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Cuando Langdon había salido de los Archivos Secretos del Vaticano, tan sólo dos horas antes, no había imaginado que volvería a verlos. Ahora, sin aliento por haber corrido durante todo el trayecto con su escolta de la Guardia Suiza, se encontró de nuevo en los Archivos.

Su escolta, el guardia de la cicatriz, le guió a través de las filas de cubículos transparentes. El silencio reinante parecía más amenazador, y Langdon agradeció que el guardia lo rompiera.

—Creo que está por allí —dijo, y le condujo hasta donde había una serie de cámaras pequeñas alineadas contra la pared. El guardia leyó los títulos de las cámaras e indicó una de ellas.

—Sí, es aquí. Justo donde dijo el comandante.

Langdon leyó el título. ATTIVI VATICANI. ¿Bienes del Vaticano? Examinó la lista de contenidos. Bienes raíces… Papel moneda… Banca Vaticana… Antigüedades… La lista continuaba.

—Documentación de todos los bienes del Vaticano —dijo el guardia.

Langdon miró el cubículo. Adivinó que estaba atestado.

—Mi comandante dijo que todas las obras de Bernini realizadas por encargo del Vaticano deberían estar consignadas aquí.

Langdon asintió, y se dio cuenta de que la intuición del comandante Olivetti bien podía ser cierta. En los tiempos de Bernini, todo lo que un artista creaba bajo el mecenazgo del Papa se convertía, por ley, en propiedad del Vaticano. Era más feudalismo que mecenazgo, pero los artistas importantes vivían bien y se quejaban muy pocas veces.

—¿Incluidas obras alojadas en iglesias que se encuentran fuera del Vaticano?

El soldado le dirigió una mirada extraña.

—Por supuesto. Todas las iglesias católicas de Roma son propiedad del Vaticano.

Langdon miró la lista que sostenía en la mano. Contenía los nombres de la veintena de iglesias que estaban alineadas con el aliento del Poniente. El tercer altar de la ciencia era una de ellas, y Langdon esperaba tener tiempo de averiguar cuál. En otras circunstancias, habría explorado en persona cada iglesia de buen grado. Hoy, sin embargo, le quedaban unos veinte minutos para encontrar lo que buscaba: la iglesia que contenía un tributo de Bernini al Fuego.

Langdon se encaminó a la puerta giratoria electrónica de la cámara. El guardia no le siguió. Langdon intuyó su vacilación. Sonrió.

—El aire está enrarecido, pero se puede respirar.

—Mis órdenes son escoltarle hasta aquí y regresar de inmediato al centro de seguridad.

—¿Se marcha?

—Sí. La Guardia Suiza tiene la entrada prohibida a los Archivos. Estoy quebrantando el protocolo al acompañarle tan lejos.

—¿Quebrantando el protocolo? —¿Tiene idea de lo que está pasando esta noche?—. ¿De qué lado está su maldito comandante?

Toda cordialidad desapareció del rostro del guardia. La cicatriz de debajo del ojo se agitó. De pronto, el guardia adquirió una sorprendente semejanza con Olivetti.

—Lo siento —dijo Langdon, que lamentaba el comentario—. Es que… No me iría mal un poco de ayuda.

El guardia no se inmutó.

—Estoy entrenado para obedecer órdenes. No para discutirlas. Cuando encuentre lo que busca, póngase en contacto con el comandante de inmediato.

Langdon se sintió confuso.

—Pero ¿dónde estará?

El guardia dejó su walkie-talkie sobre una mesa cercana.

—Canal uno.

Después desapareció en la oscuridad.