El taxi de Langdon y Vittoria completó el trayecto de más de un kilómetro, Via della Scrofa arriba, en apenas un minuto. Frenaron en el lado sur de la Piazza del Popolo poco antes de las ocho. Como no llevaba liras, Langdon pagó al conductor en dólares. Vittoria y él bajaron. La plaza estaba en silencio, salvo por las risas de un puñado de clientes sentados en la terraza del popular Rosati Café, un lugar donde solían reunirse literatos italianos. La brisa olía a espresso y pastas.
Langdon aún estaba conmocionado por su equivocación. No obstante, una mirada superficial a la plaza bastó para que su sexto sentido se pusiera en estado de alerta. La plaza parecía imbuida del espíritu de los Illuminati. No sólo poseía una forma perfectamente elíptica, sino que en el centro se alzaba un obelisco egipcio, una columna cuadrada de piedra con un claro extremo piramidal. Restos del pillaje al que se entregaba la Roma imperial, había obeliscos esparcidos por toda la ciudad, y los simbologistas se referían a ellos como «Pirámides Elevadas», extensiones apuntadas al cielo de la sagrada forma piramidal.
Sin embargo, cuando los ojos de Langdon ascendieron por el monolito, otra cosa llamó su atención. Algo todavía más notable.
—Estamos en el lugar correcto —dijo en voz baja—. Mira eso. —Langdon señaló la imponente Porta del Popolo, la alta arcada de piedra que dominaba el otro lado de la plaza. En el centro del punto más elevado de la arcada había una talla simbólica—. ¿Te suena?
Vittoria alzó la vista.
—¿Una estrella brillante sobre una pila de piedras triangular?
Langdon negó con la cabeza.
—Una fuente de Iluminación sobre una pirámide.
Vittoria se volvió, con los ojos muy abiertos.
—Como… ¿el Gran Sello de Estados Unidos?
—Exacto. El símbolo masónico del billete de un dólar.
Vittoria respiró hondo y examinó la plaza.
—¿Dónde está la maldita iglesia?
La iglesia de Santa María del Popolo se erguía como un buque de guerra fuera de lugar, torcida sobre una colina situada en la esquina sudeste de la plaza. La torre de andamios que cubrían la fachada la dotaban de un aspecto todavía más desatinado.
La actividad mental de Langdon era frenética cuando corrieron hacia el edificio. Contempló la iglesia maravillado. ¿Era posible que estuviera a punto de cometerse un asesinato en su interior? Ojalá Olivetti se diera prisa. No le gustaba sentir el peso de la pistola en el bolsillo.
La escalinata de la iglesia estaba tallada en forma de ventaglio un abanico curvo, irónico en este caso porque estaba oculta por andamios, maquinaria de construcción y un letrero de advertencia: COSTRUZIONE. NON ENTRARE.
Langdon comprendió que una iglesia cerrada por obras significaba privacidad total para un asesino. Todo lo contrario del Panteón. Sobraban los trucos. Sólo había que descubrir una forma de entrar.
Vittoria avanzó sin vacilar entre los caballetes y empezó a subir por la escalera.
—Vittoria —le previno Langdon—, si el hombre sigue ahí dentro…
Ella continuó como si no le hubiera oído. Se dirigió a la única puerta de madera de la iglesia. Langdon corrió tras ella. Antes de que pudiera decir una palabra, la joven asió el pomo y tiró de él. Langdon contuvo el aliento. La puerta no se movió.
—Tiene que haber otra entrada —dijo Vittoria.
—Es probable —contestó Langdon, y expulsó el aire—, pero Olivetti llegará dentro de un minuto. Entrar es demasiado peligroso. Deberíamos vigilar la iglesia desde aquí hasta que…
Vittoria se volvió y le fulminó con la mirada.
—Si hay otra forma de entrar, hay otra forma de salir. Si este tipo desaparece, estamos f’ungiti.
Langdon sabía suficiente italiano para saber que la joven tenía razón.
La callejuela que discurría junto al costado derecho de la iglesia era oscura y estrecha, con paredes altas a ambos lados. Olía a orina, un aroma común en una ciudad donde los bares superaban a los lavabos públicos en una proporción de veinte a uno.
Langdon y Vittoria se internaron en la penumbra fétida. Habían recorrido unos quince metros, cuando Vittoria tiró del brazo de Langdon y señaló.
El también la vio. Más adelante había una discreta puerta de madera de pesados goznes. Langdon comprendió que era la habitual porta sacra, una entrada privada para el clero. La mayoría de dichas entradas habían caído en desuso años antes, cuando la proliferación de edificios y la escasez de suelo público relegaron las entradas laterales a callejones engorrosos.
Vittoria corrió hacia la puerta. Llegó y contempló el pomo, al parecer perpleja. Langdon se paró tras ella y miró el peculiar aro en forma de donut que colgaba del punto donde habría tenido que estar el pomo.
—Un annulus —susurró.
Langdon levantó el aro con la mano sin hacer ruido. Tiró hacia él. El aro crujió. Vittoria se removió, con expresión inquieta. Langdon torció el aro en el sentido de las agujas del reloj. Giró trescientos sesenta grados, sin engranarse. Langdon frunció el ceño y giró en la otra dirección, con el mismo resultado.
Vittoria miró hacia el final del callejón.
—¿Crees que habrá otra entrada?
Langdon lo dudaba. La mayoría de catedrales del Renacimiento estaban diseñadas como fortalezas improvisadas, en el caso de que la ciudad fuera invadida. Tenían las menos entradas posibles.
—Si hay otra forma de acceder —dijo—, estará oculta en el bastión posterior, más una vía de escape que una entrada.
Vittoria ya se había puesto en movimiento.
Langdon la siguió. Las paredes se alzaban hacia el cielo a ambos lados. En algún lugar, una campana empezó a dar las ocho…
Robert Langdon no oyó a Vittoria la primera vez que le llamó. Se había detenido ante una vidriera cubierta de barrotes y estaba intentando escudriñar el interior de la iglesia.
—¡Robert!
Su voz fue un susurro airado.
Langdon alzó la vista. Vittoria se encontraba al final del callejón. Señalaba hacia la parte posterior de la iglesia y le estaba haciendo señas. Langdon corrió hacia ella de mala gana. En la base de la pared posterior, un baluarte de piedra sobresalía, ocultando una gruta estrecha, una especie de pasadizo angosto que penetraba en los cimientos de la iglesia.
—¿Una entrada? —preguntó Vittoria.
Langdon asintió. Una salida, en realidad, pero vamos a dejarnos de minucias técnicas.
Vittoria se arrodilló y escrutó el túnel.
—Vamos a ver si la puerta está abierta.
Langdon abrió la boca para protestar, pero Vittoria tomó su mano y le arrastró hasta la abertura.
—Espera —dijo Langdon.
Ella se volvió hacia él, impaciente.
Langdon suspiró.
—Yo pasaré primero.
Vittoria pareció sorprenderse.
—¿Más muestras de caballerosidad?
—La edad antes que la belleza.
—¿Eso ha sido un cumplido?
Langdon sonrió y se internó en la oscuridad.
—Cuidado con los escalones.
Avanzó poco a poco en las tinieblas, con una mano apoyada sobre el muro. Notó la piedra afilada. Por un instante, recordó el antiguo mito de Dédalo, cuando el muchacho recorría el laberinto del Minotauro con una mano apoyada en la pared, sabiendo que le habían garantizado encontrar el final si no rompía el contacto con la piedra. Langdon avanzó, no muy seguro de querer encontrar el final.
El túnel se estrechaba un poco, y Langdon caminó más despacio. Notaba la presencia de Vittoria a su espalda. Cuando la pared se curvó a la izquierda, el túnel se abrió a un nicho semicircular. Había una tenue luz en este punto. Langdon distinguió el contorno de una pesada puerta de madera.
—Oh oh —dijo.
—¿Cerrada con llave?
—Lo estaba.
—¿Lo estaba?
Vittoria apareció a su lado.
Langdon señaló. Iluminada por un rayo de luz procedente del interior, la puerta estaba entreabierta… con los goznes rotos por una barra de hierro todavía alojada en la madera.
Permanecieron un momento en silencio. Después, en la oscuridad, Langdon sintió las manos de Vittoria sobre el pecho, palpando, y luego se deslizaron debajo de su chaqueta.
—Relájese, profesor —dijo—. Estoy buscando la pistola.
En aquel momento, en el interior de los Museos Vaticanos, un destacamento de la Guardia Suiza se desplegó en todas direcciones. Reinaba la oscuridad, y los guardias utilizaban visores infrarrojos. Las imágenes que percibían los hombres tenían un siniestro tono verdoso. Todos los guardias llevaban auriculares conectados con un detector en forma de antena que oscilaba rítmicamente delante de cada uno, los mismos aparatos que utilizaban dos veces a la semana para buscar micrófonos ocultos en el Vaticano. Se movían de manera metódica, miraban detrás de estatuas, dentro de nichos, armarios, debajo de muebles. Las antenas sonarían si detectaban el campo magnético más ínfimo.
Esta noche, sin embargo, no detectaban nada.