En Londres, una técnico de la BBC sacó una cinta de vídeo de un dispositivo de recepción vía satélite y atravesó a toda prisa la sala de control. Entró como una tromba en el despacho del jefe de redacción, introdujo la cinta en el aparato de vídeo y pulsó el botón de reproducción.
Mientras visionaban la cinta, le contó la conversación que acababa de sostener con Gunther Glick, corresponsal en la Ciudad del Vaticano. Además, los archivos fotográficos de la BBC habían confirmado la identidad de la víctima encontrada en la plaza de San Pedro.
Cuando el jefe de redacción salió de su despacho, agitó una campanilla. Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo.
—¡Directo en cinco minutos! —tronó el hombre—. ¡Que se preparen los corresponsales! ¡Coordinadores de los medios, llamad a vuestros contactos! ¡Vamos a vender un reportaje! ¡Y tenemos las imágenes!
Los coordinadores de ventas agarraron sus rolodexes.
—¿Duración de la filmación? —gritó uno.
—¡Treinta segundos! —contestó el jefe.
—¿Contenido?
—Homicidio en directo.
Los coordinadores se sintieron espoleados.
—¿Tarifa de uso y explotación?
—Un millón de dólares per cápita.
Todas las cabezas se alzaron.
—¿Qué?
—¡Ya me habéis oído! Quiero las mejores. ¡CNN, MSNBC y las tres grandes! Ofreced un pase previo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó alguien—. ¿Han despellejado vivo al primer ministro?
El jefe negó con la cabeza.
—Algo mejor.
En aquel preciso momento, en algún lugar de Roma, el hassassin disfrutaba de un fugaz momento de descanso en una cómoda butaca. Admiró la legendaria estancia en la que se encontraba. Estoy en la Iglesia de la Iluminación, pensó. La guarida de los Illuminati. No podía creer que todavía se conservara después de tantos siglos.
Llamó al reportero de la BBC con el que había hablado antes. Había llegado el momento. El mundo aún no había escuchado la noticia más estremecedora de todas.