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La Sagrada Gruta Vaticana se halla en el subsuelo de la basílica de San Pedro. Es el lugar donde son enterrados los papas.

Vittoria llegó al final de la escalera de caracol y entró en la gruta. El sombrío recinto le recordó el Large Hadron Collider del CERN, negro y frío. Iluminado tan sólo por las linternas de los Guardias Suizos, transmitía una sensación siniestra. A ambos lados, los nichos se alineaban contra los muros. En el interior de los nichos, cuando las luces de las linternas alcanzaban a iluminarlos, se silueteaban las sombras voluminosas de sarcófagos.

Un escalofrío recorrió su piel. Es el frío, se dijo, a sabiendas de que sólo era verdad en parte. Tenía la sensación de que los estaban vigilando, pero no alguien de carne y hueso, sino espectros en la oscuridad. Sobre cada tumba yacían reproducciones de tamaño natural del Papa enterrado, con toda la vestimenta ceremonial, los brazos cruzados sobre el pecho. Daba la impresión de que los cuerpos yacentes surgieran de los sarcófagos, ejerciendo presión sobre las tapas de mármol como si intentaran escapar de sus ataduras mortales. La procesión continuó a la luz de las linternas, y en la cripta las siluetas papales se alzaban contra las paredes, se estiraban y desaparecían en una danza macabra.

El grupo caminaba en silencio, pero Vittoria ignoraba si era por respeto o por aprensión. Supuso que por ambas cosas. El camarlengo Ventresca andaba con los ojos cerrados, como si conociera cada paso de memoria. Vittoria sospechaba que había recorrido muchas veces la cripta desde la muerte del Papa, tal vez para rogar ante su tumba que le guiara.

Trabajé bajo la tutela del cardenal muchos años, había dicho el camarlengo. Era como un padre para mí. Vittoria recordó que había pronunciado aquellas palabras en referencia al cardenal que le había «salvado» del ejército. Ahora, sin embargo, ella comprendía el resto de la historia. Aquel mismo cardenal que brindó su protección al futuro camarlengo, había sido elevado más tarde al papado, y entonces llamó a su joven protegido para que le sirviera como camarlengo.

Eso explica muchas cosas, pensó Vittoria. Siempre había sido capaz de percibir las emociones íntimas de los demás, y algo acerca del camarlengo la había estado atormentando durante todo el día. Desde que le había conocido, había intuido una angustia más espiritual e íntima que la provocada por la espantosa crisis a la que se enfrentaba. Bajo su piadosa calma, veía a un hombre atormentado por demonios personales. Ahora sabía que había estado en lo cierto. No sólo se encontraba afrontando la amenaza más devastadora de la historia del Vaticano, sino que lo estaba haciendo sin su mentor y amigo… Volaba en solitario.

Los guardias aminoraron el paso, como si no supieran dónde yacía el cadáver del Papa más reciente. El camarlengo continuó con paso seguro y se detuvo ante un sarcófago de mármol que parecía más reluciente que los demás. Sobre él había una figura yacente de su benefactor. Cuando Vittoria reconoció la cara del difunto Papa por haberle visto en la televisión, sintió una punzada de miedo. ¿Qué vamos a hacer?

—Sé que no tenemos mucho tiempo —dijo el camarlengo—, pero les pido que recemos un momento.

Los Guardias Suizos inclinaron la cabeza. Vittoria los imitó, mientras su corazón atronaba en el silencio. El camarlengo se arrodilló ante el sarcófago y rezó en italiano. Cuando Vittoria escuchó las palabras, un dolor inesperado la asaltó, convertido en lágrimas, lágrimas por su propio mentor, su santo padre particular. Las palabras del camarlengo parecían tan apropiadas para el padre de Vittoria como para el Papa.

Padre supremo, consejero, amigo. —La voz del camarlengo resonó en el pasillo—. Me dijiste cuando era joven que la voz de mi corazón era la de Dios. Me dijiste que debía seguirla, sin importarme a qué lugares dolorosos me guiara. Oigo esa voz ahora, y me pide tareas imposibles. Dame fuerzas. Concédeme la capacidad de perdonar. Lo que hago… lo hago en nombre de todo aquello en que tú crees. Amén.

—Amén —susurraron los guardias.

Amén, padre. Vittoria se secó los ojos.

El camarlengo Ventresca se levantó poco a poco y se alejó del sarcófago.

—Aparten la tapa.

Los Guardias Suizos vacilaron.

—Signore —dijo uno—, la ley nos pone a sus órdenes. —Hizo una pausa—. Haremos lo que diga…

El camarlengo debió de leer en la mente del joven.

—Algún día, les pediré perdón por ponerles en esta situación. Hoy les pido su obediencia. Las leyes del Vaticano se establecieron para proteger esta Iglesia. Les pido que las quebranten ahora en nombre de ese mismo espíritu.

Se hizo un momento de silencio, y luego el guardia que estaba al mando dio la orden. Los tres hombres dejaron las linternas en el suelo, y sus sombras se proyectaron en las paredes. Iluminados desde abajo, los guardias avanzaron hacia la tumba. Sujetaron la losa de mármol que cubría el sarcófago, plantaron los pies con firmeza en el suelo y se prepararon para empujar. A una señal, todos se pusieron en acción. La pesada losa no se movió, y Vittoria casi deseó que los hombres no lograran apartarla. De pronto, tuvo miedo de lo que podían encontrar dentro.

Los hombres redoblaron sus esfuerzos, pero la losa no se movió.

Ancora —dijo el camarlengo, al tiempo que se arremangaba para ayudar a los guardias—. Ora!

Todo el mundo empujó.

Vittoria estaba a punto de ofrecer su ayuda, pero en aquel momento, la losa empezó a moverse. Los hombres volvieron a empujar, y con un chirrido casi primigenio de piedra sobre piedra, lograron girar la tapa, con la cabeza tallada del Papa hacia el interior del nicho y los pies proyectados hacia el pasillo.

Todo el mundo retrocedió.

Un guardia, vacilante, se agachó y recuperó la linterna. Después, la dirigió hacia el sarcófago. Dio la impresión de que el rayo de luz temblaba un momento, y después el guardia sujetó con firmeza la linterna. Los demás guardias se fueron acercando de uno en uno. Incluso en la oscuridad, Vittoria intuyó que retrocedían. Todos se persignaron.

El camarlengo se estremeció cuando miró el interior del sarcófago, y sus hombros se hundieron como bajo un peso tremendo. Permaneció inmóvil un largo momento, antes de dar media vuelta.

Vittoria temía que el rigor mortis se hubiera apoderado de la boca del cadáver, y que se viera obligada a sugerir que le rompieran la mandíbula para ver la lengua. Ahora, comprobó que no era necesario. Las mejillas se habían hundido, y el Papa tenía la boca entreabierta.

Su lengua era negra como la muerte.