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Casi asfixiado por las emanaciones, Langdon subió por la escalerilla hacia la luz que se veía en lo alto del pozo. Oía voces arriba, pero todo era absurdo. Imágenes del cardenal marcado daban vueltas en su mente.

Tierra… Tierra…

Mientras ascendía se le nublaba la vista, y temió desmayarse. A dos escalones del final, perdió el equilibrio. Se izó con la intención de encontrar el borde, pero estaba demasiado lejos. Estuvo a punto de precipitarse al vacío. Sintió un fuerte dolor debajo de los brazos, y de repente se encontró flotando sobre el abismo.

Las fuertes manos de dos Guardias Suizos le sujetaban por debajo de las axilas y le levantaban. Un momento después, la cabeza de Langdon emergió del agujero del demonio, medio asfixiado y falto de aire. Los guardias le tendieron sobre el frío suelo de mármol.

Por un momento, Langdon no supo dónde estaba. Arriba veía estrellas, planetas en órbita. Figuras borrosas correteaban. Había gente que gritaba. Intentó incorporarse. Estaba tendido al pie de una pirámide de piedra. Una voz conocida resonó en la capilla con tono encolerizado, y Langdon volvió a la realidad.

Olivetti estaba chillando a Vittoria.

—¿Por qué demonios se equivocaron de lugar?

La joven intentaba explicar la situación.

Olivetti la interrumpió a mitad de una frase y se volvió para ladrar órdenes a sus hombres.

—¡Saquen ese cadáver de ahí! ¡Registren el resto del edificio!

Langdon trató de levantarse. La Capilla Chigi estaba llena de Guardias Suizos. La cortina de plástico que cubría la entrada de la capilla había sido arrancada, y el aire fresco llenó los pulmones de Langdon. Mientras recuperaba poco a poco los sentidos, vio que Vittoria se acercaba a él. Se arrodilló con su cara de ángel.

—¿Te encuentras bien?

La joven le tomó el pulso. Notó la ternura de sus manos sobre la piel.

—Gracias. —Langdon se incorporó por fin—. Olivetti está cabreado.

Vittoria asintió.

—Tiene todo el derecho. Nos hemos equivocado.

—Quieres decir que yo me equivoqué.

—Pues redímete. Atrápale la próxima vez.

¿La próxima vez? Langdon pensó que era un comentario cruel ¡No hay próxima vez! ¡Hemos perdido nuestra oportunidad!

Vittoria consultó el reloj de Langdon.

—Mickey dice que nos quedan cuarenta minutos. Concéntrate y ayúdame a encontrar el siguiente indicador.

—Ya te he dicho, Vittoria, que las esculturas han desaparecido. El Sendero de la Iluminación está…

Vittoria sonrió.

De pronto, Langdon se puso de pie con un gran esfuerzo, mareado, y contempló las obras de arte que le rodeaban. Pirámides, estrellas, planetas, elipses. De repente, se acordó de todo. ¡Éste es el primer altar de la ciencia! ¡El Panteón no! Comprendió lo perfecta que resultaba la capilla para los Illuminati, mucho más sutil y selectiva que el Panteón, famoso en todo el mundo. La Capilla Chigi estaba en un nicho apartado, un tributo a un gran mecenas de la ciencia, decorada con simbología terrenal. Perfecta.

Langdon se apoyó contra la pared y contempló las enormes esculturas en forma de pirámide. Vittoria estaba en lo cierto. Si esta capilla era el primer altar de la ciencia, cabía la posibilidad de que todavía albergara la escultura de los Illuminati que hiciera las veces d e primer indicador. Langdon sintió una reparadora oleada de esperanza cuando comprendió que aún tenían otra oportunidad. Si el indicador se encontraba en la capilla, y podían seguirlo hasta el siguiente altar de la ciencia, quizá podrían detener al asesino.

Vittoria se acercó más.

—He descubierto quién fue el escultor de los Illumínati.

Langdon volvió la cabeza al instante.

—¿Que has qué?

—Ahora, sólo necesitamos averiguar cuál de las esculturas que hay aquí es el…

—¡Espera un momento! ¿Sabes quién fue el escultor de los Illuminati?

Había dedicado años a la búsqueda de esa información.

Vittoria sonrió.

—Fue Bernini —hizo una pausa—. Ese Bernini.

Langdon supo de inmediato que se había equivocado. Bernini era imposible. Gianlorenzo Bernini era el segundo escultor más famoso de todos los tiempos, y su fama sólo la eclipsaba el mismísimo Miguel Ángel. En el siglo XVII, Bernini creó más esculturas que cualquier otro artista. Por desgracia, el hombre al que estaban buscando era un desconocido, un don nadie.

Vittoria frunció el ceño.

—No pareces muy contento.

—Bernini es imposible.

—¿Por qué? Bernini fue contemporáneo de Galileo. Era un escultor brillante.

—Era un hombre muy famoso y católico.

—Sí —dijo Vittoria—. Igual que Galileo.

—No —protestó Langdon—. Nada que ver con Galileo. Galileo era una espina clavada en el costado del Vaticano. Bernini era el chico favorito del Vaticano. La Iglesia quería a Bernini. Fue nombrado autoridad artística suprema del Vaticano. ¡Vivió prácticamente en el Vaticano durante toda su vida!

—Una coartada perfecta. Un Illuminatus infiltrado.

Langdon se sentía confundido.

—Vittoria, los Illuminati se referían a su artista secreto como il maestro ignoto. El maestro desconocido.

—Sí, desconocido para ellos. Piensa en el secretismo de los masones. Sólo los miembros del escalón superior conocían toda la verdad. Galileo pudo haber ocultado la verdadera identidad de Bernini a casi todos los miembros… por el bien del artista. De esa forma, el Vaticano nunca lo descubrió.

Langdon no estaba convencido, pero debía admitir que la lógica de Vittoria tenía un sentido extraño. Los Illuminati eran famosos por guardar información secreta compartimentada, de forma que la verdad sólo se revelaba a los miembros del nivel superior. Era la piedra angular de su habilidad para existir en secreto… Muy pocos conocían toda la historia.

—La pertenencia de Bernini a la secta de los Illuminati explica por qué diseñó esas dos pirámides —añadió Vittoria con una sonrisa.

Langdon se volvió hacia las enormes esculturas y meneó la cabeza.

—Bernini era un escultor religioso. Es imposible que esculpiera esas pirámides.

Vittoria se encogió de hombros.

—Díselo a la placa que tienes detrás.

Langdon se dio media vuelta.

Langdon leyó la placa dos veces, sin convencerse todavía. Gianlorenzo Bernini era celebrado por sus recargadas esculturas religiosas de la Virgen María, ángeles, profetas y papas. ¿Qué hacía esculpiendo pirámides?

Alzó la vista hacia los imponentes monumentos, desorientado por completo. Dos pirámides, cada una con un brillante medallón elíptico. Era lo más cercano a una escultura no cristiana. Las pirámides, las estrellas en lo alto, los signos del Zodíaco. Todos los ornamentos interiores son obra de Gianlorenzo Bernini. Si eso era cierto, significaba que Vittoria tenía razón. Por eliminación, Bernini era el maestro desconocido de los Illuminati. Nadie más había colaborado en la decoración de la capilla. Las implicaciones se sucedieron en tropel, demasiado deprisa para que Langdon las asimilara.

Bernini era un Illuminatus.

Bernini diseñó los ambigramas de los Illuminati.

Bernini trazó el Sendero de la Iluminación.

Langdon apenas podía hablar. ¿Era posible que aquí, en esta diminuta Capilla Chigi, el famoso Bernini hubiera colocado una escultura que señalara el camino hacia el siguiente altar de la ciencia?

—Bernini —dijo—. Nunca me lo habría imaginado.

—¿Quién sino un famoso artista del Vaticano habría gozado de la influencia suficiente para distribuir sus obras de arte por capillas católicas de toda Roma, para crear así el Sendero de la Iluminación? Un desconocido no, desde luego.

Langdon meditó sobre las palabras de Vittoria.

Miró las pirámides, se preguntó si alguna de las dos podía ser el indicador. ¿Quizá las dos?

—Las pirámides están encaradas en direcciones opuestas —dijo sin saber muy bien qué deducir de ello—. También son idénticas, de modo que no sé cuál…

—No creo que las pirámides sean lo que estamos buscando.

—Pero son las únicas esculturas que hay aquí.

Vittoria le interrumpió para señalar a Olivetti y algunos guardias, congregados cerca del agujero del demonio.

Langdon siguió la dirección de la mano de Vittoria hasta la pared del fondo. Al principio, no vio nada. Después alguien se movió y distinguió algo. Mármol blanco. Un brazo. Un torso. Y después, un rostro esculpido. Oculto en parte en su nicho. Dos figuras humanas de tamaño natural entrelazadas. El pulso de Langdon se aceleró. Se había obsesionado hasta tal punto con las pirámides y el agujero del demonio que ni siquiera había visto esa escultura. Atravesó la estancia, abriéndose paso entre los guardias. Cuando se acercó, reconoció que la obra era de Bernini: la intensidad de la composición artística, las caras trabajadas y las ropas sueltas, todo tallado en el mármol blanco más puro que podía comprar el dinero del Vaticano. No fue hasta que estuvo casi delante que Langdon reconoció la escultura. Miró las dos caras y lanzó una exclamación ahogada.

—¿Quiénes son? —preguntó Vittoria, que le había pisado los talones.

Langdon estaba estupefacto.

Habakkuk y el Ángel —dijo con voz casi inaudible. La pieza era una obra de Bernini muy conocida, incluida en algunos textos de historia del arte. Langdon había olvidado que adornaba la capilla.

—¿Habakkuk?

—Sí. El profeta que predijo la aniquilación de la Tierra.

Vittoria no ocultó su inquietud.

—¿Crees que es el indicador?

Langdon asintió, asombrado. Nunca en su vida había estado tan seguro de algo. Éste era el primer indicador de los Illuminati. Sin la menor duda. Aunque había esperado que la escultura «señalara» al siguiente altar de la ciencia, no esperaba que fuera literal. Tanto el ángel como Habakkuk tenían los brazos extendidos y señalaban hacia la lejanía.

De repente, Langdon se descubrió sonriendo.

—No es demasiado sutil, ¿verdad?

Vittoria parecía entusiasmada, pero confusa.

—Los veo señalar, pero se contradicen mutuamente. El ángel está señalando en una dirección, y el profeta en otra.

Langdon lanzó una risita. Era cierto. Si bien ambas figuras señalaban hacia la lejanía, lo hacían en direcciones contrarias. No obstante, Langdon ya había solucionado el problema. Se encaminó hacia la puerta, pletórico de energía.

—¿Adónde vas? —preguntó Vittoria.

—¡Afuera! —Langdon sintió las piernas ligeras de nuevo cuando corrió hacia la puerta—. ¡He de ver en qué dirección apunta esa escultura!

—¡Espera! ¿Cómo sabes qué dedo has de seguir?

—El poema —gritó Langdon sin volverse—. ¡La última línea!

—¿«Que ángeles guíen tu búsqueda»? —Vittoria miró hacia el dedo extendido del ángel. Sus ojos se nublaron de manera inesperada—. ¡Que me aspen!