Como un tema recurrente de una sinfonía demoníaca, la oscuridad asfixiante había regresado.
Sin luz. Sin aire. Sin salida.
Langdon yacía atrapado bajo el sarcófago volcado, y notaba que su razón peligraba. Intentó alejar sus pensamientos del espacio angosto que le rodeaba, y obligó a su mente a seguir algún proceso lógico… Matemáticas, música, lo que fuera. Pero no había espacio para pensamientos relajantes. ¡No me puedo mover! ¡No puedo respirar!
La manga atrapada de su chaqueta se había liberado cuando el ataúd cayó, y Langdon podía mover ahora los dos brazos. Aun así, cuando ejerció presión sobre el techo de su diminuta celda, descubrió que no podía moverlo. Por extraño que pareciera, deseó tener atrapada todavía la manga. Al menos, habría una rendija por la que entrara un poco de aire.
Cuando volvió a empujar, la manga de la chaqueta descendió y vio el tenue destello de un viejo amigo. Mickey. Tuvo la impresión de que la cara del personaje se burlaba de él.
Langdon buscó otra señal de luz en la oscuridad, pero el borde del ataúd estaba a ras del suelo. Malditos perfeccionistas italianos, maldijo, pues se hallaba en peligro por culpa de la misma excelencia artística que había enseñado a sus alumnos a reverenciar… Bordes impecables, líneas paralelas perfectas y, por supuesto, la utilización del mármol de Carrara más resistente.
La precisión puede ser asfixiante.
—Levanta el maldito trasto —dijo en voz alta al tiempo que empujaba con más fuerza entre la maraña de huesos. El ataúd se movió apenas. Langdon apretó la mandíbula y volvió a empujar. La caja pesaba como un peñasco, pero esta vez se alzó un centímetro. Un tenue destello de luz le rodeó, y entonces el ataúd cayó de nuevo. Permaneció tendido en la oscuridad, casi sin aliento. Intentó utilizar las piernas para levantarlo como antes, pero el ataúd no le había dejado ni espacio para enderezar las rodillas.
Mientras el pánico a la claustrofobia se cebaba en él, le asaltaron imágenes del sarcófago encogiéndose. Combatió la fantasía con los jirones de razón que aún le quedaban.
—Sarcófago —dijo en voz alta con la mayor frialdad académica posible, pero hasta la erudición parecía ser su enemiga. Sarcófago viene del sarx griego, que significa «carne», y de phagein, que significa «comer». Estoy atrapado en una caja pensada literalmente para «comer carne».
Imágenes de carne devorada hasta el hueso sólo sirvieron para recordar a Langdon que estaba cubierto de restos humanos. La idea le provocó náuseas y escalofríos. Pero también le inspiró una idea.
Rebuscó alrededor del ataúd, hasta encontrar una astilla de hueso. ¿Una costilla tal vez? Daba igual. Sólo quería una cuña. Si podía levantar la caja, aunque fuera unos centímetros, y deslizar el fragmento de hueso bajo el borde, tal vez entraría aire suficiente para…
Introdujo el hueso rematado en punta entre el suelo y el ataúd, y con la otra mano empujó hacia arriba. La caja no se movió. Ni un milímetro. Probó de nuevo. Por un momento tuvo la impresión de que temblaba un poco, pero eso fue todo.
Con el hedor fétido y la falta de oxígeno que le robaban la energía del cuerpo, Langdon comprendió que sólo tenía tiempo para un último esfuerzo. También sabía que necesitaría ambos brazos.
Apoyó el fragmento de hueso contra la grieta, movió el cuerpo y encajó el hueso contra su hombro para sujetarlo. Con cuidado de que no se soltara, levantó los dos manos. Cuando el angosto espacio empezó a asfixiarle, sintió una oleada de pánico. Era la segunda vez en el día que se quedaba atrapado sin aire. Gritó con todas sus fuerzas y empujó hacia arriba. El ataúd se elevó del suelo un instante, pero lo suficiente. El fragmento de hueso que tenía apoyado contra el hombro se deslizó en la rendija. Cuando el ataúd volvió a caer, el hueso se partió, pero esta vez Langdon vio que la caja estaba apuntalada. Una diminuta rendija de luz apareció bajo el borde.
Agotado, se derrumbó. Confiado en que la extraña sensación de asfixia se desvanecería, esperó, pero la situación sólo empeoró a medida que transcurrían los segundos. El aire que se filtraba por la rendija era poco menos que imperceptible. Langdon se preguntó si sería suficiente para mantenerle con vida. Y en tal caso, ¿durante cuánto tiempo? Si se desmayaba, ¿cómo podrían averiguar su paradero?
Langdon miró el reloj de nuevo, los brazos le pesaban como plomo: las diez y doce minutos. Tentó el reloj con dedos temblorosos y jugó su última carta. Giró uno de los diminutos cuadrantes y oprimió un botón.
A medida que perdía la conciencia y la sensación de encerramiento aumentaba, Langdon sintió que los viejos temores se apoderaban de él. Intentó imaginar, como tantas otras veces, que se encontraba en un campo. Sin embargo, la imagen que conjuró no le sirvió de ninguna ayuda. Revivió la pesadilla que le atormentaba desde niño con todo lujo de detalles…
Estas flores son como pinturas, pensó el niño, y rio mientras atravesaba corriendo el prado. Ojalá sus padres le hubieran acompañado. Pero sus padres estaban muy ocupados, montando el campamento.
«No te alejes demasiado», le había advertido su madre.
Había fingido no oírla, mientras se internaba en el bosque.
El niño llegó ante una pila de piedras. Imaginó que debían de ser los cimientos de una antigua granja. No debía acercarse a ella. Además, otra cosa había atraído su atención, la flor más hermosa y rara de todo New Hampshire. Sólo la había visto en libros.
Contento, el niño avanzó hacia la flor. Se arrodilló. El suelo que pisaba era herboso y hueco. Reparó en que su flor había encontrado un lugar muy fértil. Estaba creciendo en un montón de madera podrida.
Emocionado por la idea de llevar a casa su presa, extendió la mano…
Nunca llegó a tocarla.
El suelo cedió bajo sus pies con un crujido aterrador.
Durante los tres segundos de horror que duró su caída, el niño supo que iba a morir. Esperó el impacto que rompería sus huesos. Cuando se produjo, no sintió dolor. Sólo algo blando bajo su cuerpo.
Y frío.
Primero entró en contacto con la superficie líquida, y luego se hundió en una negrura angosta. Dio unas cuantas vueltas de campana, desorientado, tanteó las paredes que le rodeaban por todas partes. Como por instinto, emergió a la superficie.
Luz.
Tenue. Sobre él. A kilómetros de distancia, pensó.
Sus brazos acuchillaron el agua, buscaron algo a qué aferrarse. Sólo piedra resbaladiza. Había caído en un pozo abandonado. Pidió ayuda, pero sus gritos resonaron en las paredes del pozo. Repitió la llamada, una y otra vez. En lo alto, el hueco se iba oscureciendo.
La noche cayó.
Dio la impresión de que el tiempo se retorcía en la oscuridad. Se sentía cada vez más aturdido, mientras chapoteaba en el agua y pedía auxilio. Estaba atormentado por visiones de las paredes, que se derrumbaban y le sepultaban. Le dolían los brazos a causa del cansancio. En algunos momentos, creyó oír voces. Gritó, pero su voz sonaba apagada… como en un sueño.
A medida que avanzaba la noche, el pozo se hacía más profundo. Las paredes se iban estrechando centímetro a centímetro. El niño opuso resistencia. Después, agotado, tuvo ganas de rendirse. No obstante, sintió que el agua le daba ánimos, enfriaba sus temores hasta dejarle entumecido.
Cuando llegó el equipo de rescate, encontraron al niño apenas consciente. Hacía cinco horas que flotaba en el agua. Dos días después, el Boston Globe publicó un artículo en primera plana titulado «El pequeño nadador que venció».