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Robert Langdon entró tambaleante en el lavabo privado contiguo al despacho del Papa. Se secó la sangre de la cara y los labios. No era su sangre. Era la del cardenal Lamassé, que acababa de morir de una forma horrible en la abarrotada plaza de San Pedro. Vírgenes sacrificadas en los altares de la ciencia. Hasta el momento, el hassassin había cumplido su amenaza.

Langdon se sintió impotente cuando se miró en el espejo. Tenía los ojos hundidos, y una incipiente barba despuntaba en sus mejillas. El lavabo era inmaculado y lujoso: mármol negro con complementos de oro, toallas de algodón y jabón de manos perfumado.

Intentó quitarse de la cabeza, la marca sanguinolenta que acababa de ver. Aire. La imagen persistió. Había visto tres ambigramas desde que había despertado aquella mañana… y sabía que quedaban dos más.

Al otro lado de la puerta, daba la impresión de que Olivetti, el camarlengo y el capitán Rocher estaban discutiendo qué hacer a continuación. Por lo visto, la búsqueda de la antimateria no había fructificado hasta el momento. O los guardias no habían visto el contenedor, o el asesino se había adentrado en el Vaticano más de lo que el comandante Olivetti deseaba reconocer.

Langdon se secó la cara y las manos. Después se volvió y buscó un urinario. No había urinario. Sólo una taza. Levantó la tapa.

Una oleada de cansancio le invadió. Las emociones que atenazaban su pecho eran numerosas e incongruentes. Fatigado, hambriento y falto de sueño, estaba recorriendo el Sendero de la Iluminación, traumatizado por dos brutales asesinatos. El posible resultado del drama aterrorizaba a Langdon.

Piensa, se dijo. Tenía la mente en blanco.

Cuando tiró de la cadena, se dio cuenta de algo. Estoy en el lavabo del Papa, pensó. Acabo de mear en el lavabo del Papa. Se rio. El Trono Sagrado.