109

En el ínterin, en la plaza de San Pedro, la muralla de Guardias Suizos gritaba órdenes y se desplegaba, con la intención de contener a la multitud a una distancia prudente. Era inútil. La muchedumbre era demasiado densa, y parecía mucho más interesada en el inminente fin del Vaticano que en su propia seguridad. Las gigantescas pantallas de las televisiones estaban transmitiendo la cuenta atrás en directo del contenedor de antimateria, desde el monitor de seguridad de la Guardia Suiza, cortesía del camarlengo. Por desgracia, dicha imagen no ayudaba a dispersar a las masas. Por lo visto, la gente congregada en la plaza contemplaba la diminuta gota de líquido suspendida en el contenedor, convencida de que no era tan amenazadora como vaticinaban. Además, veían la cuenta atrás. Ahora faltaban algo menos de cuarenta y cinco minutos para la explosión. Había mucho tiempo para seguir mirando.

No obstante, los Guardias Suizos se mostraban de acuerdo en que la valiente decisión del camarlengo de contar al mundo la verdad, para luego proporcionar a la prensa pruebas gráficas de la traición de los Illuminati, había sido una sabia maniobra. Los Illuminati debían de haber supuesto que el Vaticano actuaría con su habitual reticencia a admitir la adversidad. Esta noche no. El camarlengo Carlo Ventresca había demostrado ser un enemigo a tener en cuenta.

• • •

En la Capilla Sixtina, el cardenal Mortati se estaba impacientando. Pasaban de las once y cuarto. Muchos cardenales continuaban rezando, pero otros se habían apretujado alrededor de la salida, claramente inquietos por la hora. Algunos empezaron a golpear la puerta con los puños.

En el pasillo, el teniente Chartrand oyó los golpes, sin saber qué hacer. Consultó su reloj. Era la hora. El capitán Rocher le había dado órdenes estrictas de no dejar salir a los cardenales hasta que él lo dijera. Los golpes aumentaron de intensidad, y Chartrand experimentó una oleada de inquietud. Se preguntó si el capitán habría olvidado las circunstancias de los cardenales. El comportamiento del capitán había sido muy errático desde la misteriosa llamada telefónica.

Chartrand sacó el walkie-talkie.

—¿Capitán? Soy Chartrand. Pasa de la hora. ¿Abro las puertas de la Capilla Sixtina?

—Las puertas han de seguir cerradas. Creo que ya le di esa orden.

—Sí, señor, pero es que…

—Nuestro invitado no tardará en llegar. Llévese unos cuantos hombres y vigile la puerta del despacho del Papa. El camarlengo no ha de salir.

—¿Perdón, señor?

—¿Qué es lo que no ha comprendido, teniente?

—Nada, señor. Ya voy.

En el despacho del Papa, el camarlengo contemplaba el fuego mientras meditaba. Dame fuerzas, Señor. Haz un milagro. Removió las brasas, y se preguntó si sobreviviría a esta noche.