Piazza Navona. La Fuente de los Cuatro Ríos.
Las noches de Roma, como las del desierto, pueden ser sorprendentemente frías, incluso después de un día caluroso. Langdon estaba acurrucado en los aledaños de la Piazza Navona, con la chaqueta bien ceñida. Al igual que el lejano ruido del tráfico, una cacofonía de boletines informativos resonaba en la ciudad. Consultó su reloj. Quince minutos. Agradecía aquellos breves momentos de descanso.
La plaza estaba desierta. La maravillosa fuente de Bernini chisporroteaba ante él con temible brujería. Del estanque espumeante emanaba una neblina mágica, iluminada por focos situados bajo el agua. Langdon sintió una corriente eléctrica en el aire.
La característica más cautivadora de la fuente era su altura. Sólo el cuerpo central medía más de seis metros de alto, una montaña escarpada de mármol travertino entreverado de cuevas y grutas por las que fluía el agua. Todo el conjunto estaba sembrado de figuras paganas. Sobre la montaña se erguía un obelisco que se elevaba otros doce metros. Langdon lo recorrió con la mirada. En la punta del obelisco, una tenue sombra se recortaba como una mancha contra el cielo, una solitaria paloma posada en silencio.
Una cruz, pensó Langdon, todavía asombrado por la disposición de los indicadores a lo largo y ancho de Roma. La Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini era el último altar de la ciencia. Tan sólo unas horas antes, Langdon se encontraba en el Panteón, convencido de que el Sendero de la Iluminación se había truncado y nunca llegaría hasta el final. Craso error. De hecho, el sendero estaba intacto. Tierra, Aire, Fuego, Agua. Y Langdon lo había seguido… del principio al fin.
Aún no has llegado al final, se recordó. El sendero tenía cinco etapas, no cuatro. Este cuarto indicador señalaba al último destino (la sagrada madriguera de los Illuminati), la Iglesia de la Iluminación. Langdon se preguntó si la guarida aún existía. Se preguntó si era allí adonde el hassassin había conducido a Vittoria.
Examinó las figuras de la fuente, en busca de alguna pista que revelara la dirección de la madriguera. Que ángeles guíen tu búsqueda. Casi de inmediato, una inquietante certeza se apoderó de él. Esta fuente no contenía ningún ángel. Al menos, no veía ninguno desde donde estaba… Todas las tallas eran profanas, seres humanos, animales, incluso un peculiar armadillo. Sin lugar a dudas, un ángel hubiera destacado.
¿Me he equivocado de sitio? Pensó en la disposición cruciforme de los cuatro obeliscos. Apretó los puños. Esta fuente es perfecta.
Eran las diez y cuarenta y seis minutos de la noche, cuando una furgoneta negra surgió de una callejuela contigua a la plaza. Langdon no le habría prestado atención de no ser porque su ocupante conducía sin luces. Como un tiburón que patrullara por una bahía iluminada por la luna, el vehículo recorrió el perímetro de la plaza.
Langdon se agachó aún más, oculto en las sombras junto a la enorme escalera que subía a la iglesia de Santa Agnes de la Agonía. Miraba fijamente la plaza, con el pulso acelerado.
Después de dar dos vueltas completas, la furgoneta se dirigió hacia la fuente de Bernini y se detuvo junto a la pila, con la puerta deslizante a escasos centímetros del agua.
La neblina aumentó.
Langdon sintió una inquietante premonición. ¿Había llegado temprano el hassassin? ¿Había venido en una furgoneta? El había imaginado que el asesino escoltaría a pie a su última víctima hasta la fuente, como en San Pedro, lo cual le habría permitido ejercitar su puntería. Pero si el asesino había llegado en la furgoneta, las reglas habían cambiado.
De pronto, la puerta lateral de la furgoneta se abrió.
Un hombre desnudo, que se retorcía en su agonía, yacía en el suelo de la furgoneta. El hombre estaba envuelto en metros de pesadas cadenas. Arremetía contra los eslabones de hierro, pero las cadenas eran demasiado pesadas. Uno de los eslabones dividía en dos la boca del hombre, como el bocado de un caballo, lo cual ahogaba sus gritos de auxilio. Fue entonces cuando Langdon vio la segunda figura, que se movía alrededor del prisionero en la oscuridad, haciendo los últimos preparativos.
Langdon sabía que sólo tenía unos segundos para actuar.
Cogió la pistola, se quitó la chaqueta y la tiró al suelo pues no quería que entorpeciera sus movimientos, ni albergaba la menor intención de acercar al agua el Diagramma de Galileo. El documento se quedaría aquí, seco y a buen recaudo.
Langdon avanzó sigilosamente hacia su derecha. Rodeó el perímetro de la fuente y se apostó directamente frente a la furgoneta. La enorme pieza central de la fuente entorpecía su visión. Corrió hacia la pila. Confió en que el ruido ensordecedor del agua apagara sus pasos. Cuando llegó a la fuente, trepó sobre el borde y se dejó caer en el estanque.
El agua le llegaba hasta la cintura, fría como el hielo. Langdon apretó los dientes y avanzó con dificultad. El fondo era resbaladizo, doblemente traicionero por la capa de monedas arrojadas para tener buena suerte. Langdon presintió que necesitaría algo más que buena suerte. Mientras la neblina se elevaba a su alrededor, se preguntó si la mano que empuñaba la pistola temblaba debido al frío o al miedo.
Llegó a la mole central de la fuente y giró a su izquierda. Se sujetó a las estatuas de mármol. Escondido tras la enorme figura tallada de un caballo, asomó la cabeza. La furgoneta se encontraba sólo a unos cinco metros de distancia. El hassassin estaba acuclillado en el suelo de la furgoneta, y sujetaba con ambas manos el cuerpo envuelto en cadenas del cardenal, preparado para arrojarle por la puerta abierta a la fuente.
Robert Langdon levantó la pistola y salió de la neblina, sintiéndose como una especie de vaquero acuático.
—No se mueva.
Su voz era más firme que la mano que empuñaba el arma.
El hassassin alzó la vista. Por un momento, pareció confuso, como si hubiera visto un fantasma. Después, sus labios se curvaron en una sonrisa malvada. Levantó los brazos en señal de sumisión.
—Así sea.
—Salga de la furgoneta.
—Se ha mojado.
—Se ha adelantado.
—Estoy ansioso por volver con mi presa.
Langdon apuntó el arma.
—No vacilaré en disparar.
—Ya ha vacilado.
Langdon sintió que su dedo se tensaba sobre el gatillo. El cardenal estaba inmóvil. Parecía exhausto, moribundo.
—Libérele.
—Olvídese de él. Ha venido en busca de una mujer. No finja lo contrario.
Langdon reprimió el ansia de acabar en aquel mismo momento.
—¿Dónde está?
—A salvo, en algún lugar. Esperando mi regreso.
Está viva. Langdon vislumbró un rayo de esperanza.
—¿En la Iglesia de la Iluminación?
El asesino sonrió.
—Nunca la localizará.
Langdon no le creyó. La guarida sigue intacta.
—¿Dónde?
—El lugar ha permanecido secreto durante siglos. Sólo me han revelado su emplazamiento en fecha reciente. Moriría antes que traicionar esa confianza.
—Puedo encontrarla sin usted.
—Una idea arrogante.
Langdon señaló la fuente.
—He llegado hasta aquí.
—Igual que muchos. El paso final es el más arduo.
Langdon avanzó con cautela. El hassassin parecía notablemente tranquilo, acuclillado en la parte trasera de la furgoneta con los brazos levantados sobre la cabeza. Langdon le apuntaba al pecho, mientras se preguntaba si debía disparar y acabar de una vez por todas.
No. Él sabe dónde está Vittoria. Sabe dónde está la antimateria. ¡Necesito esa información!
Dentro de la furgoneta a oscuras, el hassassin miraba a su contrincante, sin poder evitar una sensación de compasión divertida. El norteamericano era valiente, lo había demostrado. Pero también inexperto. También lo había demostrado. El valor sin experiencia equivalía a suicidio. Existían reglas de supervivencia. Reglas antiguas. Y el norteamericano las estaba quebrantando todas.
Tenías ventaja: el factor sorpresa. La has desperdiciado.
El norteamericano estaba indeciso… Lo más probable era que esperara apoyo… o tal vez un desliz verbal que revelara información decisiva.
Nunca interrogues antes de inutilizar a tu presa. Un enemigo acorralado es un enemigo mortal.
El norteamericano estaba hablando de nuevo. Sondeando. Maniobrando.
El asesino reprimió una carcajada. Esto no es una película de Hollywood… No habrá largas discusiones a punta de pistola antes del duelo final. Esto es el final. Ya.
Sin quitarle la vista de encima, el asesino tanteo con las manos centímetro a centímetro el techo de la furgoneta, hasta encontrar lo que buscaba. Lo sujetó, con la mirada clavada en Langdon.
Entonces, efectuó su jugada.
El movimiento fue inesperado por completo. Por un instante, Langdon pensó que las leyes de la física habían dejado de existir. Dio la impresión de que el asesino colgaba en el aire, al tiempo que extendía las piernas, sus botas golpeaban el costado del cardenal y expulsaban por la puerta el cuerpo encadenado. El cardenal cayó al agua y levantó una nube de espuma.
Langdon comprendió demasiado tarde lo que había pasado. El asesino había aferrado una barra antivuelco de la furgoneta, utilizándola para proyectarse hacia fuera. Ahora, volaba hacia él con los pies por delante.
Langdon apretó el gatillo. La bala atravesó el pie izquierdo del hassassin. Al instante sintió que las botas del asesino entraban en contacto con su pecho, y salió disparado hacia atrás.
Ambos hombres se sumergieron en el estanque ensangrentado.
Cuando el agua fría recubrió todo el cuerpo de Langdon, lo primero que sintió fue dolor. A continuación, el instinto de supervivencia cobró vida. Se dio cuenta de que ya no sostenía el arma. La había soltado en el momento del impacto. Tanteó en el fondo resbaladizo. Su mano tocó metal. Un puñado de monedas. Las dejó caer. Abrió los ojos y escudriñó el fondo luminoso. El agua se agitaba a su alrededor como en un gélido jacuzzi.
Pese al instinto de respirar, el miedo le tenía clavado al fondo. Siempre en movimiento. No sabía de dónde llegaría el siguiente ataque. ¡Tenía que encontrar la pistola! Tanteó con desesperación delante de él.
Tienes ventaja, se dijo. Estás en tu elemento. Aún con el jersey empapado, Langdon era un ágil nadador. El agua es tu elemento.
Cuando los dedos de Langdon tocaron metal por segunda vez, estuvo seguro de que su suerte había cambiado. El objeto que tenía en la mano no era un puñado de monedas. Lo agarró e intentó atraerlo hacia él, pero al hacerlo, notó que su cuerpo se deslizaba en el agua. El objeto no se movía.
Langdon comprendió, aún antes de pasar por encima del cuerpo retorcido del cardenal, que había agarrado parte de la cadena metálica que inmovilizaba al hombre y que servía de lastre. Se quedó paralizado por la visión de la cara aterrorizada que le miraba desde el fondo de la fuente.
Espoleado por la vida que alumbraba en los ojos del hombre, Langdon asió las cadenas e intentó izarle hacia la superficie. El cuerpo ascendió poco a poco… como un ancla. Langdon tiró con más fuerza. Cuando la cabeza del cardenal rompió la superficie, el anciano aspiró varias bocanadas de aire con desesperación. Después, su cuerpo rodó con violencia, lo cual provocó que Langdon soltara las cadenas resbaladizas. Baggia se hundió de nuevo como una piedra y desapareció bajo el agua espumeante.
Langdon se volvió a zambullir con los ojos abiertos. Localizó al cardenal. Esta vez, cuando lo sujetó, las cadenas que cubrían el cuerpo de Baggia se movieron… y revelaron una nueva maldad, una palabra estampada a fuego en el pecho…
Un instante después, dos botas aparecieron ante su vista. De una de ellas manaba abundante sangre.