El hassassin sonrió cuando detuvo la furgoneta delante del enorme edificio que dominaba el río Tíber. Cargó con su presa escaleras arriba, agradecido de que estuviera inconsciente.
Llegó a la puerta.
La Iglesia de la Iluminación, se regocijó. El antiguo lugar de encuentro de los Illuminati. ¿Quién habría imaginado poder estar aquí?
Depositó a Vittoria sobre un mullido diván. Después, le sujetó las manos a la espalda y ató sus pies. Sabía que su deseo tendría que esperar a que hubiera finalizado su tarea. Agua.
De todos modos, pensó, podía permitirse un momento de placer. Se arrodilló a su lado y recorrió su muslo con la mano. Era suave. Más arriba. Sus dedos oscuros se deslizaron bajo los shorts de la joven. Más arriba.
Se detuvo. Paciencia, se dijo, muy excitado. Nos queda trabajo por hacer.
Salió un momento al balcón de piedra de la cámara. La brisa de la noche calmó sus ardores. Abajo, el Tíber descendía bravío. Alzó los ojos hasta la cúpula de San Pedro, a un kilómetro y medio de distancia, desnuda bajo el resplandor de centenares de focos de las televisiones.
—Vuestra hora final —dijo en voz alta, mientras imaginaba los miles de musulmanes asesinados durante las Cruzadas—. A medianoche os reuniréis con vuestro Dios.
La mujer se agitó a su espalda. El hassassin se volvió. Por un momento, sopesó la posibilidad de permitir que se despertara. Ver terror en los ojos de una mujer era el afrodisíaco supremo.
Optó por la prudencia. Sería mejor que continuara inconsciente durante su ausencia. Aunque estaba atada y no podía escapar, el hassassin no quería regresar y encontrarla agotada debido a sus esfuerzos por escapar. Quiero que reserves tus fuerzas… para mí.
Le alzó un poco la cabeza, colocó la palma de la mano bajo su cuello y localizó la oquedad que había en la base de su cráneo. Había utilizado aquel punto en incontables ocasiones. Hundió el pulgar con mucha fuerza en el blando cartílago y sintió que se hundía. La mujer se derrumbó al instante. Veinte minutos, pensó. Sería la excitante conclusión de un día perfecto. Después de que le hubiera servido y muerto en el cumplimiento de su deber, saldría al balcón y contemplaría los fuegos artificiales que estallarían en el Vaticano a medianoche.
Dejó a su presa inconsciente en el sofá y bajó a una mazmorra iluminada por antorchas. La tarea final. Se acercó a la mesa y rindió homenaje a los sagrados moldes metálicos que habían dejado a su disposición.
Agua. Era el último paso.
Con una de las antorchas de la pared, como había hecho ya en tres ocasiones, calentó la cara de uno de los moldes que mostraba unos signos en relieve. Cuando la cara del molde estuvo al rojo vivo, se dirigió la celda.
Dentro, un hombre se erguía en silencio. Viejo y solo.
—Cardenal Baggia —siseó el asesino—. ¿Ya ha rezado?
Los ojos del italiano no demostraron miedo.
—Sólo por tu alma.