Luces tenues iluminaban el interior de la cámara de los Archivos. Era mucho más pequeña que la anterior en que Langdon había estado. Menos aire. Menos tiempo. Ojalá hubiera pedido a Olivetti que conectara el sistema de regeneración del aire.
Langdon localizó enseguida la sección de bienes que albergaba los libros mayores de Belle Arti. Era imposible pasar por alto la sección. Ocupaba casi ocho estanterías completas. La Iglesia católica era la propietaria de millones de obras en todo el mundo.
Langdon estudió los estantes en busca de Gianlorenzo Bernini. Empezó la búsqueda por el centro de la primera estantería, en el punto donde había pensado que empezaría la B. Al cabo de un momento de pánico, temeroso de que el libro mayor faltara, se dio cuenta con abatimiento de que los libros no estaban ordenados alfabéticamente. ¿Por qué no me sorprende?
No fue hasta que volvió al principio de la colección y subió por una escalerilla hasta el último estante, cuando comprendió la organización de la cámara. Guardando precario equilibrio encontró el libro más grueso de todos, el que pertenecía a los maestros del Renacimiento: Miguel Ángel, Rafael, Da Vinci, Botticelli. Langdon reparó en que, muy apropiadamente para una cámara llamada «Bienes del Vaticano», los libros estaban ordenados por el valor monetario global de la colección de cada artista. Emparedado entre Rafael y Miguel Ángel, encontró el libro de Bernini. Medía más de doce centímetros de grosor.
Casi sin aliento, estorbado por el grueso volumen, Langdon bajó la escalerilla. Después, como un niño con un cómic, se sentó en el suelo y abrió el volumen.
El libro estaba encuadernado en tela y pesaba mucho. Estaba escrito a mano en italiano. Cada página catalogaba una sola obra, incluyendo una breve descripción, fecha, localidad, costo de los materiales, y a veces un tosco esbozo de la pieza. Langdon pasó las páginas, más de ochocientas en total. Bernini había sido un hombre fecundo.
Cuando estudiaba arte, Langdon se había preguntado cómo era posible que determinados artistas hubieran creado tantas obras durante su vida. Más tarde averiguó, para su decepción, que los artistas famosos eran autores de muy pocas obras propias. Tenían estudios donde jóvenes discípulos ejecutaban sus diseños. Escultores como Bernini creaban miniaturas en arcilla y contrataban a otros para que esculpieran las obras en mármol. Langdon sabía que si hubieran exigido a Bernini completar todos sus encargos en persona hoy aún estaría trabajando.
—Índice —dijo en voz alta, mientras intentaba poner orden en sus pensamientos. Volvió al principio del libro, con la intención de buscar en la letra «F» los títulos que contuvieran la palabra fuòco, pero las efes no estaban juntas. Maldijo por lo bajo. ¿Qué tiene esta gente en contra del orden alfabético?
Por lo visto, habían consignado las obras en orden cronológico, a medida que Bernini iba creando nuevas. Todo estaba anotado por la fecha. No le resultó de ninguna ayuda.
Mientras Langdon estudiaba la lista, se le ocurrió otro pensamiento descorazonador. Cabía la posibilidad de que el título de la escultura que buscaba ni siquiera contuviera la palabra fuego. Las dos obras anteriores (Habakkuk y el Ángel y West Ponente) no habían contenido referencias específicas a Tierra o Aire.
Dedicó uno o dos minutos a mirar páginas al azar, con la esperanza de encontrar alguna ilustración reveladora, pero no hubo suerte. Vio docenas de obras misteriosas de las que no había oído hablar, pero también vio muchas que reconoció… Daniel y el león, Apolo y Dafne, así como media docena de fuentes. Cuando vio las fuentes, sus pensamientos dieron un salto hacia adelante. Agua. Se preguntó si el cuarto altar de la ciencia era una fuente. Parecía un tributo perfecto al agua. Langdon confió en poder capturar al asesino antes de que tuviera que pensar en Agua. Bernini había esculpido docenas de fuentes en Roma, la mayoría delante de iglesias.
Langdon reanudó la tarea. Fuego. Mientras miraba el libro, las palabras de Vittoria le alentaron. Conocías las dos primeras esculturas… Es probable que también conozcas ésta. Volvió al índice y buscó títulos que conociera. Algunos le sonaban, pero ninguno le inspiró. Langdon comprendió que no terminaría la búsqueda antes de perder el conocimiento, de modo que decidió sacar el libro de la cámara. No es más que un libro mayor, se dijo. No es como sacar el folio original de Galileo. Langdon recordó el folio guardado en su bolsillo, y que debía devolverlo a su sitio antes de marcharse.
Se dispuso a levantar el volumen, pero algo le obligó a detenerse. Si bien había numerosas anotaciones en todo el índice, la que había llamado su atención parecía extraña.
La nota indicaba que la famosa escultura de Bernini El éxtasis de santa Teresa había sido trasladada de su primer emplazamiento en el Vaticano, poco después de ser descubierta. La nota en sí no fue lo que atrajo la curiosidad de Langdon. Estaba familiarizado con la historia de la escultura. Aunque algunos la consideraban una obra maestra, el papa Urbano VIII había rechazado El éxtasis de santa Teresa porque era demasiado explícita sexualmente para el Vaticano. La había exiliado a alguna oscura capilla del otro lado de la ciudad. Lo que había visto Langdon era que la obra, en teoría, había sido desplazada a una de las cinco iglesias de la lista. Más aún, la nota indicaba que había sido trasladada a dicho lugar per suggerimento del artista.
¿Por sugerencia del artista? Langdon estaba confuso. Era absurdo que Bernini hubiera sugerido que ocultaran su obra maestra en algún oscuro lugar. Todos los artistas deseaban que su obra fuera exhibida en lugares conocidos…
Langdon vaciló. A menos que…
Le daba miedo hasta acariciar la idea. ¿Era posible? ¿Había creado a propósito Bernini una obra tan explícita, para que el Vaticano se viera obligado a esconderla de la vista pública? ¿En un lugar que el propio Bernini habría sugerido? ¿Tal vez una iglesia alejada, en línea recta con el aliento del Poniente?
A medida que aumentaba el nerviosismo de Langdon, su vago conocimiento de la obra le recordó con insistencia que la escultura no tenía nada que ver con el fuego. La escultura, como cualquiera que la hubiera visto podía atestiguar, no tenía nada de científica. Tal vez pornográfica, pero científica no. Un crítico inglés había condenado en una ocasión El éxtasis de santa Teresa como «el ornamento menos indicado para adornar una iglesia católica». Langdon comprendía la controversia. Aunque se trataba de una obra maestra, la estatua plasmaba a Santa Teresa tumbada de espaldas, a punto de gozar de un orgasmo brutal. Muy poco adecuado para el Vaticano.
Langdon buscó a toda prisa la descripción de la obra. Cuando vio el esbozo, experimentó un instantáneo e inesperado hormigueo de esperanza. En el boceto, daba la impresión de que Santa Teresa se lo estaba pasando en grande, pero había otra figura en la estatua que Langdon había olvidado.
Un ángel.
De pronto, recordó la sórdida leyenda…
Santa Teresa fue una monja santificada después de afirmar que un ángel la había visitado en sueños. Más tarde, los críticos decidieron que su encuentro debía de haber sido más sexual que espiritual. Garabateado a pie de página, Langdon vio una cita conocida. Las propias palabras de Santa Teresa dejaban poco a la imaginación:
… su gran lanza dorada… henchida de fuego… me penetró varias veces… hasta mis entrañas… una dulzura tan extrema que nadie habría podido desear que se detuviera.
Langdon sonrió. Si eso no es una metáfora de un buen coito, no sé qué es. También sonrió debido a la descripción de la obra que aparecía en el libro mayor. Aunque el párrafo estaba en italiano, la palabra fuoco aparecía media docena de veces:
… la lanza del ángel acabada en una punta de fuego…
… la cabeza del ángel emanaba rayos de fuego…
… mujer inflamada por el fuego de la pasión…
Langdon no se convenció del todo hasta que volvió a mirar el boceto. La lanza de fuego del ángel estaba levantada como un faro, señalando el camino. Que ángeles guíen tu búsqueda. Hasta el tipo de ángel elegido por Bernini parecía significativo. Es un serafín, observó Langdon. Serafín significa literalmente «el ardiente».
Robert Langdon no era un hombre que hubiera buscado nunca confirmación en las alturas, pero cuando leyó el nombre de la iglesia donde se hallaba ahora la estatua, decidió que tal vez acabaría siendo creyente.
Santa Maria della Vittoria.
Vittoria, pensó, y sonrió. Perfecto.
Se puso en pie, y sintió un leve mareo. Echó un vistazo a la escalerilla, y se preguntó si debía devolver el libro a su sitio. Y un cuerno, pensó. Que lo haga el padre ]aqui. Cerró el libro y lo dejó al fondo del estante.
Cuando se encaminó hacia el botón brillante de la salida electrónica de la cámara, le costaba respirar. Sin embargo, se sentía rejuvenecido por su buena suerte.
Su buena suerte, no obstante, se esfumó antes de que llegara a la salida.
De pronto, la cámara exhaló un suspiro apenado. Las luces se apagaron, así como el botón de la salida. Después, como una gigantesca bestia al expirar, el complejo de los Archivos quedó sumido en una negrura total. Alguien acababa de cortar la luz.