Robert Langdon no tenía ni idea de dónde estaba, ni cuánto tiempo llevaba inconsciente, cuando abrió los ojos y se encontró mirando los frescos de una cúpula. El lugar estaba lleno de humo. Algo cubría su boca. Una mascarilla de oxígeno. Se la quitó. Un terrible olor invadía la habitación, como a carne quemada.
Langdon se encogió al sentir el dolor de cabeza. Intentó incorporarse. Un hombre vestido de blanco estaba arrodillado a su lado.
—Riposati! —dijo el hombre, al tiempo que ayudaba a Langdon a recostarse—. Sono il paramedico.
Langdon obedeció, mientras su cabeza daba vueltas como el humo. ¿Qué demonios ha pasado? El pánico se apoderó de su mente.
—Topo salvatore —dijo el paramédico—. Ratón… salvador…
Langdon se sintió todavía más confuso. ¿Ratón salvador?
El hombre señaló el reloj de Mickey Mouse que Langdon llevaba en la muñeca. Langdon empezó a pensar con mayor claridad. Recordó que había puesto la alarma. Mientras contemplaba con aire ausente la esfera, también se fijó en la hora: las diez y veintiocho minutos.
Se incorporó al instante.
Después lo recordó todo.
Langdon se encontraba cerca del altar principal, junto con el jefe de bomberos y algunos de sus hombres. Le habían asediado a preguntas.
Él no escuchaba; también se hacía un gran número de preguntas. Le dolía todo el cuerpo, pero sabía que necesitaba actuar sin más dilación.
Un bombero se acercó a Langdon.
—He vuelto a comprobarlo, señor. Los únicos cuerpos que hemos encontrado son los del cardenal Guidera y el comandante de la Guardia Suiza. No hay rastro de ninguna mujer.
—Grazie —contestó Langdon, sin saber si debía sentirse aliviado o aterrorizado. Sabía que había visto a Vittoria inconsciente en el suelo. La joven había desaparecido. La única explicación que se le ocurría no le tranquilizaba. El asesino no había sido nada sutil por teléfono. Una mujer de carácter. Estoy excitado. Tal vez antes de que termine la noche, te encontraré. Y cuando lo haga…
Langdon paseó la vista a su alrededor.
—¿Dónde está la Guardia Suiza?
—Aún no se ha restablecido el contacto. Las líneas del Vaticano están saturadas.
Langdon se sintió abrumado y solo. Olivetti había muerto. El cardenal también. Vittoria había desaparecido. Media hora de su vida se había desvanecido en un abrir y cerrar de ojos.
Oyó que la prensa estaba rodeando la iglesia. Sospechaba que las televisiones no tardarían en retransmitir escenas de la horrible muerte del cardenal, si es que no había sucedido ya. Langdon confió en que el camarlengo hubiera aceptado la derrota y tomado las riendas de la situación. ¡Evacuad el maldito Vaticano! ¡Basta de jueguecitos! ¡Hemos perdido!
Langdon tomó conciencia de repente de que todos los estímulos que le habían impulsado (ayudar a salvar el Vaticano, rescatar a los cuatro cardenales, plantar cara a la hermandad que había estudiado durante años) habían desaparecido de su mente. La guerra estaba perdida. Un nuevo impulso le espoleaba. Era sencillo. Primigenio.
Encontrar a Vittoria.
En su fuero interno experimentaba un vacío inesperado. Langdon había oído con frecuencia que situaciones difíciles podían unir a dos personas de una forma que no conseguirían décadas de vida en común. Ahora lo creía. En ausencia de Vittoria, sentía algo que no había experimentado en años. Soledad. El dolor le dio fuerzas.
Langdon apartó todo lo demás de su mente y empezó a concentrarse. Rezó para que el asesino se ocupara de la tarea que le habían encomendado antes que del placer. De lo contrario, sabía que era demasiado tarde. No, se dijo, tienes tiempo. Al secuestrador de Vittoria aún le quedaba trabajo por hacer. Tenía que emerger a la superficie por última vez antes de desaparecer para siempre.
El último altar de la ciencia, pensó Langdon. Al asesino le quedaba una última tarea. Tierra. Aire. Fuego. Agua.
Consultó su reloj. Media hora. Langdon se acercó a El éxtasis de Santa Teresa. Esta vez, mientras contemplaba el indicador de Bernini, Langdon no albergó la menor duda sobre lo que estaba mirando.
Que ángeles guíen tu búsqueda…
Sobre la santa recostada, con un fondo de llamas doradas, se cernía el ángel de Bernini. La mano del ángel aferraba una lanza puntiaguda de fuego. Langdon siguió con los ojos la dirección de la lanza, que se arqueaba hacia el lado derecho de la iglesia. Sus ojos se posaron en la pared. Examinó el lugar al que apuntaba la lanza. Sabía, desde luego, que apuntaba al otro lado de los muros, a algún lugar de Roma.
—¿Qué hay en esa dirección? —preguntó al jefe de bomberos con renovada determinación.
—¿En esa dirección? —El jefe miró hacia donde Langdon señalaba. Parecía confuso—. No lo sé… El oeste, supongo.
—¿Qué iglesias hay en esa dirección?
Dio la impresión de que la perplejidad del hombre aumentaba.
—Docenas. ¿Por qué?
Langdon frunció el ceño. Pues claro que había docenas.
—Necesito un plano de la ciudad. Ahora mismo.
El jefe envió a alguien en busca del plano que llevaban en el camión. Langdon se volvió hacia la estatua. Tierra… Aire… Fuego… VITTORIA.
El indicador final es Agua, se dijo. El Agua de Bernini. Estaba en alguna iglesia. Una aguja en un pajar. Repasó todas las obras de Bernini que pudo recordar. ¡Necesito un tributo al agua!
Langdon recreó en su mente la estatua de Tritón, el dios griego del mar. Entonces, se dio cuenta de que estaba situada en la plaza que se extendía ante esta misma iglesia, en dirección contraria. Se obligó a pensar. ¿Qué figura habría tallado Bernini para glorificar el agua? ¿Neptuno y Apolo? Por desgracia, la estatua se hallaba en el Victoria y Albert Museum de Londres.
—¿Signore?
Un bombero entró corriendo con el plano.
Langdon le dio las gracias y lo desplegó sobre el altar. Comprendió al instante que había elegido a la gente adecuada. El plano del cuerpo de bomberos de Roma era el más detallado que había visto en su vida.
—¿Dónde estamos ahora?
El hombre señaló.
—Al lado de la Piazza Barberini.
Langdon miró de nuevo la lanza del ángel para orientarse. El jefe había calculado bien. Según el plano, la lanza señalaba al oeste. Langdon trazó una línea desde el lugar donde se encontraba en dirección oeste. Casi al instante, sus esperanzas empezaron a desvanecerse. Daba la impresión de que, a cada centímetro que recorrían sus dedos, pasaba ante otro edificio marcado con una diminuta cruz negra. Iglesias. La ciudad estaba plagada de ellas. Por fin, el dedo de Langdon ya no encontró más iglesias y se internó en los suburbios de Roma. Exhaló un suspiro y retrocedió. Maldición.
Los ojos de Langdon se posaron en los tres lugares donde habían sido asesinados los tres primeros cardenales. La Capilla Chigi… San Pedro… Aquí…
Al verlos en el mapa, reparó en que su emplazamiento formaba una configuración extraña. Había imaginado que las iglesias estarían distribuidas al azar por Roma. Pero no era así. Por improbable que fuera, parecía que las iglesias estaban erigidas de una manera sistemática, formando un triángulo cuyos vértices eran San Pedro, Santa Maria del Popolo y Santa Maria della Vittoria… Langdon volvió a mirar. No estaba imaginando cosas.
—Penna —dijo de repente, sin alzar la vista.
Alguien le ofreció un bolígrafo.
Langdon rodeó con un círculo las tres iglesias. Su pulso se aceleró. Volvió a mirar los indicadores. ¡Un triángulo simétrico!
Lo primero que acudió a la mente de Langdon fue el sello del billete de un dólar, el triángulo que contenía el ojo que todo lo veía. Pero era absurdo. Sólo había marcado tres puntos. En teoría, tenía que haber cuatro.
¿Dónde está el Agua? Langdon sabía que el triángulo quedaría destruido, situara donde situara el cuarto punto. La única manera de conservar la simetría era situar el cuarto indicador dentro del triángulo, en el centro. Miró el punto en el plano. Nada. De todos modos, la idea le fastidiaba. Los cuatro elementos de la ciencia se consideraban iguales. El agua no era especial. El agua no estaría en el centro de los demás.
Aun así, su instinto le decía que la disposición sistemática no podía ser accidental. Aún no capto el conjunto. Sólo quedaba una alternativa. Los cuatro puntos no formaban un triángulo. Adoptaban otra forma.
Langdon miró el plano. ¿Un cuadrado tal vez? Si bien un cuadrado carecía de sentido simbólico, al menos era una figura simétrica. Langdon apoyó el dedo sobre uno de los puntos que convertirían el triángulo en cuadrado. Observó de inmediato que un cuadrado perfecto era imposible. Los ángulos del triángulo original eran oblicuos, y creaban un cuadrilátero deforme.
Mientras estudiaba los otros puntos posibles alrededor del triángulo, sucedió algo inesperado. Reparó en que la línea que había trazado antes para indicar la dirección de la lanza del ángel atravesaba uno de los destinos posibles. Langdon, estupefacto, trazó un círculo alrededor de aquel punto. Ahora estaba mirando cuatro marcas de tinta en el plano, dispuestas de manera que formaban una especie de diamante, como una cometa.
Frunció el ceño. Los diamantes no eran un símbolo de los Illuminati. Pensó. Y entonces…
Por un instante, Langdon recreó en su mente el famoso Diamante de los Illuminati. La idea era ridícula, por supuesto. La desechó. Además, este diamante era oblongo, como una cometa, y no podía ser un ejemplo de la simetría perfecta reverenciada por los Illuminati.
Cuando se inclinó para examinar el punto donde había colocado la marca final, Langdon se llevó una sorpresa al descubrir que el cuarto punto se hallaba en pleno centro de Roma, en la famosa Piazza Navona. Sabía que la plaza albergaba una iglesia importante, pero ya había atravesado con el dedo la plaza y tenido en consideración la iglesia. Por lo que él sabía, no albergaba obras de Bernini. Era la iglesia de Santa Agnes de la Agonía, llamada así en honor de Santa Agnes, una bellísima adolescente virgen condenada a una vida de esclavitud sexual por negarse a renunciar a su fe.
¡Tiene que haber algo en esa iglesia! Langdon se devanó los sesos, y recreó en su mente el interior de la iglesia. No recordó que guardara ninguna obra de Bernini, y mucho menos relacionada con el agua. La disposición del plano también le perturbaba. Un diamante. Demasiado preciso para ser una coincidencia, pero no lo bastante para tener sentido. ¿Una cometa? Langdon se preguntó si había elegido un punto equivocado. ¿Hay algo que no acabo de ver?
La respuesta tardó en llegar otro medio minuto, pero cuando lo hizo, Langdon experimentó un júbilo como jamás había conocido en su carrera académica.
Por lo visto, el genio de los Illuminati era inagotable.
La forma que estaba mirando no pretendía ser la de un diamante. Los cuatro puntos sólo formaban un diamante porque Langdon había unido puntos adyacentes. ¡Los Illuminati creen en los opuestos! Los dedos de Langdon temblaron cuando unieron vértices opuestos con el bolígrafo. Una cruz gigante apareció ante él. ¡Una cruz! Los cuatro elementos de la ciencia se desplegaron ante sus ojos… esparcidos por Roma hasta crear una enorme cruz.
Mientras contemplaba la forma, asombrado, un par de versos resonaron en su mente… como antiguos amigos con un nuevo rostro.
Cruzando Roma esos místicos cuatro elementos se revelan.
La niebla empezó a disiparse. ¡Langdon comprendió que había tenido la respuesta delante de sus narices toda la noche! El poema de los Illuminati le había revelado cómo estaban dispuestos los altares. ¡Una cruz!
¡Cruzando Roma esos místicos / cuatro elementos se revelan!
Un juego de palabras astuto. ¡Pero era mucho más que eso! Otra pista oculta.
La cruz del plano, comprendió Langdon, significaba la dualidad definitiva de los Illuminati. Era un símbolo religioso formado por elementos de la ciencia. ¡El Sendero de la Iluminación de Galileo era un tributo tanto a la ciencia como a Dios!
Las demás piezas del rompecabezas encajaron casi de inmediato.
Piazza Navona.
En el centro de la Piazza Navona, frente a la iglesia de Santa Agnes de la Agonía, Bernini había esculpido una de sus más celebradas esculturas. Todo el mundo que visitaba Roma iba a verla.
¡La Fuente de los Cuatro Ríos!
Un tributo perfecto al agua, la Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini glorificaba los cuatro ríos principales del Antiguo Mundo: el Nilo, el Ganges, el Danubio y el Río de la Plata.
Agua, pensó Langdon. El indicador final. Era perfecto.
Y aún más perfecto, pensó Langdon, la guinda del pastel, era que, sobre la fuente de Bernini, se alzaba un altísimo obelisco.
Langdon corrió hacia el cuerpo sin vida de Olivetti, dejando a los bomberos confusos.
Las diez y treinta y un minutos, pensó. Queda aún mucho tiempo. Era el primer instante en todo el día que Langdon pensaba llevar ventaja.
Se arrodilló al lado de Olivetti, cuyo cadáver ocultaban los bancos, y se incautó con toda discreción de la semiautomática y el walkie-talkie del comandante. Langdon sabía que podría pedir ayuda, pero no se hallaba en el lugar más indicado para hacerlo. Era preciso que el último altar de la ciencia continuara siendo un secreto. Las televisiones y el cuerpo de bomberos con las sirenas a todo volumen, lanzados en dirección a la Piazza Navona, no le serían de ninguna ayuda.
Sin decir palabra, salió por la puerta y esquivó a la prensa, que estaba entrando en oleadas. Cruzó la Piazza Barberini. Conectó el walkie-talkie. Intentó llamar al Vaticano, pero sólo obtuvo estática. O estaba fuera de alcance, o el transmisor necesitaba algún tipo de código de autorización. Langdon manipuló los cuadrantes y botones, sin resultado. Comprendió que su plan de recabar ayuda no iba a funcionar. Giró en redondo y buscó una cabina. Ninguna. En cualquier caso, los líneas del Vaticano estaban saturadas.
Estaba solo.
Sintió que su oleada de esperanza inicial se disipaba, y examinó su penoso estado: cubierto de polvo de huesos, herido, agotado y hambriento.
Se volvió hacia la iglesia. Una espiral de humo se elevaba sobre la cúpula, iluminada por los focos de las televisiones y los camiones de los bomberos. Se preguntó si debía volver y pedir ayuda. No obstante, el instinto le advirtió de que más ayuda, sobre todo ayuda inexperta, no significaría otra cosa que un engorro. Si el hassassin nos ve venir… Pensó en Vittoria y comprendió que era su última posibilidad de hacer frente al secuestrador.
Piazza Navona, pensó, sabiendo que podía llegar con bastante anticipación y apostarse al acecho. Miró si había un taxi en las cercanías, pero las calles estaban casi desiertas. Parecía que hasta los taxistas lo habían dejado todo para ir a ver la televisión. La Piazza Navona se encontraba a sólo un kilómetro y medio de distancia, pero Langdon no albergaba la menor intención de desperdiciar energías desplazándose a pie. Volvió a mirar hacia la iglesia, y se preguntó si podría pedir prestado un vehículo a alguien.
¿Un camión de bomberos? ¿Una furgoneta de la televisión? Seamos serios.
Langdon, consciente de que las opciones y los minutos se iban desgranando, tomó una decisión. Sacó la pistola del bolsillo y perpetró un acto tan impropio de él que pensó que su alma estaba poseída. Corrió hasta un Citroën parado en un semáforo y apuntó al conductor a través de la ventanilla bajada.
—Fuori! —gritó.
El hombre bajó temblando como una hoja.
Langdon saltó detrás del volante y pisó el acelerador.