Langdon fue el primero en acercarse a la niña.
Horrorizada, señalaba hacia la base del obelisco, donde un borracho viejo y decrépito se encontraba recostado sobre las escaleras. El estado del hombre era lamentable. Al parecer era uno de tantos indigentes de Roma. El pelo gris le caía en mechones grasientos sobre la cara, y tenía el cuerpo envuelto en una especie de tela sucia. La niña seguía chillando cuando se perdió entre la muchedumbre.
Langdon sintió una oleada de miedo cuando corrió hacia la piltrafa humana. Una mancha comenzaba a teñir profusamente los harapos del hombre. Sangre oscura y fresca.
Después fue como si todo sucediera a la vez.
El anciano pareció doblarse por la cintura y se inclinó hacia adelante. Langdon corrió, pero era demasiado tarde. El hombre se derrumbó por las escaleras y estrelló el rostro contra el pavimento. Permaneció inmóvil.
Langdon se puso de rodillas. Vittoria llegó a su lado. Una muchedumbre empezaba a congregarse a su alrededor.
Vittoria apoyó los dedos sobre la garganta del hombre.
—Aún tiene pulso —dijo—. Dale la vuelta.
Langdon ya se había puesto en acción. Sujetó al anciano por los hombros y le dio la vuelta. En ese momento, parte de los harapos parecieron desprenderse como carne muerta. El hombre se desplomó de espaldas. En el centro de su pecho desnudo había una amplia zona de carne chamuscada.
Vittoria lanzó una exclamación ahogada y retrocedió. Langdon se sentía paralizado entre la náusea y el estupor. El símbolo poseía una terrorífica sencillez.
—Aire —dijo Vittoria con voz estrangulada—. Es… él.
Guardias Suizos aparecieron como por arte de magia, gritaron órdenes y corrieron en pos de un enemigo invisible.
Cerca, un turista explicaba que, tan sólo minutos antes, un hombre de tez oscura había tenido la amabilidad de ayudar a este pobre indigente a cruzar la plaza, incluso se había sentado un momento en la escalera con él, antes de desaparecer entre la multitud.
Vittoria rasgó los harapos que cubrían el abdomen de la víctima. Tenía dos heridas profundas, como pinchazos, una a cada lado de la marca, justo debajo de su caja torácica. Echó hacia atrás la cabeza del hombre y empezó a aplicarle el boca a boca. Langdon no estaba preparado para lo que sucedió a continuación. Cuando Vittoria sopló, las heridas sisearon y la sangre brotó expulsada, como los chorros de una ballena. El líquido salado alcanzó a Langdon en plena cara.
Vittoria paró en seco, horrorizada, y luego miró las dos perforaciones.
Langdon se secó los ojos. Los agujeros borboteaban. Los pulmones del cardenal estaban destrozados. Había muerto.
Vittoria cubrió el cadáver cuando la Guardia Suiza se acercó.
Langdon se sentía desorientado. Entonces, la vio. La mujer que les había seguido estaba acuclillada cerca. Cargaba al hombro su cámara de vídeo de la BBC, y estaba filmando. Langdon y ella cruzaron una mirada, y comprendió que lo había rodado todo. Entonces, como una gata, la mujer se puso de pie.