Pese a la tenue luz de las velas que reinaba en la Capilla Sixtina, el cardenal Mortati estaba muy nervioso. El cónclave había empezado de manera oficial. Y había empezado de una forma muy poco auspiciosa.
Treinta minutos antes, a la hora señalada, el camarlengo Carlo Ventresca había entrado en la capilla. Caminó hasta el altar y recitó la oración de apertura. Después, desenlazó las manos y les habló en el tono más directo que Mortati había oído jamás.
—Sabéis muy bien que nuestros cuatro preferiti no se hallan presentes en el cónclave en este momento —dijo el camarlengo—. Pido, en nombre de Su difunta Santidad, que cumpláis vuestro deber… con fe y determinación. No tengáis presente más que a Dios.
Después dio media vuelta para marcharse.
—Pero ¿dónde están? —soltó un cardenal.
El camarlengo se detuvo.
—No sabría decirlo.
—¿Cuándo volverán?
—No sabría decirlo.
—¿Se encuentran bien?
—No sabría decirlo.
—¿Cuándo volverán?
Siguió una larga pausa.
—Tened fe —dijo el camarlengo. Después abandonó la sala.
Habían sellado las puertas de la Capilla Sixtina, tal como mandaba la tradición, con dos pesadas cadenas. Cuatro Guardias Suizos vigilaban en el pasillo. Mortati sabía que las puertas sólo se abrirían, antes de elegir al Papa, si alguien de los encerrados caía mortalmente enfermo, o si los preferiti llegaban. Mortati rezó para que fuera lo último, aunque a juzgar por el nudo de su estómago no estaba demasiado seguro.
Cumplamos nuestro deber, decidió Mortati, guiándose por la fuerza que proyectaba la voz del camarlengo. En consecuencia, había convocado una votación. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Habían tardado media hora en terminar los rituales que precedían a la primera votación. Mortati había esperado con paciencia en el altar principal, mientras cada cardenal, por orden descendente de edad, se había acercado y procedido a votar según el ritual.
Ahora, por fin, el último cardenal había llegado al altar, y estaba arrodillado ante él.
—Pongo por testigo a Dios nuestro Señor —declaró el cardenal, tal como habían hecho los demás—, quien será mi juez, que otorgo mi voto al que considero ante Dios que debería ser elegido.
El cardenal se incorporó. Alzó el voto por encima de su cabeza para que todo el mundo lo viera. Después, bajó el voto hasta el altar, donde una bandeja descansaba sobre un amplio cáliz. Depositó el voto sobre la bandeja. A continuación, alzó la bandeja y la utilizó para dejar caer el voto en el cáliz. Se utilizaba la bandeja para impedir que alguien depositara varios votos en secreto.
Después de votar, volvió a colocar la bandeja sobre el cáliz, se inclinó ante la cruz y regresó a su asiento.
Habían depositado el último voto.
Ahora Mortati tenía que empezar a trabajar.
Con la bandeja encima del cáliz, agitó los votos para mezclarlos. Después, apartó la bandeja y extrajo un voto al azar. Lo desdobló. La papeleta medía cinco centímetros de ancho exactos. Leyó en voz alta para que todo el mundo le oyera.
—Eligo in summum pontificem… —anunció, leyendo el texto impreso en la parte superior de cada papeleta. Elijo como Sumo Pontífice.
Después, dijo el nombre del elegido. A continuación, alzó una aguja enhebrada y perforó la papeleta por la palabra Eligo, y deslizó con cuidado la papeleta en el hilo. Después, tomó nota del voto en un cuaderno.
A continuación, repitió el mismo procedimiento. Eligió un voto del cáliz, lo leyó en voz alta, lo enhebró en el hilo y anotó el nombre en el libro. Casi de inmediato, Mortati presintió que la primera votación se saldaría con el fracaso. No habría consenso. Al cabo de tan sólo siete votos, ya habían sido nominados siete cardenales. Como de costumbre, la caligrafía de cada voto se disimulaba con mayúsculas o letra ornamentada. El disimulo no dejaba de ser irónico en este caso, porque era evidente que los cardenales estaban votando por sí mismos. Mortati sabía que este aparente engreimiento no tenía nada que ver con las ambiciones personales. Era una maniobra defensiva. Una táctica dilatoria para asegurar que ningún cardenal recibiría suficientes votos para ganar… y se forzaría otra votación.
Los cardenales estaban esperando a sus favoriti…
Una vez tomada nota del último voto, Mortati declaró la votación «fallida».
Tomó el hilo del que colgaban todas las papeletas y ató los extremos para crear un aro. Después, dejó el aro de votos sobre una bandeja de plata. Añadió los productos químicos necesarios y llevó la bandeja a una pequeña chimenea que había detrás de él. Prendió fuego a los votos. Cuando ardieron, los productos químicos crearon un humo negro. El humo ascendió por una tubería hasta un agujero del tejado, que se elevaba por encima de la capilla para que todo el mundo fuera testigo. El cardenal Mortati acababa de enviar su primer comunicado al mundo exterior.
Una votación. No había Papa.