El cardenal Mortati, sentado entre sus sorprendidos colegas en la Capilla Sixtina, intentaba comprender las palabras que estaba escuchando. Ante él, iluminado tan sólo por la luz de las velas, el camarlengo había terminado de contar una historia de tal odio y traición que Mortati estaba temblando. El camarlengo habló de cardenales secuestrados, cardenales marcados, cardenales asesinados. Habló de la antigua hermandad de los Illuminati (un nombre que despertaba temores olvidados), y de su resurgimiento y juramento de vengarse de la Iglesia. Con dolor en su voz, el camarlengo habló del difunto Papa, envenenado por los Illuminati. Por fin, casi en un susurro, habló de una nueva tecnología mortífera, la antimateria, que amenazaba con destruir todo el Vaticano antes de dos horas.
Cuando terminó, fue como si el mismísimo Satanás hubiera absorbido todo el aire de la sala. Nadie se movió. Las palabras del camarlengo pendían en la oscuridad.
El único sonido que oía Mortati era el zumbido anómalo de una cámara de televisión situada al fondo, una presencia electrónica que ningún cónclave de la historia había albergado jamás, pero una presencia exigida por el camarlengo. Ante el estupor de los cardenales, el camarlengo había entrado en la Capilla Sixtina con dos reporteros de la BBC (un hombre y una mujer), y anunciado que transmitirían su solemne declaración en directo al mundo.
El camarlengo avanzó y habló a la cámara.
—Para los Illuminati —dijo con voz profunda—, y para los científicos, déjenme decir esto. —Hizo una pausa—. Han ganado la guerra.
El silencio invadió hasta los rincones más alejados de la capilla. Mortati escuchó los latidos desesperados de su corazón.
—Los engranajes han estado en movimiento durante mucho tiempo —dijo el camarlengo—. Su victoria ha sido inevitable. Nunca había sido tan evidente como en este momento. La ciencia es el nuevo Dios.
¿Qué está diciendo?, pensó Mortati. ¿Se ha vuelto loco? ¡Todo el mundo le está escuchando!
—La medicina, las comunicaciones electrónicas, los viajes espaciales, la manipulación genética… Son los milagros de los que ahora hablamos a nuestros hijos. Son los milagros que anunciamos como prueba de que la ciencia nos proporcionará respuestas. Las viejas historias de inmaculadas concepciones, zarzas ardientes y mares que se separan carecen ya de toda importancia. Dios se ha convertido en algo obsoleto. La ciencia ha ganado la batalla. Nos rendimos.
Se oyeron murmullos de confusión y perplejidad entre los congregados.
—Pero la victoria de la ciencia —añadió el camarlengo, con voz más enérgica— ha tenido un precio para todos nosotros. Un precio muy alto.
Silencio.
—Es posible que la ciencia haya aliviado las desdichas de la enfermedad y el trabajo extenuante, y creado toda una serie de aparatos destinados a divertirnos y aumentar nuestra comodidad, pero nos ha dejado en un mundo sin prodigios. Nuestras puestas de sol se han reducido a longitudes de onda y frecuencias. Las complejidades del universo han sido destripadas en ecuaciones matemáticas. Hasta nuestra valoración como seres humanos ha sido destruida. La ciencia afirma que el planeta Tierra y sus habitantes son puntos sin importancia en el gran esquema de las cosas. Un accidente cósmico. —Hizo una pausa—. Hasta la tecnología que promete unirnos nos divide. Cada uno de nosotros puede estar conectado electrónicamente con el resto del globo, pero nos sentimos totalmente solos. Nos bombardean la violencia, la división, la fractura y la traición. El escepticismo se ha convertido en una virtud. El cinismo y la exigencia de pruebas han devenido pensamiento esclarecido. ¿Acaso sorprende que los humanos se sientan ahora más deprimidos y derrotados que en cualquier momento de la historia de la humanidad? ¿Defiende la ciencia algo sagrado? La ciencia busca respuestas en fetos nonatos. Hasta presume de manipular nuestro ADN. Desmonta el mundo de Dios en piezas cada vez más pequeñas, en busca de un significado… y sólo encuentra más preguntas.
Mortati le miraba, arrebatado. El camarlengo hacía gala de una energía en sus movimientos y en su voz que él no había visto jamás en ningún altar del Vaticano. La voz del hombre estaba teñida de tristeza y convicción.
—La vieja guerra entre ciencia y religión ha terminado —dijo el camarlengo—. Han ganado. Pero no han ganado justamente. No han ganado proporcionando respuestas. Han ganado convenciendo a nuestra sociedad de que verdades antes consideradas como inmutables ahora parecen inaplicables. La religión no puede mantenerse a la altura. El crecimiento de la ciencia es geométrico. Se alimenta de sí mismo como un virus. Cada nuevo descubrimiento abre las puertas de un nuevo descubrimiento. La humanidad necesitó miles de años para progresar desde la rueda al coche. No obstante, sólo transcurrieron décadas desde el coche hasta la nave espacial. Ahora, medimos el progreso científico en semanas. Estamos girando sin control. El abismo entre nosotros se ensancha cada día más, y la religión queda abandonada, la gente está sumida en un vacío espiritual. Pedimos a gritos respuestas. Lo digo en un sentido literal, créanme. Vemos ovnis, nos dedicamos a zapear, nos ponemos en contacto con espíritus, experiencias extrasensoriales, búsquedas mentales… Todas esas ideas excéntricas poseen un barniz científico, pero son desvergonzadamente irracionales. Constituyen el grito desesperado del alma moderna, solitaria y atormentada, tullida por su esclarecimiento y su incapacidad de aceptar significado en nada que no esté relacionado con la tecnología.
Mortati se descubrió inclinado hacia adelante en su asiento. Él y los demás cardenales, procedentes de todas partes del mundo, estaban pendientes de cada palabra del sacerdote. El camarlengo hablaba sin retórica ni vitriolo. Nada de referencias a Jesucristo o a las Sagradas Escrituras. Hablaba con términos modernos, puros y sin adornos. Hablaba el idioma moderno, como si fluyera de Dios… y comunicaba el mensaje de siempre. En aquel momento, Mortati comprendió uno de los motivos que habían llevado al Papa a querer tanto a ese joven. En un mundo de apatía, cinismo y deificación tecnológica, hombres como el camarlengo, seres realistas capaces de hablar con sinceridad, eran la única esperanza de la Iglesia.
El camarlengo redobló su vehemencia.
—La ciencia nos salvará, dicen ustedes. Yo digo que la ciencia nos ha destruido. Desde los tiempos de Galileo, la Iglesia ha intentado aminorar la velocidad de la marcha inexorable de la ciencia, a veces con medios descarriados, pero siempre con buenas intenciones. Aun así, las tentaciones son demasiado grandes para que los hombres opongan resistencia. Miren a su alrededor. No se han cumplido las promesas de la ciencia. Las promesas de eficacia y sencillez no han traído más que contaminación y caos. Somos una especie fracturada y frenética… que avanza por el sendero de la destrucción.
El camarlengo hizo una larga pausa, y después clavó los ojos en la cámara.
—¿Quién es este Dios de la ciencia? ¿Quién es el Dios que ofrece a su pueblo poder, pero no un marco moral para utilizar este poder? ¿Qué clase de Dios da fuego a un niño, pero no le advierte de los peligros que conlleva? El idioma de la ciencia carece de indicadores del bien o el mal. Hay tratados científicos que enseñan a crear una reacción nuclear, pero no contienen ningún capítulo en que se pregunte si es una idea buena o mala.
»Digo esto a la ciencia y a los científicos. La Iglesia está cansada. Estamos hartos de intentar ser sus guías. Nuestros recursos se están agotando, por culpa de la publicidad que dice que ustedes son la voz del equilibrio, mientras continúan su ciega carrera en pos de chips cada vez más pequeños y beneficios cada vez más grandes. No preguntamos por qué no ejercen el más mínimo autocontrol, porque se trata de una tarea imposible. Su mundo se mueve con tal celeridad que, si se detienen siquiera un instante para meditar en las implicaciones de sus actos, alguien más eficiente les borrará de un plumazo. En consecuencia, siguen adelante. Construyen armas de destrucción masiva sin conocimiento, pero es el Papa quien viaja por el mundo para aconsejar prudencia a sus líderes. Clonan seres vivos, pero es la Iglesia quien nos recuerda que pensemos en las implicaciones morales de nuestros actos. Animan a la gente a comunicarse mediante teléfonos, pantallas de vídeo y ordenadores, pero es la Iglesia quien abre sus puertas y nos recuerda que hemos de comunicarnos en persona, como debe ser. Hasta asesinan niños nonatos en nombre de la investigación que salvará vidas. Una vez más, es la Iglesia la que denuncia la falacia de este razonamiento.
»Y mientras tanto, proclaman la ignorancia de la Iglesia. Pero ¿quién es más ignorante, el hombre incapaz de definir el relámpago, o el hombre que no respeta su asombroso poder? La Iglesia intenta tenderles la mano. A todo el mundo. Pero cuanto más nos esforzamos, más nos rechazan. Muéstrennos la prueba de que Dios existe, dicen. ¡Usen sus telescopios para explorar el universo, y explíquenme cómo es posible que Dios no exista, digo yo! —Los ojos del camarlengo se habían inundado de lágrimas—. Preguntan cuál es el aspecto de Dios. ¿De dónde sale esta pregunta, digo yo? La respuesta es la misma. ¿Es que no ven a Dios en su ciencia? ¿Cómo es posible tanta ceguera? Proclaman que hasta el más ínfimo cambio en la fuerza de la gravedad, o el peso de un átomo, bastaría para haber convertido nuestro universo en una sopa carente de vida, en lugar de nuestro magnífico mar de cuerpos celestiales, ¿y aún no ven la mano de Dios en esto? ¿En verdad es mucho más fácil creer que elegimos la carta correcta en una baraja de miles de millones? ¿La bancarrota espiritual es tan absoluta que preferimos creer en una imposibilidad matemática antes que en un poder más grande que nosotros?
»Crean o no en Dios —dijo el camarlengo con voz decidida—, tienen que creer en esto. Cuando, como especie, abandonamos nuestra confianza en un poder mayor que nosotros, abandonamos nuestro sentido de la responsabilidad. La fe, todas las fes…, son advertencias de que existe algo que no podemos comprender, algo de lo que somos responsables… Con fe, somos responsables los unos de los otros, de nosotros mismos, y de una verdad más elevada. La religión tiene sus defectos, pero sólo porque el hombre tiene defectos. Si el mundo exterior pudiera ver esta Iglesia como nosotros, más allá de sus rituales, vería un milagro moderno, una hermandad de almas imperfectas y sencillas que sólo aspira a ser una voz compasiva en un mundo que gira fuera de control.
El camarlengo señaló el Colegio Cardenalicio, y la cámara de la BBC le siguió instintivamente.
—¿Estamos obsoletos? —preguntó el camarlengo—. ¿Son dinosaurios estos hombres? ¿Lo soy yo? ¿De veras necesita el mundo una voz para los pobres, los débiles, los oprimidos, los niños nonatos? ¿De veras necesitamos almas como las de quienes, aunque imperfectos, dedican sus vidas a implorarnos que respetemos los principios morales, para no descarriarnos?
Mortati comprendió por fin que el camarlengo, de manera consciente o no, estaba efectuando un brillante movimiento. Al exhibir a los cardenales, estaba personalizando la Iglesia. El Vaticano ya no era un edificio, sino gente, gente como el camarlengo, que dedicaba la vida al servicio del bien.
—Esta noche, nos encontramos al borde de un precipicio —dijo el camarlengo—. No podemos permitirnos ser apáticos. Da igual que consideren esta maldad en términos de Satanás, corrupción o inmoralidad… La fuerza oscura está viva, y crece cada día. No hagan caso omiso. —El camarlengo bajó la voz hasta convertirla en un susurro, y la cámara se acercó—. La fuerza, aunque poderosa, no es invencible. El bien puede triunfar. Escuchen a sus corazones. Escuchen a Dios. Juntos podemos alejarnos del abismo.
Mortati comprendió. Este era el motivo. El cónclave había sido violado, pero ésta era la única forma. Una petición de auxilio dramática y desesperada. El camarlengo estaba hablando al enemigo y a los amigos al mismo tiempo. Estaba desafiando a todo el mundo, amigo o enemigo, a que viera la luz y detuviera esta locura. Alguien que escuchara, caería en la cuenta de la demencia de esta conspiración y actuaría.
El camarlengo se arrodilló ante el altar.
—Rezad conmigo.
El Colegio Cardenalicio se arrodilló para rezar con él. En la plaza de San Pedro y en todo el orbe… millones de personas estupefactas se arrodillaron con ellos.