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Chinita Macri puso pies en polvorosa. Tenía el reportaje de su vida.

La cámara le pesaba como un ancla mientras cruzaba la plaza de San Pedro entre la muchedumbre. Daba la impresión de que todo el mundo se movía en dirección contraria a ella, hacia el tumulto. Macri intentaba alejarse lo máximo posible. El hombre de la chaqueta de tweed la había visto, y ahora intuía que otros la perseguían, hombres que no podía ver, que la acorralaban desde todos lados.

Macri aún estaba impresionada por las imágenes que acababa de grabar. Se preguntó si el hombre muerto era quien temía. De repente, el misterioso contacto telefónico de Glick se le antojó un poco menos loco.

Mientras corría en dirección a la camioneta de la BBC, un joven de aire militar emergió de la multitud delante de ella. Sus ojos se encontraron, y ambos se detuvieron. Como un rayo, el hombre levantó un walkie-talkie y habló por él. Luego, avanzó hacia ella. Macri dio media vuelta y se mezcló entre el gentío, con el corazón acelerado.

Mientras corría dando tumbos a través de la masa de brazos y piernas, extrajo la cinta de la cámara. Oro en celuloide, pensó Chinita, escondió la cinta debajo de los pantalones, pegada a los riñones, y dejó caer los faldones de la chaqueta para ocultarla mejor. Por una vez en su vida, se alegraba de pesar algo más de la cuenta. ¡Dónde demonios estás, Glick!

Otro guardia apareció a su izquierda. Macri sabía que tenía poco tiempo. Se internó en la multitud. Sacó un cartucho virgen del maletín y lo introdujo en la cámara. Después rezó.

Estaba a treinta metros de la camioneta de la BBC, cuando dos hombres se materializaron frente a ella, con los brazos cruzados. Su huida había terminado.

—Película —dijo uno con brusquedad—. Ya.

Macri retrocedió y abrazó la cámara en un gesto protector.

—Ni hablar.

Uno de los hombres se abrió la chaqueta y reveló una pistola.

—Dispáreme —dijo Macri, asombrada por la audacia de su voz.

—Película —repitió el primero.

¿Dónde demonios está Glick? Macri dio una patada en el suelo y gritó a pleno pulmón.

—¡Soy cámara oficial de la BBC! ¡En virtud del artículo doce de la Ley de Libertad de Prensa, esta película es propiedad de la British Broadcasting Corporation!

Los hombres no se inmutaron. El de la pistola avanzó un paso hacia ella.

—Soy teniente de la Guardia Suiza, y en virtud de la Doctrina Sagrada que gobierna la propiedad en la que usted se encuentra, será sometida a registro e incautación de su material.

Una multitud había empezado a congregarse a su alrededor.

—No pienso entregarles la película de esta cámara bajo ninguna circunstancia —chilló Macri—, sin antes hablar con mi director en Londres. Les sugiero…

La paciencia de los guardias se agotó. Uno le arrebató la cámara de las manos. El otro la agarró del brazo y la empujó en dirección al Vaticano.

Grazie —dijo mientras la guiaba entre el gentío.

Macri rezó para que no la registraran y encontraran la cinta. Si podía proteger la película el tiempo suficiente para…

De pronto, sucedió lo impensable. Entre el gentío, alguien empezó a palparla por debajo de la chaqueta. Macri sintió que le arrebatan el vídeo. Giró en redondo, pero se tragó las palabras. Detrás de ella, un Gunther Glick sin aliento le guiñó un ojo y desapareció entre la muchedumbre.