La guerra había estallado en la plaza de San Pedro.
Un frenesí agresivo se había apoderado de la plaza. Las camionetas de las televisiones tomaban posiciones como vehículos de asalto dispuestos a conquistar cabezas de playa. Los reporteros desplegaban equipos electrónicos de alta tecnología como soldados armados para la batalla. En todo el perímetro de la plaza, las cadenas se apresuraban a erigir el arma más reciente en la guerra de los medios de comunicación: visualizadores de pantalla plana.
Los visualizadores de pantalla plana eran enormes pantallas de vídeo que podían montarse sobre camionetas o andamios portátiles. Las pantallas eran como anuncios publicitarios de la cadena, que transmitía la cobertura con el logotipo sobreimpreso como en un cine al aire libre. Si la pantalla estaba bien situada (delante de la acción, por ejemplo), una cadena de la competencia no podía rodar el reportaje sin incluir un anuncio de su competidor.
La plaza se estaba transformando a toda prisa no sólo en un espectáculo multimedia, sino en una vigilia pública frenética. Los curiosos llegaban desde todas direcciones. El espacio libre, en una plaza por lo general amplísima, se estaba convirtiendo por momentos en un privilegio. La gente se apretujaba alrededor de los visualizadores, y escuchaba los reportajes en directo en un estado de nerviosismo estupefacto.
A tan sólo cien metros de distancia, dentro de los gruesos muros de la basílica de San Pedro, reinaba la serenidad. El teniente Chartrand y tres guardias más avanzaban en la oscuridad. Provistos de sus gafas infrarrojas, se desplegaron en abanico por la nave, moviendo los detectores ante ellos. Hasta el momento, el peinado de las zonas de acceso público del Vaticano no había dado frutos.
—Será mejor quitarse las gafas aquí —dijo el guardia de mayor rango.
Chartrand ya lo estaba haciendo. Se estaban acercando al Nicho de los Palios, situado justo encima de la tumba de San Pedro en el centro de la basílica. Noventa y nueve lámparas de aceite iluminaban el nicho, y los infrarrojos amplificados habrían lastimado sus ojos.
A Chartrand le gustó deshacerse de las pesadas gafas, y estiró el cuello cuando descendieron para registrar la zona. La estancia era muy hermosa, dorada y resplandeciente. Nunca antes había estado en ella.
Desde que Chartrand había llegado al Vaticano, tenía la sensación de que cada día se enteraba de un misterio nuevo. Aquellas lámparas de aceite eran uno de ellos. Había noventa y nueve lámparas ardiendo siempre. Los sacristanes se encargaban de rellenar puntualmente las lámparas con óleos sagrados para que ninguna se apagara. Se decía que arderían hasta el fin de los tiempos.
O al menos hasta medianoche, pensó Chartrand, y sintió la boca seca de nuevo.
Chartrand dirigió su detector hacia las lámparas. No ocultaban nada. Tampoco le sorprendió. Según el vídeo, el contenedor estaba escondido en una zona a oscuras.
Cuando cruzó el nicho, llegó a una rejilla que cubría un agujero del suelo. El hueco conducía a una escalera angosta y empinada que descendía. Corrían rumores sobre lo que había en el fondo. Gracias a Dios, no tenían que bajar. Las órdenes de Rocher eran claras. Registren sólo las zonas de acceso público.
—¿Qué es ese olor? —preguntó al tiempo que se volvía. Un aroma dulzón impregnaba el nicho.
—Emanaciones de las lámparas —contestó un soldado.
Chartrand se quedó sorprendido.
—Huele más a colonia que a queroseno.
—No es queroseno. Como las lámparas están cerca del altar papal, el aceite con que arden es una mezcla especial: etanol, azúcar, butano y perfume.
—¿Butano?
Chartrand miró las lámparas con inquietud.
El guardia asintió.
—No derrame ninguna. Huelen de maravilla, pero el aceite quema como el infierno.
Los guardias habían terminado el registro del Nicho de los Palios y ya estaban en la planta principal de la basílica, cuando los walkie-talkies crepitaron.
Era una noticia de última hora. Los guardias escucharon sobrecogidos.
Al parecer, se habían producido novedades inquietantes que no podían comunicarse por sus transmisores, pero el camarlengo había decidido romper la tradición y entrar en el cónclave para dirigir la palabra a los cardenales. Nunca había sucedido algo semejante. Nunca, tampoco, razonó Chartrand, el Vaticano había estado sentado sobre lo que parecía ser una cabeza nuclear de última generación.
Chartrand se sintió más seguro cuando supo que el camarlengo se había hecho cargo de la situación. Ventresca era la persona del Vaticano por la que Chartrand sentía más respeto. Algunos guardias pensaban que el camarlengo era un beato, un fanático religioso cuyo amor por Dios bordeaba la obsesión, pero se mostraban de acuerdo en que, cuando tocara hacer frente a los enemigos de Dios, el camarlengo Ventresca sería la única persona que plantaría cara sin la menor vacilación.
Los Guardias Suizos habían visto con mucha frecuencia al camarlengo durante esta semana previa al cónclave, y todos habían comentado que el hombre parecía un poco fuera de sí, con la mirada un poco más intensa de lo habitual. No era sorprendente. No sólo era el responsable de planificar el cónclave, sino que se veía obligado a hacerlo al poco de perder a su mentor, el Papa.
Chartrand sólo llevaba unos meses en el Vaticano cuando le contaron la historia de la bomba que mató a la madre del camarlengo ante los propios ojos del niño. Una bomba en una iglesia… y ahora vuelve a pasar. Por desgracia, las autoridades no habían detenido a los bastardos que habían colocado la bomba.
Un par de meses antes, en el curso de una plácida tarde, Chartrand se había topado con el camarlengo. Este se dio cuenta de que era novato, y le invitó a dar un paseo con él. No habían hablado de nada en particular, pero el camarlengo consiguió que Chartrand se sintiera enseguida como en casa.
—Padre —dijo Chartrand—, ¿me permite una pregunta rara?
El camarlengo sonrió.
—Sólo sí puedo darle una respuesta rara.
Chartrand rio.
—He preguntado a todos los sacerdotes que conozco, y aún no lo entiendo.
—¿Qué le inquieta?
El camarlengo caminaba a grandes zancadas, y la sotana se agitaba ante él a cada paso. Sus zapatos de suela de caucho parecían muy apropiados, pensó Chartrand, como un símbolo de la esencia del hombre… moderno pero humilde, con señales de estar desgastados.
Chartrand respiró hondo.
—No entiendo lo de benévolo y omnipotente.
El camarlengo sonrió.
—Ha estado leyendo las Escrituras.
—Lo intento.
—Está confuso porque la Biblia describe a Dios como una deidad benévola y omnipotente.
—Exacto.
—Benévolo y omnipotente significa simplemente que Dios es todopoderoso y bienintencionado.
—Entiendo el concepto. Es que… parece que hay una contradicción.
—Sí. La contradicción es el dolor. Guerras, enfermedades, hambre…
—¡Exacto! —Chartrand sabía que el camarlengo le comprendería—. Ocurren cosas terribles en este mundo. La tragedia humana parece la prueba de que Dios no puede ser todopoderoso y bienintencionado al mismo tiempo. Si nos ama y cuenta con el poder de cambiar nuestra situación, podría ahorrarnos el dolor, ¿verdad?
El camarlengo frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir?
Chartrand se sintió inquieto. ¿Había sobrepasado sus límites? ¿Era uno de esos temas religiosos que no se debían sacar a colación?
—Bien… Si Dios nos ama, y puede protegernos, debería hacerlo. O es omnipotente e indiferente, o benévolo e incapaz de ayudarnos.
—¿Tiene hijos, teniente?
Chartrand se ruborizó.
—No, signore.
—Imagine que tuviera un hijo de ocho años… ¿Le querría?
—Por supuesto.
—¿Haría todo cuanto estuviera en su poder por evitarle el dolor durante toda su vida?
—Por supuesto.
—¿Le dejaría utilizar un monopatín?
Chartrand reaccionó un poco tarde. El camarlengo siempre parecía estar «al día», algo poco usual en un sacerdote.
—Supongo que sí —dijo Chartrand—. Claro, le dejaría utilizar el monopatín, pero le diría que fuera con cuidado.
—Como padre de ese niño, ¿le daría un buen consejo básico, para luego dejarle marchar y cometer sus propios errores?
—No correría tras él y le mimaría, si se refiere a eso.
—Pero ¿y si se cayera y se pelara la rodilla?
—Aprendería a ser más prudente.
El camarlengo sonrió.
—Por lo tanto, aunque poseyera el poder de intervenir e impedir el dolor de su hijo, preferiría demostrarle su amor dejando que aprendiera por sí mismo, ¿verdad?
—Por supuesto. El dolor es algo inherente a la madurez. Así aprendemos.
El camarlengo asintió.
—Exacto.