La bajada fue lenta.
Langdon descendió peldaño a peldaño por la escalerilla que conducía al subterráneo de la Capilla Chigi. Me meto en el agujero del demonio, pensó. Estaba encarado a la pared lateral, de espaldas a la cripta, y se preguntó cuántos espacios angostos más podría encontrar en un solo día. La escalerilla crujía a cada paso que daba, y el intenso olor a carne descompuesta y humedad eran casi asfixiantes. Langdon se preguntó dónde demonios estaba Olivetti.
La silueta de Vittoria aún era visible arriba, empuñando el soplete que iluminaba a Langdon. A medida que descendía, el resplandor se iba atenuando. Lo único que aumentaba era el hedor.
Doce peldaños más abajo, sucedió. El pie de Langdon se posó en un punto resbaladizo a causa de la putrefacción y se tambaleó. Saltó hacia adelante y aferró la escalerilla con los antebrazos para no caer al fondo. Maldijo las contusiones que florecían en sus brazos, impulsó su cuerpo hacia la escalerilla de nuevo y continuó su descenso.
Tres peldaños después, estuvo a punto de caer, pero en esta ocasión no fue un peldaño lo que causó el accidente. Fue un ataque de miedo. Había pasado ante un nicho de la pared, y de pronto se encontró cara a cara con una colección de calaveras. Cuando contuvo la respiración y miró a su alrededor, cayó en la cuenta de que este nivel de la pared era un laberinto de nichos sepulcrales, llenos de esqueletos. A la luz fosforescente, se materializó un conglomerado de cuencas oculares vacías y cajas torácicas putrefactas.
Esqueletos a la luz de las velas, pensó con ironía, al darse cuenta de que había padecido una velada similar el mes pasado. Una noche de huesos y llamas. La cena de beneficencia del Museo de Arqueología de Nueva York, celebrada a la luz de las velas: salmón flameado a la sombra de un esqueleto de brontosauro. Había acudido a la invitación de Rebecca Strauss, en otro tiempo modelo, ahora crítica de arte del Times, un torbellino de terciopelo negro, cigarrillos y pechos remodelados de una manera poco sutil. Desde entonces, le había llamado dos veces. Langdon no le había devuelto las llamadas. Muy poco caballeroso, pensó, mientras se preguntaba cuánto tiempo duraría Rebecca Strauss en un pozo hediondo como éste.
Langdon experimentó un gran alivio cuando sintió que el último peldaño daba paso a la tierra esponjosa del fondo. Notó húmedo el suelo que pisaba. Una vez seguro de que las paredes no iban a cerrarse sobre él, se volvió hacia la cripta. Era circular, de unos seis metros de diámetro. Langdon, que volvía a respirar tapándose la nariz con la manga de la chaqueta, desvió la vista hacia el cadáver. La imagen se veía borrosa en la oscuridad. Un contorno blanco, carnoso. Con la cara mirando en dirección contraria. Inmóvil. Silencioso.
Avanzó y trató de entender lo que estaba contemplando. El hombre le daba la espalda, de forma que Langdon no podía ver su cara, pero parecía estar de pie.
—¿Hola? —dijo Langdon con voz estrangulada. Nada. Cuando se acercó más, reparó en que el hombre era muy bajo. Demasiado
—¿Qué está pasando? —preguntó Vittoria desde arriba al tiempo que movía el soplete.
Langdon no contestó. Estaba lo bastante cerca para verlo todo. Comprendió, y lo que vio le repugnó. Tuvo la impresión de que la cámara se estrechaba a su alrededor. Del suelo del pozo emergía un anciano… o, mejor dicho, la mitad de él. Estaba enterrado hasta la cintura en la tierra. Desnudo. Las manos atadas a la espalda con el fajín rojo de cardenal. Erguido, con la espalda arqueada hacia atrás como un saco de arena. El hombre tenía los ojos alzados hacia el cielo, como si implorara ayuda a Dios.
—¿Está muerto? —preguntó Vittoria.
Langdon avanzó hacia el cuerpo. Por su bien, espero que sí. Cuando estuvo a menos de un metro, miró los ojos levantados hacia las alturas. Se le salían de las órbitas, azules e inyectados en sangre. Langdon se inclinó para comprobar si aún respiraba, pero retrocedió al instante.
—¡Por los clavos de Cristo!
—¿Qué?
Langdon estuvo a punto de vomitar.
—Está muerto. Acabo de descubrir la causa de la muerte. —La visión era espeluznante—. Le han llenado la boca de tierra. Murió asfixiado.
—¿De tierra?
Langdon respiró hondo. Tierra. Casi lo había olvidado, Las marcas. Tierra, Aire, Fuego, Agua. El asesino había amenazado con marcar a cada víctima con uno de los antiguos elementos de la ciencia. El primer elemento era la Tierra. Desde la tumba terrenal de San. Mareado por las emanaciones, Langdon rodeó el cadáver. Al moverse, el estudioso de los símbolos que era repitió en voz alta el desafío artístico de crear el ambigrama mítico. ¿Tierra? ¿Cómo? Y no obstante, un instante después, lo tuvo frente a él. Siglos de leyendas sobre los Illuminati remolinearon en su mente. La marca impresa en el pecho del cardenal estaba chamuscada y sanguinolenta. La carne se había ennegrecido, La lingua pura…
Langdon contempló la marca, mientras la cripta empezaba a dar vueltas a su alrededor.
—Tierra —susurró, y giró la cabeza para ver el símbolo al revés—. Tierra.
Después, horrorizado, cayó en la cuenta. Hay tres más.