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El televisor del despacho del Papa era un Hitachi de tamaño descomunal, oculto en una vitrina empotrada en la pared, delante del escritorio. Las puertas de la vitrina estaban abiertas, y todo el mundo se encontraba congregado a su alrededor. Vittoria se acercó. Cuando la pantalla se iluminó, una joven reportera apareció. Era una morena de ojos de gacela.

«Soy Kelly Horan-Jones, en directo desde la Ciudad del Vaticano para la MSNBC», anunció. Detrás de ella se veía una toma nocturna de la basílica de San Pedro, con todas las luces encendidas.

—No estás en directo —rugió Rocher—. ¡Es material de archivo! Las luces de la basílica están apagadas!

Olivetti le silenció con un siseo.

La reportera continuó en tono tenso:

«Acontecimientos escalofriantes en el cónclave de esta noche. Hemos sido informados de que dos miembros del Colegio Cardenalicio han sido brutalmente asesinados en Roma.»

Olivetti juró por lo bajo.

Mientras la periodista continuaba, un guardia apareció en la puerta, sin aliento.

—Comandante, la centralita informa de que todas las líneas están colapsadas. Solicitan saber nuestra postura oficial sobre…

—Desconéctela —dijo Olivetti sin apartar ni un momento los ojos del televisor.

El guardia dudó.

—Pero, comandante…

—¡Váyase!

El guardia desapareció.

Vittoria intuyó que el camarlengo quería decir algo, pero se contuvo. Dirigió una larga y dura mirada a Olivetti, y luego se volvió hacia la televisión.

La MSNBC estaba pasando una grabación. Un grupo de Guardias Suizos bajaban el cadáver del cardenal Ebner por la escalera de Santa Maria del Popolo y se dirigían a un Alfa Romeo. En la siguiente imagen, en un zoom, se veía el cuerpo desnudo del cardenal, justo antes de que le depositaran en el maletero.

—¿Quién fumó estas imágenes? —preguntó Olivetti.

La reportera de la MSNBC seguía hablando.

«Se cree que era el cadáver del cardenal Ebner, de Frankfurt. Al parecer, los hombres que sacaron el cadáver de la iglesia eran Guardias Suizos del Vaticano. —Dio la impresión de que la reportera se esforzaba por parecer conmovida. Tomaron un primer plano de su cara, que adoptó una expresión aún más sombría—. En este momento, la MSNBC desea dirigir a nuestros espectadores una advertencia. Las imágenes que estamos a punto de proyectar son excepcionalmente duras, no aptas para todos los públicos.»

Vittoria rezongó al oír la hipócrita frase, pues no era más que una forma de impedir que los espectadores cambiaran de canal.

La reportera insistió.

«Repito, estas imágenes pueden herir la sensibilidad de algunos espectadores.»

—¿Qué imágenes? —preguntó Olivetti—. Acabas de sacar…

La imagen que llenó la pantalla era de una pareja que paseaba por la plaza de San Pedro. Vittoria reconoció al instante a las dos personas: Robert y ella. En la esquina de la pantalla se superpuso un texto: CORTESÍA DE LA BBC. Recordó algo.

—Oh, no —dijo Vittoria en voz alta—. Oh… no.

El camarlengo parecía confuso. Se volvió hacia Olivetti.

—¿No me dijo que habían confiscado esa cinta?

De repente, una niña chilló en el televisor. La pequeña señalaba con el dedo lo que parecía ser un mendigo cubierto de sangre. Robert Langdon aparecía al instante siguiente en pantalla, intentando consolar a la niña. La cámara se mantuvo fija.

Todos contemplaron horrorizados el drama que se desarrollaba ante ellos. El cuerpo del cardenal caía de bruces sobre el pavimento. Vittoria aparecía y gritaba órdenes. Había sangre. Una marca. Un intento fallido de aplicar la respiración artificial.

«Estas asombrosas imágenes —estaba diciendo la reportera— fueron tomadas hace tan sólo unos minutos ante el Vaticano. Nuestras fuentes nos informan de que era el cadáver del cardenal Lamassé, de Francia. Cómo acabó vestido de esta guisa y por qué no se encontraba en el cónclave sigue siendo un misterio. Hasta el momento, el Vaticano se ha negado a emitir el menor comentario.»

La cinta empezó a pasar de nuevo.

—¿Nos hemos negado a emitir comentarios? —dijo Rocher—. ¡Concedednos un maldito minuto!

La reportera continuaba hablando con el ceño fruncido.

«Si bien la MSNBC aún no ha confirmado el motivo del atentado, nuestras fuentes nos informan de que la responsabilidad de los asesinatos ha sido reivindicada por un grupo que se hace llamar los Illuminati.»

Olivetti estalló.

¿Cómo?

«… averiguar más sobre los Illuminati visiten nuestra página web en…»

Non é possibile! —exclamó Olivetti. Cambió de canal.

En el nuevo canal apareció un reportero español.

«… una secta satánica conocida como los Illuminati, a la que algunos historiadores creen…»

Olivetti empezó a apretar las teclas del mando a distancia como enloquecido. Todos los canales estaban emitiendo en directo. La mayoría en inglés.

«… Guardias Suizos sacaron un cadáver de una iglesia a primera hora de la noche. Se cree que el cuerpo era el del cardenal…»

«… las luces de la basílica y los Museos están apagadas, lo cual da pie a especular…»

«… hablarán con el experto en conspiraciones Tyler Tingley sobre el sorprendente resurgimiento…»

«… rumores de otros dos asesinatos planeados para esta misma noche…»

«… se preguntan ahora si el posible futuro Papa, el cardenal Baggia, se halla entre los desaparecidos…»

Vittoria apartó la vista. Los acontecimientos se estaban precipitando. Al otro lado de la ventana, en la oscuridad, el magnetismo de la tragedia humana parecía estar atrayendo a la gente hacia el Vaticano. La muchedumbre congregada en la plaza aumentaba a cada instante. Cientos de peatones avanzaban hacia ellos, mientras una nueva oleada de camionetas de televisiones se apoderaban de la plaza de San Pedro.

El comandante Olivetti dejó el mando a distancia y se volvió hacia el camarlengo.

—Signore, no puedo imaginar cómo ocurrió esto. ¡Nos apoderamos de la cinta que había en esa cámara!

El camarlengo parecía demasiado estupefacto para hablar.

Nadie decía una palabra. Los Guardias Suizos estaban en posición de firmes.

—Por lo visto —dijo el camarlengo al fin, demasiado destrozado para estar enfurecido—, no hemos controlado esta crisis tan bien como me indujeron a creer. —Miró por la ventana la muchedumbre congregada—. He de hacer una declaración.

Olivetti negó con la cabeza.

—No, signore. Eso es precisamente lo que los Illuminati quieren que haga: confirmar su existencia, conferirles poder. Hemos de guardar silencio.

—¿Y esas personas? —El camarlengo señaló hacia la ventana—. Pronto habrá reunidas decenas de miles. Después, cientos de miles. Continuar esta charada sólo consigue ponerlas en peligro. He de advertirles. Después, tendremos que evacuar a nuestro Colegio Cardenalicio.

—Aún hay tiempo. Deje que el capitán Rocher encuentre la antimateria.

El camarlengo se volvió.

—¿Intenta darme órdenes?

—No, le doy un consejo. Si le preocupa la gente de fuera, podemos anunciar una fuga de gas para despejar la zona, pero admitir que somos rehenes es peligroso.

—Sólo se lo diré una vez, comandante. No utilizaré este despacho como pulpito para mentir al mundo. Si anuncio algo, será la verdad.

—¿La verdad? ¿Que terroristas satánicos amenazan con destruir el Vaticano? Eso sólo debilitaría nuestra posición.

El camarlengo le miró furioso.

—¿Es que nuestra posición puede ser aún más débil?

Rocher gritó de repente, se apoderó del mando a distancia y subió el volumen de la televisión. Todos se volvieron.

La mujer de la MSNBC parecía desconcertada. A su lado había una foto superpuesta del difunto Papa.

«… información de última hora. Nos acaba de llegar de la BBC… —Miró a un lado de la cámara, como para confirmar que podía continuar. Tras haber recibido permiso, se volvió hacia los espectadores—. Los Illuminati acaban de asumir la responsabilidad de… —Vaciló—. Asumen la responsabilidad de la muerte del Papa, sucedida hace quince días.»

El camarlengo se quedó boquiabierto.

Rocher dejó caer el mando a distancia.

Vittoria apenas fue capaz de asimilar la información.

«Según la ley vaticana —continuó la mujer—, jamás se practica la autopsia a un Papa, de modo que es imposible confirmar la afirmación de los Illuminati. No obstante, éstos sostienen que la causa de la muerte del Papa no fue una apoplejía, tal como dijo el Vaticano, sino envenenamiento.»

Se hizo un silencio absoluto en la habitación.

—¡Qué locura! —estalló Olivetti—. ¡Una mentira descarada!

Rocher empezó a cambiar de canales otra vez. Daba la impresión de que la noticia se propagaba como una plaga de emisora en emisora. Todo el mundo hablaba de lo mismo. Los titulares competían en sensacionalismo.

ASESINATO EN EL VATICANO

PAPA ENVENENADO

SATANÁS SE INTRODUCE EN LA CASA DE DIOS

El camarlengo desvió la vista.

—Que Dios nos asista.

Mientras Rocher zapeaba sintonizó un canal de la BBC.

«… me pasó la información sobre el asesinato de Santa María del Popolo…»

—¿Cómo? —exclamó el camarlengo—. Vuelva ahí.

Rocher obedeció. Un hombre de aspecto acicalado presentaba un informativo de la BBC. Sobre su hombro, se veía superpuesta una instantánea de un hombre extraño de barba roja. Debajo de la foto ponía: GUNTHER GLICK. EN DIRECTO DESDE LA CIUDAD DEL VATICANO. Al parecer, el reportero Glick estaba informando por teléfono, y la conexión era deficiente.

«… mi cámara captó el instante en que sacaban al cardenal de la Capilla Chigi.»

«Permíteme que lo repita para nuestros telespectadores —dijo el presentador de Londres—. El reportero de la BBC Gunther Glick es la persona que ha revelado esta historia. Se ha puesto en contacto telefónico dos veces con el presunto asesino de los Illuminati. Gunther, ¿dices que el asesino telefoneó hace tan sólo unos momentos, para transmitir un mensaje de los Illuminati?»

«En efecto.»

«¿Y el mensaje comunicaba que los Illuminati eran responsables de la muerte del Papa?»

El presentador parecía incrédulo.

«Correcto. La persona que llamaba me dijo que el Papa no murió a causa de una apoplejía, como pensaba el Vaticano, sino que fue envenenado por los Illuminati.»

Todo el mundo en el despacho papal se quedó petrificado.

«¿Envenenado? —preguntó el presentador—. Pero… ¿cómo?»

«No me dieron detalles —contestó Glick—, salvo que le habían asesinado con una droga conocida como… —Se oyó un crujido de papeles en la línea—. Algo así como heparina.»

El camarlengo, Olivetti y Rocher intercambiaron una mirada de confusión.

—¿Heparina? —preguntó Rocher, desorientado—. ¿Pero eso no es…?

El camarlengo palideció.

—El medicamento del Papa.

Vittoria se quedó de una pieza.

—¿El Papa tomaba heparina?

—Padecía tromboflebitis —explicó el camarlengo—. Le ponían una inyección cada día.

Rocher estaba atónito.

—Pero la heparina no es un veneno. ¿Por qué dicen los Illuminati…?

—La heparina es mortal en dosis elevadas —intervino Vittoria—. Es un poderoso anticoagulante. Una sobredosis produciría hemorragias internas generales, así como hemorragias cerebrales.

Olivetti la miró con suspicacia.

—¿Cómo lo sabe?

—Los biólogos marinos lo utilizan en mamíferos en cautividad para impedir coagulamientos de sangre debido a la falta de actividad. Hay animales que han muerto por dosificación incorrecta del fármaco. —Hizo una pausa—. Una sobredosis de heparina en un ser humano provocaría síntomas que podrían confundirse fácilmente con una apoplejía, sobre todo si no hay autopsia.

La expresión del camarlengo era de intensa preocupación.

—Signore —dijo Olivetti—, no cabe duda de que se trata de una treta de los Illuminati para conseguir publicidad. Administrar una sobredosis al Papa sería imposible. Nadie tiene acceso. Aunque mordiéramos el anzuelo y tratáramos de refutar su afirmación, ¿cómo íbamos a hacerlo? Las leyes papales prohíben la autopsia. Incluso con autopsia, no descubriríamos nada. Encontraríamos rastros de heparina en su cuerpo debido a las inyecciones diarias.

—Es verdad —dijo el camarlengo con sequedad—. No obstante, hay otra cosa que me preocupa. Nadie del exterior sabía que Su Santidad estaba tomando este medicamento.

Se hizo el silencio.

—Si sufrió una sobredosis de heparina —dijo Vittoria—, quedarían pruebas en su cuerpo.

Olivetti se giró en redondo hacia ella.

—Señorita Vetra, por si no me ha oído, las autopsias papales están prohibidas por la ley vaticana. ¡No vamos a profanar el cuerpo de Su Santidad abriéndole en canal, sólo porque un enemigo hace declaraciones insultantes!

Vittoria se sintió avergonzada.

—No estaba insinuando… —No había querido ser irrespetuosa—. No estaba sugiriendo que exhumaran al Papa… —No obstante, vaciló. Algo que Robert le había dicho en la Capilla Chigi pasó como un fantasma por su mente. Había comentado que los sarcófagos de los papas no se enterraban y nunca se sellaban con cemento, una regresión a los días de los faraones, cuando se pensaba que el alma del fallecido quedaba atrapada dentro del ataúd si lo sellaban y enterraban. La gravedad se había convertido en el mortero elegido, con tapas de ataúd que solían pesar cientos de kilos. Técnicamente, comprendió, sería posible…

—¿Qué clase de pruebas? —preguntó de repente el camarlengo.

Vittoria sintió que se le aceleraba el pulso.

—Las sobredosis de heparina pueden causar hemorragias de la mucosa bucal.

—¿Cómo?

—Las encías de la víctima sangrarían. En el post mortem, la sangre se coagula y tiñe de negro el interior de la boca.

Vittoria había visto en una ocasión una foto tomada en un acuario de Londres, donde un par de orcas habían recibido por equivocación una sobredosis de heparina de su cuidador. Las ballenas flotaban sin vida en el tanque, con la boca abierta y la lengua negra como el hollín.

El camarlengo no contestó. Se volvió y miró por la ventana.

La voz de Rocher ya no revelaba optimismo.

—Signore, si la afirmación sobre el envenenamiento es cierta…

—No es cierta —interrumpió Olivetti—. Es imposible que alguien del exterior haya tenido acceso al Papa.

—Si esa afirmación es cierta —repitió Rocher—, y nuestro Santo Padre fue envenenado, la búsqueda de la antimateria se vería gravemente afectada. La existencia de ese presunto asesino da a entender una infiltración mucho más profunda en el Vaticano de lo que habíamos imaginado. Si nuestra seguridad ha sido burlada hasta tal punto, puede que no encontremos el contenedor a tiempo.

Olivetti acalló a su capitán con una mirada glacial.

—Capitán, yo le diré lo que va a pasar.

—No —dijo el camarlengo, al tiempo que se volvía con brusquedad—. Yo le diré lo que va a pasar. —Miraba directamente a Olivetti—. Esto ya ha ido demasiado lejos. Dentro de veinte minutos, habré tomado una decisión acerca de la suspensión del cónclave y la evacuación del Vaticano. Mi decisión será definitiva. ¿Me he expresado con claridad?

Olivetti no parpadeó. Tampoco contestó.

El camarlengo hablaba con energía, como si contara con reservas de poder ocultas.

—Capitán Rocher, terminará el registro de las zonas blancas y me informará a mí cuando haya concluido.

Rocher asintió, al tiempo que dirigía a Olivetti una mirada de inquietud.

El camarlengo, a continuación, dio órdenes a dos guardias.

—Quiero al reportero de la BBC, el señor Glick, en este despacho de inmediato. Si los Illuminati han estado en contacto con él, quizá pueda ayudarnos. Váyanse.

Los dos soldados desaparecieron.

El camarlengo habló a los guardias restantes.

—Caballeros, esta noche no pienso permitir más pérdidas de vidas. A las diez de la noche habrán localizado a los dos cardenales restantes y capturado al monstruo responsable de estos asesinatos. ¿Lo han entendido?

—Pero, signore —arguyó el comandante Olivetti—, no tenemos ni idea de dónde…

—El señor Langdon está trabajando en eso. Parece un hombre capacitado. Tengo fe.

El camarlengo se encaminó hacia la puerta con paso decidido. Antes de salir, señaló a tres guardias.

—Vengan conmigo.

Los guardias le siguieron.

El camarlengo se detuvo en la puerta. Se volvió hacia Vittoria.

—Usted también, señorita Vetra. Le ruego que me acompañe.

Vittoria vaciló.

—¿Adónde vamos?

El camarlengo salió.

—A ver a un viejo amigo.