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Las linternas no podían competir con la densa negrura de la basílica de San Pedro. El vacío de la inmensa bóveda era profundo como una noche sin estrellas, y Vittoria experimentó la sensación de que un mar desolado la rodeaba. Procuraba no alejarse mucho del camarlengo y los Guardias Suizos. En lo alto, una paloma zureó y se alejó volando. Como si intuyera su inquietud, el camarlengo se rezagó y apoyó una mano sobre su hombro. El tacto le transmitió una energía tangible, como si el hombre le estuviera infundiendo por arte de magia la calma que ella necesitaba para cumplir su cometido.

¿Qué vamos a hacer?, pensó ella. ¡Esto es una locura! No obstante, Vittoria sabía, pese a la impiedad y el horror inevitables, que la tarea era ineludible. Las graves decisiones que afrontaba el camarlengo exigían información… información enterrada en un sarcófago de la Sagrada Gruta Vaticana. Se preguntó qué encontrarían. ¿Habían asesinado los Illuminati al Papa? ¿Llegaba tan lejos su poder? ¿Voy a ser testigo de la primera autopsia a un Papa?

Vittoria consideraba irónico que sintiera más aprensión en esta iglesia a oscuras que nadando de noche entre barracudas. La naturaleza era su refugio. Comprendía la naturaleza, pero las cuestiones del hombre y el espíritu la desconcertaban. Las imágenes de peces asesinos que se juntaban en la oscuridad conjuraron imágenes de la prensa congregada en el exterior. Las tomas de cadáveres marcados le habían recordado el cadáver de su padre… y la risa áspera del asesino. El asesino estaba cerca. Vittoria sintió que la ira ahogaba su miedo.

Cuando dejaron atrás una columna, de mayor circunferencia que cualquier secuoya que pudiera imaginar, Vittoria vio una luz anaranjada delante. La luz parecía surgir de debajo del suelo, en el centro de la basílica. Cuando se acercaron más, comprendió lo que estaba viendo. Era el famoso santuario hundido bajo el altar principal, suntuosa cámara subterránea que albergaba las reliquias más sagradas del Vaticano. Al llegar a la altura de la verja que rodeaba el hueco, Vittoria vio el cofre dorado rodeado de lámparas de aceite encendidas.

—¿Los huesos de San Pedro? —preguntó, aunque sabía muy bien la respuesta.

—No —dijo el camarlengo—. Un error muy común. Esto no es un relicario. El cofre contiene palliums, fajines tejidos que el Papa regala a los cardenales recién elegidos.

—Pero yo pensaba…

—Como todo el mundo. Las guías turísticas afirman que esto es la tumba de San Pedro, pero su verdadera tumba se encuentra dos pisos bajo nuestros pies. El Vaticano la excavó en los años cuarenta. No se permite bajar a nadie.

Vittoria se quedó sorprendida. Cuando se adentraron de nuevo en la oscuridad, pensó en las historias que había oído acerca de peregrinos que viajaban miles de kilómetros para ver el cofre dorado pensando que estaban en presencia de San Pedro.

—¿No debería decirlo el Vaticano a la gente?

—Todos nos beneficiamos de una sensación de contacto con la divinidad… aunque sea sólo imaginaria.

Vittoria, como científica, no podía contradecir la lógica. Había leído incontables historias sobre el efecto placebo, como aspirinas que curaban el cáncer en personas convencidas de que estaban utilizando un fármaco milagroso. Al fin y al cabo, ¿qué era la fe?

—Los cambios son algo que no llevamos bien aquí, en el Vaticano —dijo el camarlengo—. Admitir nuestras culpas pasadas, la modernización, son cosas que esquivamos. Su Santidad estaba intentando cambiar eso. —Hizo una pausa—. Abrirse al mundo moderno. Buscar nuevos caminos que llevaran a Dios.

Vittoria asintió en la oscuridad.

—¿Como la ciencia?

—Para ser sincero, la ciencia parece irrelevante.

—¿Irrelevante?

Vittoria podía pensar en montones de palabras que describieran a la ciencia, pero en el mundo moderno «irrelevante» no le parecía la más adecuada.

—La ciencia puede curar o matar. Depende del alma del hombre que utilice la ciencia. Es el alma lo que me interesa.

—¿Cuándo sintió la vocación?

—Antes de nacer.

Vittoria le miró.

—Lo siento. Siempre me parece una pregunta difícil. Quería decir que siempre supe que serviría a Dios. Desde que tuve uso de razón. Sin embargo, fue durante el servicio militar cuando comprendí plenamente mi objetivo.

Vittoria se sorprendió.

—¿Estuvo en el ejército?

—Dos años. Me negué a disparar un arma, de modo que me obligaron a volar. Helicópteros de evacuación médica. De hecho, todavía vuelo de vez en cuando.

Vittoria intentó imaginarse al joven sacerdote pilotando un helicóptero. Aunque pareciera raro, lo vio sin problemas ante los controles. El camarlengo Ventresca poseía un tesón que parecía acentuar su convicción antes que ocultarla.

—¿Transportó alguna vez al Papa?

—Cielos, no. Dejábamos ese precioso cargamento a los profesionales. En algunas ocasiones, Su Santidad me permitía tomar el mando del helicóptero cuando íbamos a la residencia papal de Castel Gandolfo. —Hizo una pausa y la miró—. Señorita Vetra, gracias por ayudarnos. Siento muchísimo lo de su padre. De veras.

—Gracias.

—Yo nunca conocí a mi padre. Murió antes de que naciera. Perdí a mi madre cuando tenía diez años.

Vittoria alzó la vista.

—¿Se quedó huérfano?

Experimentó una súbita solidaridad.

—Sobreviví a un accidente en el que mi madre perdió la vida.

—¿Quién se ocupó de usted?

—Dios —dijo el camarlengo—. Me envió otro padre, literalmente. Un obispo de Palermo apareció junto a la cama del hospital y me tomó bajo su protección. En aquel tiempo, no me sorprendió. Había sentido que la mano vigilante de Dios me guiaba desde que era pequeño. La aparición del obispo no hizo más que confirmar lo que ya sospechaba, que Dios me había elegido para servirle.

—¿Creyó que Dios le había elegido?

—Sí. Y aún lo creo. —No había rastro de engreimiento en la voz del camarlengo, sólo gratitud—. Trabajé bajo la tutela del obispo durante muchos años. Luego le nombraron cardenal. Pero nunca me olvidó. Es el padre que recuerdo.

El destello de una linterna iluminó el rostro del camarlengo, y Vittoria vio soledad reflejada en sus ojos.

El grupo se detuvo bajo una alta columna, y los rayos de luz de las linternas convergieron sobre una abertura del suelo. Vittoria miró la escalera que se perdía en el vacío, y de repente tuvo ganas de dar media vuelta. Los guardias ya estaban ayudando al camarlengo a bajar. Después fue su turno.

—¿Qué fue de él? —preguntó mientras bajaba, con voz que pretendía ser firme—. Me refiero al cardenal que le protegió.

—Dejó el Colegio Cardenalicio para ocupar otro cargo.

Vittoria se sorprendió.

—Y luego, lamento decirlo, falleció.

Le mie condoglianze —dijo Vittoria—. ¿Hace mucho?

El camarlengo se volvió, y las sombras acentuaron el dolor de su rostro.

—Hace quince días exactos. Ahora vamos a verle.