Oscuridad absoluta. Silencio total.
Los Archivos Secretos habían quedado sumidos en una negrura insondable.
El miedo, comprendió Langdon, era un excelente acicate. Falto de aliento, avanzó en la oscuridad hacia la puerta giratoria. Localizó el botón de la pared y lo aplastó con la palma. No pasó nada. Probó de nuevo. La puerta no se movía.
Gritó, pero su voz salió estrangulada. Tomó conciencia del peligro de la situación. Sus pulmones pugnaban por absorber oxígeno, mientras la adrenalina aceleraba su corazón. Tenía la impresión de que le acababan de asestar un puñetazo en el estómago.
Cuando arrojó su peso contra la puerta, pensó por un instante que ésta empezaba a girar. Empujó de nuevo, y vio estrellas. Se dio cuenta de que toda la cámara estaba girando, pero la puerta no. Langdon se tambaleó, tropezó con la base de una escalerilla rodante y cayó al suelo. Se golpeó la rodilla con el canto de una estantería. Maldijo, se levantó y buscó a tientas la escalerilla.
La encontró. Había confiado en que sería de madera pesada o hierro, pero era de aluminio. Agarró la escalerilla y la sujetó como un ariete. Después corrió hacia la pared de cristal. Estaba más cerca de lo que pensaba. La escalerilla rebotó. A juzgar por el tenue sonido de la colisión, Langdon comprendió que iba a necesitar algo mucho más duro que el aluminio para romper el cristal.
Cuando buscó la semiautomática, sus esperanzas resurgieron, para desvanecerse al instante. Ya no estaba en posesión del arma. Olivetti la había recuperado en el despacho del Papa, aduciendo que no quería armas cargadas en presencia del camarlengo. En aquel momento, le había parecido lógico.
Langdon volvió a gritar, pero esta vez con menos fuerza.
A continuación, recordó el walkie-talkie que el guardia había dejado en la mesa situada ante la cámara. ¿Por qué demonios no lo he traído? Cuando empezó a ver estrellas de color púrpura, se obligó a pensar. Ya has estado atrapado antes, se dijo. Te has salvado de cosas peores. Eras un crío y utilizaste la imaginación. La oscuridad era aplastante. ¡Piensa!
Langdon se tendió de espaldas en el suelo y apoyó las manos en los costados. El primer paso era recuperar el control.
Relájate. Ahorra energías.
Como ya no luchaba contra la gravedad para bombear sangre, el corazón empezó a aminorar su ritmo. Era un truco que los nadadores utilizaban a menudo para reoxigenar su sangre entre eliminatorias muy seguidas.
Aquí hay mucho aire, se dijo. Muchísimo. Piensa. Aguardó, casi con la esperanza de que las luces se encenderían en cualquier momento. No fue así. Tendido en el suelo, respirando mejor, se apoderó de él una siniestra resignación. Se sentía en paz. Luchó contra esa sensación.
¡Muévete, maldita sea! Pero hacia dónde…
En la carátula del reloj de Langdon, Mickey Mouse brillaba, como si la oscuridad le alegrara. Las nueve y treinta y tres minutos de la noche. Quedaba media hora para Fuego. Langdon pensó que parecía mucho más tarde. Su mente, en lugar de elaborar un plan de escape, exigía de repente una explicación. ¿Quién cortó la electricidad? ¿Estaba Rocher ampliando su registro? ¿No ha advertido Olivetti a Rocher de que yo estaba aquí? Langdon sabía que, en este momento, todo eso daba igual.
Abrió la boca y echó hacia atrás la cabeza. Inhaló la bocanada de aire más profunda que pudo. Cada aspiración dolía menos que la anterior. Su cabeza se despejó. Obligó a su mente a ponerse las pilas.
Paredes de cristal, se dijo. Pero de un cristal muy grueso.
Se preguntó si guardaban algún libro en archivadores de acero a prueba de incendios. Langdon había observado esa precaución en alguna biblioteca, pero en ésta no. Además, localizar uno a oscuras podía consumir un tiempo excesivo. Tampoco podría levantarlo, teniendo en cuenta su estado actual.
¿Y la mesa de examen? Langdon sabía que esta cámara, como la otra, tenía una mesa de examen en el centro de las estanterías. ¿Y qué? Sabía que no podría levantarla. Y aunque fuera capaz de arrastrarla, no llegaría muy lejos. Las estanterías estaban muy juntas, y los pasillos que las separaban eran demasiado estrechos.
Los pasillos eran demasiado estrechos…
De pronto, Langdon tuvo la solución.
Con renovada confianza, se puso en pie, aunque con excesiva rapidez. Buscó un apoyo en la oscuridad. Su mano encontró una estantería. Esperó un momento y se obligó a ahorrar energías. Necesitaría todas sus fuerzas para poner el plan en práctica.
Se apoyó contra la estantería, plantó los pies en el suelo y empujó. Si pudiera inclinar el estante. Pero apenas se movió. Empujó de nuevo. Sus pies resbalaron hacia atrás en el suelo. La estantería crujió, pero no se movió.
Necesitaba hacer palanca.
Encontró la pared de cristal y posó una mano sobre ella, para guiarse mientras corría hacia el otro extremo de la cámara. La pared de atrás se materializó de repente, se estrelló contra ella con el hombro por delante. Maldijo, dio la vuelta al estante y aferró la estantería a la altura de los ojos. Después, apoyando una pierna en el cristal que tenía detrás y otra en los estantes inferiores, empezó a trepar. Los libros cayeron a su alrededor, aleteando en la oscuridad. No le importó. Hacía tiempo que el instinto de supervivencia había arrinconado al decoro archivero. Notó que la oscuridad absoluta perjudicaba su sentido del equilibro, y cerró los ojos, para obligar al cerebro a pasar por alto los estímulos visuales. Se movió con más celeridad. El aire parecía más enrarecido a medida que trepaba. Después, como un escalador que conquistara una pared rocosa, Langdon aferró el último estante. Estiró las piernas hacia atrás y subió los pies por la pared de cristal, hasta quedar casi horizontal.
Ahora o nunca, Robert, le urgió una voz.
Con un esfuerzo agotador, plantó los pies en la pared de atrás, ejerció fuerza con brazos y pecho sobre la estantería y empujó. No sucedió nada.
Volvió a intentarlo, estirando las piernas. La estantería se movió apenas. Empujó una vez más, y la estantería osciló hacia adelante unos centímetros, y luego hacia atrás. Langdon aprovechó el movimiento, inhaló lo que se le antojó aire carente de oxígeno y empujó otra vez. El estante se meció más.
Como un columpio, se dijo. Mantén el ritmo. Un poco más.
Langdon hizo oscilar el estante, y sus piernas se extendieron más a cada empujón. Los cuadríceps le ardían, pero soportó el dolor. El péndulo se movía. Tres empujones más, se animó.
Sólo necesitó dos.
Hubo un instante de incertidumbre. Después, con un estruendo de libros que resbalaban de los estantes, Langdon y la estantería se inclinaron hacia adelante.
A mitad de camino del suelo, la estantería golpeó la estantería contigua. Langdon aguantó, echó su peso hacia adelante y provocó que la segunda estantería oscilara. Tras un momento de pánico, y con un crujido debido al peso, la segunda estantería empezó a inclinarse. Langdon cayó de nuevo.
Como fichas de dominó enormes, las estanterías empezaron a derrumbarse una tras otra. Metal sobre metal, libros lloviendo por todas partes. Langdon se sujetó cuando su estantería osciló hacia atrás. Se preguntó cuántas estanterías habría en total. ¿Cuánto pesarían? El cristal del fondo era grueso…
La estantería de Langdon casi se encontraba en posición horizontal cuando oyó lo que estaba esperando: un tipo diferente de colisión. Al final de la cámara. El impacto penetrante del metal contra el cristal. La cámara se estremeció, y Langdon comprendió que la última estantería, empujada por las demás, había golpeado el cristal con violencia. El sonido que siguió fue el más ominoso que Langdon había oído en su vida.
Silencio.
No se oyó ningún estallido de cristal, sólo el golpe sordo de la pared que aguantaba el peso de las estanterías apoyadas contra ella. Langdon estaba tumbado, con los ojos abiertos, sobre los montones de libros. Se oyó un crujido. Habría contenido el aliento para escuchar, pero ya no le quedaba aire en los pulmones.
Un segundo. Dos…
Luego, casi a punto de perder la conciencia, oyó que algo cedía… Era el sonido producido por múltiples grietas que se abrían en el cristal. De pronto, como un cañón, el cristal estalló. La estantería sobre la que estaba echado Langdon cayó al suelo.
Como lluvia en el desierto, fragmentos de cristal llovieron en la oscuridad. El aire penetró con un gigantesco siseo.
Medio minuto después, en la Sagrada Gruta Vaticana, Vittoria se hallaba delante de un cadáver cuando el crepitar de un walkie-talkie rompió el silencio. La voz que sonó estaba falta de aliento.
—¡Soy Robert Langdon! ¿Alguien me oye?
Vittoria alzó la vista. ¡Robert! No podía creer cuánto deseaba su presencia.
Los guardias intercambiaron una mirada de perplejidad. Uno se desenganchó la radio del cinturón.
—¿Señor Langdon? Está hablando por el canal tres. El comandante esperaba recibirle por el canal uno.
—¡Sé que tiene el canal uno, maldita sea! No quiero hablar con él. Quiero hablar con el camarlengo Ventresca. ¡Ya! Que alguien vaya a buscarle.
En la oscuridad de los Archivos Secretos, Langdon se erguía entre cristales astillados, casi sin aliento. Notó que un líquido tibio le corría por la mano izquierda, y supo que estaba sangrando. Escuchó la voz del camarlengo al instante, lo cual sorprendió a Langdon.
—Soy el camarlengo Ventresca. ¿Qué sucede?
Langdon oprimió el botón, con el corazón todavía acelerado.
—¡Creo que alguien ha intentado asesinarme!
Se hizo el silencio al otro lado de la línea.
Langdon procuró serenarse.
—También sé dónde se producirá el siguiente asesinato. La voz que contestó no fue la del camarlengo. Fue la del comandante Olivetti.
—No diga ni una palabra más, señor Langdon.