En el CERN, la secretaria Sylvie Baudeloque tenía hambre y ganas de irse a casa. Muy a su pesar, Kohler había sobrevivido a su viaje al hospital. Había telefoneado y exigido (pedido no, exigido) que Sylvie se quedara hasta bien avanzada la noche. Sin la menor explicación.
Con los años, Sylvie se había programado para hacer caso omiso de los cambios de humor de Kohler: sus silencios, su desconcertante propensión a filmar reuniones en secreto con la minicámara camuflada en su silla de ruedas. Ardía en deseos de que un día se disparara a sí mismo cuando iba a tirar al blanco en las instalaciones recreativas del CERN, pero por lo visto era muy buen tirador.
Sentada sola a su mesa, Sylvie escuchaba los rugidos de su estómago. Kohler aún no había regresado, ni le había dado más trabajo para la noche. Estoy harta de estar sentada aquí, aburrida y muerta de hambre, decidió. Dejó una nota a Kohler y se encaminó al comedor del personal para tomar algo rápido.
Pero no llegó.
Cuando pasó ante las suites de loisir del CERN (un largo pasillo flanqueado de salones con televisores), observó que las salas estaban llenas a rebosar de empleados que, al parecer, habían abandonado la cena para ver las noticias. Algo gordo estaba pasando. Sylvie entró en el primer salón. Estaba atestado de informáticos jóvenes y chiflados. Cuando vio los titulares de la televisión, lanzó una exclamación ahogada.
Sylvie escuchó el informe, sin dar crédito a sus oídos. ¿Una antigua hermandad estaba asesinando cardenales? ¿Qué demostraba eso? ¿Su odio? ¿Su supremacía? ¿Su ignorancia?
Y aunque pareciera mentira, el ambiente que reinaba en la sala era cualquier cosa menos sombrío.
Dos jóvenes técnicos pasaron corriendo, con camisetas con la foto de Bill Gates impresa y el mensaje: «¡Y LOS CEREBRITOS HEREDARÁN LA TIERRA!»
—¡Los Illuminati! —gritó uno—. ¡Ya te dije que eran reales!
—¡Increíble! Yo pensaba que sólo era un juego.
—¡Han matado al Papa, tío! ¡Al Papa!
—¡Joder! ¿Cuántos puntos consigues con eso?
Se alejaron riendo.
Sylvie estaba estupefacta. Al ser una católica que trabajaba entre científicos, soportaba de vez en cuando exabruptos antirreligiosos, pero daba la impresión de que estos chicos se lo estaban pasando en grande con la desgracia de la Iglesia. ¿Cómo podían ser tan insensibles? ¿Por qué tanto odio?
Para Sylvie, la Iglesia siempre había sido una entidad inofensiva, un lugar de compañerismo e introspección… En ocasiones, un lugar donde cantar a pleno pulmón sin que nadie la mirara. La Iglesia documentaba las fases de su vida (funerales, bodas, bautismos, festividades) y no pedía nada a cambio. Sus hijos salían cada semana de la catequesis elevados, llenos de ideas de ayudar al prójimo y ser más amables. ¿Qué tenía de malo eso?
Nunca dejaba de asombrarle el hecho de que tantas «mentes brillantes» del CERN no llegaran a comprender la importancia de la Iglesia. ¿Creían en serio que quarks y mesones inspiraban al ser humano corriente, o que las ecuaciones podían sustituir la necesidad de las personas de creer en lo divino?
Sylvie, aturdida, siguió caminando por el pasillo. Todas las salas con televisión estaban ocupadas. Empezó a preguntarse por la llamada que Kohler había recibido antes del Vaticano. ¿Coincidencia? Tal vez. El Vaticano llamaba al CERN de vez en cuando como «gesto de cortesía», antes de publicar declaraciones en las que condenaba las investigaciones del CERN; en fecha muy reciente los avances del CERN en nanotecnología, un campo que la Iglesia denunciaba debido a su relación con la ingeniería genética. El CERN nunca se preocupaba. De manera invariable, pocos minutos después de las invectivas del Vaticano, el teléfono de Maximilian Kohler no paraba de sonar. Numerosas empresas que invertían en tecnología querían la licencia del nuevo descubrimiento. «No hay nada mejor que la mala prensa», decía siempre Kohler.
Sylvie se preguntó si debería llamar al busca del director, estuviera donde estuviera, y decirle que sintonizara las noticias. ¿Le interesaban? ¿Se habría enterado? Pues claro que se había enterado. Debía de estar grabando en vídeo todo el reportaje con su minicámara, sonriendo por primera vez en un año.
Cuando siguió andando, encontró por fin un salón en que los ánimos estaban más calmados… Casi podía hablarse de melancolía. Los científicos que estaban viendo el reportaje eran de los más viejos y respetados del CERN. Ni siquiera levantaron la vista cuando Sylvie entró y tomó asiento.
En el helado apartamento de Leonardo Vetra, Maximilian Kohler había terminado de leer el diario encuadernado en piel que había cogido de la mesita de noche del físico. Ahora estaba viendo los reportajes de la televisión. Al cabo de unos minutos, devolvió a su sitio el diario de Vetra, apagó la televisión y salió del apartamento.
Muy lejos, en el Vaticano, el cardenal Mortati depositó otra bandeja de votos en la chimenea de la Capilla Sixtina. Los quemó.
Segunda votación. El humo negro indicó que aún no había Papa.