advertir a los guardias de que por ningún motivo le dejen entrar.
—¡Pero nunca lograrás abrirte paso entre esa muchedumbre!
—Hay una manera —dijo Langdon, seguro de sí mismo—. Confía en mí.
Vittoria intuyó una vez más que el historiador sabía algo que ella desconocía.
—Voy contigo.
—No. ¿Por qué arriesgar…?
—¡He de encontrar una manera de desalojar a esa gente! Corren un peligro inc…
En aquel momento, la barandilla del balcón empezó a vibrar. Un ruido ensordecedor se oía en el exterior. A continuación, una luz blanca procedente de San Pedro les cegó. Vittoria sólo pudo pensar en una cosa. ¡Oh, Dios mío! ¡La antimateria explotó antes de lo previsto!
Pero en lugar de una explosión, la multitud prorrumpió en vítores. Vittoria miró, con los ojos entornados. Era una batería de focos de las televisiones, ¡y apuntados hacía ellos! El estruendo aumentó de intensidad. Daba la impresión de que remaba un ambiente festivo en la plaza.
—¿Qué demonios…? —dijo Langdon, estupefacto.
El cielo atronó.
Sin previo aviso, el helicóptero papal salió de detrás de la torre. Estaba a unos quince metros por encima de ellos, y se dirigía al Vaticano. El ruido de los rotores resonó en la habitación donde estaban cuando el aparato sobrevoló el inmenso edificio. Los focos siguieron el recorrido del helicóptero, y luego Vittoria y Langdon se quedaron a oscuras de nuevo.
Ella sospechó que llegaban demasiado tarde cuando el gigantesco aparato aminoró la velocidad para posarse sobre la plaza de San Pedro, en la parte despejada que separaba la multitud de la basílica.
—Menuda entrada triunfal —dijo Vittoria. Recortada contra el mármol blanco, vio que una figura diminuta se acercaba al helicóptero. Nunca habría reconocido a la figura de no ser por la boina roja con que se tocaba—. Recibimiento de primera clase. Ése es Rocher.
Langdon dio un puñetazo sobre la barandilla.
—¡Alguien ha de avisarles!
Dio media vuelta para irse.
Vittoria le agarró del brazo.
—¡Espera!
Acababa de ver a alguien más, pero no daba crédito a sus ojos. Con los dedos temblorosos, señaló el helicóptero. Pese a la distancia, era imposible equivocarse. Otra figura era ayudada a descender del helicóptero, una figura cuyos movimientos sólo podían pertenecer a un hombre. Si bien iba sentado, aceleró sin el menor esfuerzo.
Un rey en un trono móvil plagado de artilugios electrónicos.
Era Maximilian Kohler.