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—¿Saben algo de Olivetti? —preguntó el camarlengo, agotado, mientras Rocher le acompañaba de vuelta de la Capilla Sixtina al despacho del Papa.

—No, signore. Temo lo peor.

Cuando llegaron al despacho del Papa, el camarlengo habló con voz grave.

—Capitán, esta noche no puedo hacer nada más. Temo que ya me he excedido. Voy al despacho a rezar. No deseo ser molestado. Lo demás está en manos de Dios.

—Sí, signore.

—Se está haciendo tarde, capitán. Que encuentren pronto el contenedor.

—Nuestro registro continúa. —Rocher vaciló—. Eso demuestra que el arma está muy bien escondida.

El camarlengo se encogió, como incapaz de pensar en ello.

—Sí. A las once y cuarto en punto, si no lo han encontrado, quiero que evacuen a los cardenales. Deposito su seguridad en sus manos. Sólo pido una cosa. Que salgan de aquí con dignidad. Que permanezcan con la multitud en la plaza de San Pedro. No quiero que la última imagen de esta Iglesia sea un grupo de viejos aterrorizados huyendo por una puerta trasera.

—Muy bien, signore. ¿Y usted? ¿Vengo a buscarle a las once y cuarto también?

—No será necesario.

—¿Signore?

—Me iré cuando lo crea conveniente.

Rocher se preguntó si el camarlengo pretendía hundirse con el barco.

El sacerdote abrió la puerta del despacho del Papa y entró.

—En realidad… —Se volvió—. Una cosa más.

—¿Signore?

—Parece que hace frío en el despacho esta noche. Estoy temblando.

—La calefacción eléctrica está desconectada. Deje que encienda la chimenea.

El camarlengo sonrió, cansado.

—Gracias. Muchísimas gracias.

Rocher salió del despacho del Papa, donde había dejado al camarlengo rezando a la luz del fuego de la chimenea, delante de una pequeña estatua de la Virgen María. La escena era escalofriante. Una sombra negra arrodillada en el resplandor oscilante. Cuando avanzó por el pasillo, apareció un guardia, que corría hacia él. Incluso a la luz de las velas, Rocher reconoció al teniente Chartrand. Joven, bisoño y entusiasta.

—Capitán —dijo Chartrand, y le acercó un móvil—, creo que el discurso del camarlengo ha obrado efecto. La persona que llama dice que posee información capaz de ayudarnos. Telefoneó desde una de las extensiones privadas del Vaticano. No tengo ni idea de cómo consiguió el número.

Rocher se detuvo.

—¿Qué?

—Sólo hablará con el oficial de mayor graduación.

—¿Sabemos algo de Olivetti?

—No, señor.

Rocher tomó el aparato.

—Soy el capitán Rocher, el oficial de mayor graduación en este momento.

—Rocher —dijo la voz—, le explicaré quién soy. Después le diré qué va a hacer a continuación.

Cuando el desconocido dejó de hablar y colgó, Rocher se quedó estupefacto. Ahora sabía de quién recibía órdenes.

En el CERN, Sylvie Baudeloque intentaba tomar nota de todas las solicitudes de patente que recibía el buzón de voz de Kohler. Cuando la línea privada del escritorio del director empezó a sonar, Sylvie pegó un bote. Nadie tenía aquel número. Contestó.

—¿Sí?

—Señorita Baudeloque, soy el director Kohler. Póngase en contacto con mi piloto. Mi avión ha de estar preparado dentro de cinco minutos.