Incluso con la sirena fijada en el techo y sonando a todo volumen, daba la impresión de que el Alfa Romeo de Olivetti cruzaba desapercibido el puente que conducía a la Roma antigua. Todo el tráfico se movía en dirección contraria, hacia el Vaticano, como si la Santa Sede se hubiera convertido en la atracción que no había que perderse en Roma.
Langdon iba sentado en el asiento de atrás, con la mente asediada por interrogantes. Se preguntaba si esta vez capturarían al asesino, si les confesaría lo que necesitaban saber, si ya era demasiado tarde. ¿Cuánto tiempo tardaría el camarlengo en advertir a la muchedumbre congregada en la plaza de San Pedro de que corría peligro? El incidente de la cámara de los Archivos todavía le atormentaba. Una equivocación.
Olivetti no pisó ni un momento el freno mientras conducía el Alfa Romeo en dirección a la iglesia de Santa Maria della Vittoria. Langdon sabía que, en cualquier otro momento, los nudillos se le habrían puesto blancos. En este momento, sin embargo, se sentía anestesiado. Sólo los pinchazos de la mano le recordaban dónde estaba.
La sirena aullaba. No hay nada como avisarle de que ya llegamos, pensó Langdon. No obstante, estaban ganando tiempo a marchas forzadas. No le cabía duda de que Olivetti desconectaría la sirena cuando se acercaran.
Ahora que gozaba de un momento para reflexionar, Langdon experimentó una punzada de asombro cuando su mente asimiló por fin la noticia del asesinato del Papa. La idea era inconcebible, pero parecía lógica. La infiltración siempre había constituido la base del poder de los Illuminati, reordenamientos del poder desde dentro. Tampoco se trataba de que nunca hubieran asesinado a un Papa. Corrían incontables rumores de traición, aunque sin autopsia, no se podían confirmar. Hasta fecha reciente. No hacía mucho que los estudiosos habían recibido permiso para analizar con rayos X la tumba del papa Celestino V, que al parecer había muerto a manos de su ansioso sucesor, Bonifacio VIII. Los investigadores confiaban en que los rayos X sacarían a la luz algún indicio revelador, como un hueso roto. Por increíble que pareciera, los rayos X habían descubierto un clavo de veinticinco centímetros hundido en el cráneo del Papa.
Langdon recordó ahora una serie de recortes de prensa que admiradores de los Illuminati le habían enviado años antes. Al principio, había pensado que eran ficticios, de modo que fue a consultar la colección de microfichas de Harvard para confirmar que los artículos eran auténticos. Y descubrió con estupor que lo eran. Los guardaba en su tablón de anuncios como ejemplo de cómo hasta los grupos periodísticos más respetables se dejaban arrastrar en ocasiones por la paranoia de los Illuminati. De repente, las sospechas de los medios de comunicación se le antojaron menos paranoicas. Langdon repasó mentalmente los artículos…
THE BRITISH BROADCASTING CORPORATION
14 de junio de 1998
El papa Juan Pablo I, que murió en 1978, fue víctima de una conspiración de la logia masónica P2… La sociedad secreta P2 decidió asesinar a Juan Pablo I cuando supo que estaba decidido a destituir al arzobispo norteamericano Paul Marcinkus como presidente de la Banca Vaticana. El banco se había visto implicado en dudosos tratos financieros con la logia masónica…
THE NEW YORK TIMES
24 de agosto de 1998
¿Por qué el fallecido Juan Pablo I llevaba su camisa de día en la cama? ¿Por qué estaba desgarrada? Las preguntas no se paran ahí. No se llevó a cabo un reconocimiento médico. El cardenal Villot prohibió la autopsia basándose en que ningún Papa había sido sometido a tamaña afrenta. Además, las medicinas de Juan Pablo I desaparecieron misteriosamente de su mesita de noche, al igual que sus gafas, zapatillas, últimas voluntades y testamento.
LONDON DAILY MAIL
27 de agosto de 1998
… un complot en el que estaba implicada una logia masónica poderosa, implacable e ilegal, cuyos tentáculos llegaban hasta el Vaticano.
Sonó el móvil de Vittoria, lo cual borró misericordiosamente los recuerdos de Langdon.
Vittoria contestó, sin saber quién podía ser. Incluso desde lejos, Langdon reconoció la voz que sonaba en el teléfono, afilada como un láser.
—¿Vittoria? Soy Maximilian Kohler. ¿Ya has encontrado la antimateria?
—¿Se encuentra bien, Max?
—He visto las noticias. No hablaron del CERN ni de la antimateria. Me alegro. ¿Qué está pasando?
—Todavía no hemos localizado el contenedor. La situación es complicada. Robert Langdon nos está siendo de mucha ayuda. Tenemos una pista para detener al hombre que está asesinando a los cardenales. En este momento, nos dirigimos…
—Señorita Vetra —interrumpió Olivetti—, ya ha hablado bastante.
La joven tapó el auricular, muy irritada.
—Comandante, es el director del CERN. Tiene derecho a…
—Tiene derecho a estar aquí, tomando el control de la situación —replicó Olivetti—. Usted está hablando por una línea abierta. Ya ha hablado bastante.
Vittoria respiró hondo.
—¿Max?
—Tengo cierta información para ti —dijo Max—. Sobre tu padre… Tal vez sepa a quién habló de la antimateria.
El rostro de Vittoria se nubló.
—Mi padre me dijo que a nadie, Max.
—Temo, Vittoria, que tu padre sí se lo dijo a alguien. He de consultar algunos informes de seguridad. Volveré a llamarte pronto.
La línea enmudeció.
Vittoria devolvió el teléfono a su bolsillo, pálida como la cera.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Langdon.
La joven asintió, pero sus dedos temblorosos no pudieron ocultar la mentira.
—La iglesia está en la Piazza Barberini —dijo Olivetti al tiempo que desconectaba la sirena y consultaba su reloj—. Tenemos nueve minutos.
Cuando Langdon había averiguado la localización del tercer indicador, el emplazamiento de la iglesia había despertado ecos en su mente. Piazza Barberini. El nombre le resultaba familiar, pero no podía identificarlo. Ahora, se dio cuenta de qué era. La plaza albergaba una parada de metro controvertida. Veinte años antes, la construcción de la terminal de metro había provocado la inquietud de los historiadores de arte, temerosos de que excavar bajo la Piazza Barberini podría provocar el derrumbe del obelisco que se alzaba en el centro, y que pesaba varias toneladas. Los planificadores municipales habían trasladado el obelisco, al que habían sustituido por una pequeña fuente llamada del Tritón.
¡En tiempos de Bernini, recordó Langdon, la Piazza Barberini había albergado un obelisco! Las dudas de Langdon sobre el emplazamiento del tercer indicador se habían disipado por completo.
A una manzana de la plaza, Olivetti se desvió por un callejón y frenó al llegar a la mitad. Se quitó la chaqueta del traje, se arremangó y cargó su pistola.
—No podemos correr el riesgo de que nos reconozcan —dijo—. Ustedes dos salieron en la televisión. Quiero que crucen la plaza, con discreción y vigilen la entrada principal. Yo iré por detrás. —Extrajo una pistola conocida y la entregó a Langdon—. Por si acaso.
Langdon frunció el ceño. Era la segunda vez en el mismo día que le daban la pistola. La deslizó en el bolsillo del pecho. Entonces, se dio cuenta de que aún llevaba encima el folio del Diagramma. No podía creer que se hubiera olvidado de dejarlo en la bóveda. Imaginó al conservador del Vaticano presa de espasmos de indignación, sólo de pensar que aquel precioso papel había viajado por Roma como el plano de un turista. Después, Langdon pensó en el caos de cristales rotos y documentos diseminados que había dejado en los Archivos. El conservador tenía otros problemas. Si es que los Archivos sobreviven a esta noche…
Olivetti bajó del coche e indicó el callejón.
—La plaza está por ahí. Mantengan los ojos abiertos y no se dejen ver. —Dio unas palmaditas sobre el teléfono que llevaba al cinto—. Señorita Vetra, comprobemos que tenemos los respectivos números en memoria.
Vittoria sacó el móvil y tecleó el número que Olivetti y ella habían programado en el Panteón. El teléfono del comandante vibró en su cinturón.
Olivetti asintió.
—Bien. Si ven algo, quiero saberlo. —Amartilló el arma—. Les esperaré dentro. Ese monstruo es mío.
En aquel momento, muy cerca, otro móvil sonó. El hassassin contestó.
—Hable.
—Soy yo, Jano —dijo la voz.
El hassassin sonrió.
—Hola, maestro.
—Es posible que hayan averiguado dónde está. Alguien se dirige a detenerle.
—Llegan tarde. Ya he tomado mis medidas.
—Bien. Procure escapar con vida. Aún queda trabajo por hacer.
—Los que se interpongan en mi camino morirán.
—Los que se interponen en su camino son inteligentes.
—¿Habla del estudioso norteamericano?
—¿Le conoce?
El hassassin lanzó una risita.
—Frío pero ingenuo. Antes habló conmigo por teléfono. Va con una mujer que parece justo lo contrarío.
El asesino tuvo una erección cuando recordó el ardiente temperamento de la hija de Leonardo Vetra.
Se hizo un breve silencio en la línea, la primera vacilación que el hassassin intuía en el maestro de los Illuminati. Por fin, Jano habló:
—Elimínelos, en caso necesario.
El asesino sonrió.
—Délo por hecho.
Sintió que una cálida impaciencia se extendía por su cuerpo. Aunque tal vez me quede a la mujer como premio.