Robert Langdon yacía sobre un lecho de monedas en el fondo de la Fuente de los Cuatro Ríos. Aún tenía en la boca la manguera de plástico. Le quemaba la garganta, pero no se quejaba. Estaba vivo.
Ignoraba si había imitado bien la agonía de un hombre que se ahogaba, pero como estaba acostumbrado al agua desde niño, Langdon había oído ciertos relatos. Se había esforzado al máximo. Cerca del final, había expulsado todo el aire de sus pulmones y dejado de respirar, para que su masa muscular le hundiera hasta el fondo.
Por suerte, el hassassin se había tragado el anzuelo.
Langdon ya había esperado lo máximo posible. Estaba a punto de empezar a ahogarse. Se preguntó si el hassassin seguiría vigilando. Respiró por el tubo y sin salir a la superficie nadó hasta que encontró el cuerpo central de la fuente. Emergió al amparo de las sombras que arrojaban las enormes figuras de mármol.
La furgoneta había desaparecido.
Eso era todo cuanto Langdon necesitaba ver. Aspiró una larga bocanada de aire fresco y volvió hacia el punto en que se había hundido el cardenal Baggia. Langdon sabía que el hombre estaría inconsciente, y que existían pocas posibilidades de reanimarle, pero tenía que intentarlo. Cuando localizó el cuerpo, plantó los pies a cada lado y asió las cadenas que rodeaban al cardenal. Entonces, tiró de él. Cuando el cardenal emergió, Langdon vio que tenía los ojos saltones. No era una buena señal. No percibió respiración ni pulso.
Consciente de que le era imposible sacar el cuerpo del estanque, tiró del cardenal Baggia hasta la oquedad esculpida en la base del montículo central de mármol, donde había un saliente inclinado. Langdon apoyó el cuerpo desnudo sobre el saliente.
Después puso manos a la obra. Ejerció presión sobre el pecho del cardenal para expulsar el agua de los pulmones. A continuación, le aplicó el boca a boca. Lenta y deliberadamente. Resistiendo la tentación de soplar con demasiada fuerza y rapidez. Durante tres minutos, intentó revivir al anciano. Al cabo de cinco minutos, desistió.
Il preferito. Uno de los cuatro hombres que más posibilidades tenían de ser Papa yacía muerto delante de él.
Incluso ahora, tendido a la sombra del saliente semisumergido, el cardenal Baggia conservaba un aire de serena dignidad. El agua ondulaba sobre su pecho, casi con remordimiento, como si pidiera perdón por haber contribuido al asesinato del hombre, como si intentara purificar la herida que llevaba su nombre…
Langdon pasó una mano sobre el rostro del cardenal y le cerró los ojos. En ese momento sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Eso le sorprendió. Después, por primera vez desde hacía años, Langdon lloró.