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Los seis bomberos que acudieron a sofocar al incendio de la iglesia de Santa Maria della Vittoria extinguieron la hoguera con gas halón. El agua era más barata, pero el vapor que creaba habría estropeado los frescos de la capilla, y el Vaticano pagaba un premio elevado a los pompieri de Roma para que trataran con prudencia y rapidez los edificios pertenecientes a la Iglesia.

Los pompieri, por la naturaleza de su trabajo, presenciaban tragedias casi a diario, pero ninguno olvidaría lo sucedido en esta iglesia. La escena, una mezcla de crucifixión, ahorcamiento y ejecución en la hoguera, parecía inspirada en una pesadilla de novela gótica.

Por desgracia, la prensa, como de costumbre, había llegado antes que los bomberos. Habían rodado muchos metros de cinta antes de que los pompieri controlaran la situación en el interior de la iglesia. Cuando bajaron por fin a la víctima y la depositaron en el suelo, no había duda de quién era el hombre.

Cardinale Guidera —susurró uno—. Di Barcellona.

La víctima estaba desnuda. La parte inferior de su cuerpo estaba carbonizada, y manaba sangre de unas heridas abiertas en sus muslos. Las tibias estaban al descubierto. Un bombero vomitó. Otro salió a respirar aire puro.

No obstante, el verdadero horror era el símbolo marcado a fuego en el pecho del cardenal. El jefe del grupo caminó alrededor del cuerpo, aterrorizado. Lavoro del diavolo, se dijo. El responsable es el mismísimo Satanás. Se persignó por primera vez desde la infancia.

Un’ altro corpo! —gritó alguien. Un bombero había descubierto otro cadáver.

La segunda víctima era un hombre al que el jefe de bomberos reconoció de inmediato. El austero comandante de la Guardia Suiza era un hombre por el que pocos agentes de la ley sentían afecto. El jefe llamó al Vaticano, pero todas las líneas estaban ocupadas. Sabía que daba igual. La Guardia Suiza se enteraría por la televisión en cuestión de minutos.

Mientras el jefe inspeccionaba los daños e intentaba imaginar lo sucedido en la iglesia, vio un nicho acribillado a balazos. Un ataúd había resbalado de sus apoyos y volcado, como si alguien lo hubiera empujado. Que se ocupen la policía y la Santa Sede, pensó el jefe, y dio media vuelta.

Entonces, se detuvo. Oyó un sonido procedente del ataúd. Era un ruido que a ningún bombero le hacía gracia oír.

Bomba! —gritó—. Tutti fuori!

Cuando llegaron los artificieros y apartaron el ataúd, descubrieron la fuente del pitido electrónico. Contemplaron la escena, confusos.

Médico! —gritó alguien por fin—. Medico!