Chinita Macri estaba furiosa. Iba sentada en el asiento del pasajero de la camioneta de la BBC, que acababa de desviarse por Via Tomacelli. Gunther Glick estaba consultando el plano de Roma, al parecer desorientado. Tal como ella temía, el desconocido había vuelto a llamar, esta vez con información.
—Piazza del Popolo —insistió Glick—. Es lo que estamos buscando. Hay una iglesia en la plaza. Y dentro está la prueba.
—La prueba. —Chinita dejó de limpiar las gafas y se volvió hacia él—. ¿La prueba de que el cardenal ha sido asesinado?
—Eso dijo.
—¿Te crees todo lo que te dicen?
Como tantas veces, Chinita deseó estar al mando. Sin embargo, los cámaras de vídeo estaban sujetos a los caprichos de los reporteros dementes para los cuales rodaban. Si Gunther Glick deseaba seguir una débil pista telefónica, Macri era como un perro sujeto a una correa.
Le miró, sentado en el asiento del conductor, la mandíbula apretada. Los padres del hombre, decidió, debían de ser comediantes frustrados, para ponerle de nombre Gunther Glick. No era de extrañar que el pobre tipo necesitara demostrar algo. No obstante, pese a su desgraciado nombre y a la irritante ansiedad por dejar huella, Glick era dulce, como una especie de Hugh Grant atiborrado de litio.
—¿No deberíamos volver a San Pedro? —dijo Macri con la mayor paciencia posible—. Ya vendremos a investigar esta misteriosa iglesia más tarde. Hace una hora que empezó el cónclave. ¿Y si los cardenales llegan a una decisión en nuestra ausencia?
Glick no pareció oírla.
—Creo que estamos haciendo lo correcto. —Inclinó el plano y volvió a estudiarlo—. Eso es, si giro a la derecha… y luego, enseguida a la izquierda…
Se desvió hacia la calle estrecha que tenían delante.
—¡Cuidado! —chilló Macri.
Era una cámara experta, y tenía muy buena vista. Por suerte, Glick también fue rápido. Pisó los frenos y consiguió no entrar en el cruce justo cuando una hilera de cuatro Alfa Romeo aparecían de la nada y pasaban como una exhalación. Enseguida, los coches aminoraron la velocidad y giraron a la izquierda una manzana más adelante, siguiendo la ruta exacta que Glick quería tomar.
—¡Maníacos! —gritó Macri.
Glick parecía impresionado.
—¿Has visto eso?
—¡Sí, lo he visto! ¡Un poco más y nos matan!
—No, me refiero a los coches —dijo Glick con voz nerviosa de repente—. Todos eran iguales.
—Eso quiere decir que eran maníacos carentes de imaginación.
—Los coches iban llenos.
—¿Y qué?
—¿Cuatro coches idénticos, todos con cuatro pasajeros?
—¿Has oído hablar de compartir coche?
—¿En Italia? —Glick inspeccionó el cruce—. Ni siquiera han oído hablar de la gasolina sin plomo.
Pisó el acelerador y salió tras los coches.
Macri se hundió contra el respaldo de su asiento.
—¿Qué estás haciendo?
Glick aceleró y giró a la izquierda, en persecución de los Alfa Romeo.
—Algo me dice que tú y yo no somos los únicos que van a esa iglesia.