El guía que le pisaba los talones dificultaba la inspección de Langdon. El hombre continuaba su incesante perorata, y Langdon se preparó para examinar el último nicho.
—¡Da la impresión de que le gustan mucho esos nichos! —dijo el guía, muy complacido—. ¿Sabía que la forma ahusada de las paredes es el motivo de que la cúpula parezca ingrávida?
Langdon asintió, sin oír ni una palabra. De repente, alguien le agarró por detrás. Era Vittoria. Estaba sin aliento. Por la expresión aterrorizada de su cara, Langdon sólo pudo imaginar una cosa. Ha encontrado un cadáver. Se sintió invadido por el miedo.
—¡Ah, su mujer! —exclamó el guía, entusiasmado por la perspectiva de contar con otro oyente. Indicó sus shorts y las botas de montaña.
—¡Usted sí que es norteamericana! Vittoria entornó los ojos. —Soy italiana.
La sonrisa del guía se desvaneció.
—Oh, Dios mío.
—Robert —susurró Vittoria, dando la espalda al guía—. He de ver el Diagramma de Galileo.
—¿El Diagramma? —dijo el guía—. ¡Caramba! ¡Ustedes sí que saben historia! Por desgracia, ese documento no se puede ver. Se halla en la sección secreta de los Archivos del Vat…
—¿Nos disculpa un momento? —dijo Langdon. El pánico de Vittoria le confundía. La llevó a un lado, buscó en su bolsillo y extrajo con mucho cuidado el folio del Diagramma—. ¿Qué pasa?
—¿Cuál es la fecha de ese documento? —preguntó Vittoria, mientras examinaba la hoja.
El guía los asaltó de nuevo, y contempló el folio boquiabierto.
—Ése no es… el verdadero…
—Una reproducción para turistas —intervino Langdon—. Gracias por su ayuda, señor. Mi mujer y yo queremos estar un momento a solas.
El guía retrocedió, pero ni por un momento apartó la mirada del papel.
—La fecha —repitió Vittoria a Langdon—. ¿Cuándo publicó Galileo…?
Langdon señaló unos números romanos en la línea inferior.
—Ésta es la fecha de publicación. ¿Qué pasa?
Vittoria descifró el número.
—¿Mil seiscientos treinta y nueve?
—Sí. ¿Qué ocurre?
Un presagio se insinuó en los ojos de Vittoria.
—Tenemos problemas, Robert. Muy graves. Las fechas no coinciden.
—¿Qué fechas no coinciden?
—La tumba de Rafael. No le enterraron aquí hasta 1759. Un siglo después de que el Diagramma fuera publicado.
Langdon la miró sin comprender.
—No —contestó—. Rafael murió en 1520, mucho antes del Diagramma.
—Sí, pero no le enterraron aquí hasta mucho más tarde.
Langdon se sentía perdido.
—¿De qué estás hablando?
—Acabo de leerlo. El cadáver de Rafael fue trasladado al Panteón en 1758. Fue con motivo de una especie de tributo histórico a italianos eminentes.
Cuando asimiló las palabras, Langdon experimentó la sensación de que le habían quitado una alfombra de debajo de los pies de un tirón.
—Cuando el poema fue escrito —siguió Vittoria—, la tumba de Rafael estaba en otro sitio. En aquel entonces, el Panteón no tenía nada que ver con Rafael.
Langdon no podía respirar.
—Pero eso… significa…
—¡Sí, significa que nos hemos equivocado de lugar!
Langdon se tambaleó. Imposible… Yo estaba seguro…
Vittoria corrió hacia el guía.
—Perdone, signore. ¿Dónde estaba el cadáver de Rafael en el siglo diecisiete?
—Urb… Urbino —tartamudeó el hombre, perplejo—. Su ciudad natal.
—¡Imposible! —Langdon se maldijo—. Los altares de la ciencia de los Illuminati estaban aquí, en Roma. ¡Estoy seguro!
—¿Illuminati? —El guía lanzó una exclamación ahogada y miró otra vez el documento que Langdon sostenía—. ¿Quiénes son ustedes?
Vittoria se hizo cargo de la situación.
—Buscamos algo llamado la tumba terrenal de Santi. ¿Puede decirnos cuál podría ser?
El guía parecía inquieto.
—Ésta es la única tumba de Rafael en Roma.
Langdon intentó pensar, pero su mente se resistía. Si la tumba de Rafael no estaba en Roma en 1655, ¿a qué se refería el poema? La tumba terrenal de Santi en el agujero del demonio. ¿Qué demonios es? ¡Piensa!
—¿Hubo otro artista apellidado Santi? —preguntó Vittoria.
El guía se encogió de hombros.
—No que yo sepa.
—¿Y alguien que no fuera famoso? ¿Un científico, un poeta o un astrónomo de apellido Santi?
Daba la impresión de que el guía tenía ganas de marcharse.
—No, señora. El único Santi del que he oído hablar es Rafael, el arquitecto.
—¿Arquitecto? —dijo Vittoria—. ¡Pensaba que era pintor!
—Era ambas cosas, por supuesto. Todos lo eran. Miguel Ángel, Da Vinci, Rafael.
Langdon no supo si fueron las palabras del guía o las tumbas labradas que los rodeaban lo que le iluminó, pero daba igual. La idea germinó en su mente. Santi era arquitecto. A partir de eso, la progresión de pensamientos fue como fichas de dominó que fueran cayendo una tras otra. Los arquitectos del Renacimiento sólo vivían por dos motivos: alabar a Dios con grandes iglesias, y alabar a dignatarios con tumbas lujosas. La tumba de Santi. ¿Podría ser? Las imágenes se sucedieron con mayor rapidez.
La Mona Lisa de Da Vinci.
Los Lirios acuáticos de Monet.
El David de Miguel Ángel.
La tumba terrenal de Santi…
—Santi diseñó la tumba —dijo Langdon.
Vittoria se volvió.
—¿Qué?
—No es una referencia al lugar donde está enterrado Rafael, sino que se refiere a una tumba que él diseñó.
—¿De qué estás hablando?
—Malinterpreté la pista. Lo que estamos buscando no es la tumba de Rafael, sino una tumba que Rafael diseñó para alguien. No puedo creer que me equivocara. La mitad de las esculturas hechas en la Roma del Renacimiento y el Barroco eran de tipo funerario. —Langdon sonrió—. ¡Rafael debió de diseñar cientos de tumbas!
La noticia no alegró a Vittoria.
—¿Cientos?
La sonrisa de Langdon se desvaneció.
—Oh.
—¿Alguna de ellas terrenal, profesor?
De pronto, Langdon se sintió torpe. Sabía muy poco sobre la obra de Rafael. Con Miguel Ángel habría sido más preciso, pero la obra de Rafael nunca le había cautivado. Langdon sólo recordaba un par de las tumbas más famosas de Rafael, pero no estaba seguro de cuál era su apariencia.
Como si intuyera el bloqueo de Langdon, Vittoria se volvió hacia el guía, que se iba alejando poco a poco. Le agarró del brazo al instante.
—Necesito una tumba. Diseñada por Rafael. Una tumba que pudiera considerarse terrenal.
El guía parecía disgustado.
—¿Una tumba de Rafael? No sé. Diseñó muchas. Además, debe de referirse a una capilla de Rafael, no a una tumba. Los arquitectos siempre diseñaban las capillas conjuntamente con la tumba.
Langdon cayó en la cuenta de que el hombre tenía razón.
—¿Existen tumbas o capillas de Rafael que se consideren terrenales?
El hombre se encogió de hombros.
—Lo siento. No sé qué quiere decir. Terrenal no describe nada que yo conozca. Tengo que marcharme.
Vittoria le retuvo y leyó el folio.
—«Desde la tumba terrenal de San, / en el agujero del demonio». ¿Significa algo para usted?
—Nada.
Langdon alzó la vista de repente. Había olvidado por un momento la segunda parte del verso. ¿El agujero del demonio?
—¡Sí! —dijo al guía—. ¡Ya está! ¿Hay alguna capilla de Rafael que tenga un oculus?
El guía meneó la cabeza.
—Que yo sepa, el Panteón es único —hizo una pausa—. Pero…
—¿Pero qué? —dijeron al unísono Langdon y Vittoria.
El guía ladeó la cabeza.
—¿Un agujero del demonio? —Murmuró para sí y se dio golpecitos en los dientes—. Agujero del demonio… Eso es… buco diavolo?
Vittoria asintió.
—Literalmente, sí.
El guía sonrió apenas.
—Hace mucho tiempo que no oía esa expresión. Si no me equivoco, un buco diavolo se refiere a una cripta subterránea.
—¿Una cripta subterránea? —preguntó Langdon.
—Sí, pero un tipo de cripta muy concreto. Creo que el agujero del demonio es un antiguo término utilizado para referirse a una cavidad sepulcral de buen tamaño situada en una capilla… debajo de otra tumba.
—¿Un osario? —preguntó Langdon, que había reconocido al instante lo que el hombre estaba describiendo.
El guía se quedó impresionado.
—¡Sí! Esa es la palabra que estaba buscando.
Langdon reflexionó unos momentos. Los osarios eran un apaño barato eclesiástico para solucionar dilemas engorrosos. Cuando las iglesias honraban a sus miembros más distinguidos con tumbas ornamentadas en el interior del santuario, los miembros supervivientes de la familia solían pedir que los enterraran juntos… para de esta forma asegurarse de que contarían con un codiciado lugar de sepultura dentro de la iglesia. Sin embargo, si la iglesia carecía de espacio o fondos para habilitar tumbas dedicadas a toda una familia, a veces excavaban un osario al lado, un agujero en el suelo, cerca de la tumba, donde sepultaban a los miembros de la familia menos favorecidos por la fortuna. El agujero se cubría a continuación con el equivalente del Renacimiento a una tapa de alcantarilla. Aunque conveniente, el osario pasó de moda pronto, debido sobre todo al hedor que invadía a menudo la catedral. El agujero del demonio, pensó Langdon. Nunca había oído la expresión. Le parecía siniestramente acertada.
El corazón de Langdon latía desbocado. Desde la tumba terrenal de San y en el agujero del demonio. Sólo quedaba por hacer una pregunta.
—¿Diseñó Rafael alguna tumba que contara con un agujero del demonio?
El guía se rascó la cabeza.
—Lo siento, pero… sólo se me ocurre una.
¡Sólo una! Langdon no podría haber soñado con una respuesta mejor.
—¿Dónde? —gritó casi Vittoria.
El guía los miró de una manera extraña.
—Se llama la Capilla Chigi. La tumba de Agostino Chigi y su hermano, acaudalados mecenas de las artes y las ciencias.
—¿Ciencias? —dijo Langdon, e intercambió una mirada con Vittoria.
—¿Dónde? —repitió Vittoria.
El guía hizo caso omiso de la pregunta, entusiasmado de nuevo por poder ayudar.
—En cuanto a si la tumba es terrenal o no, lo ignoro, pero la verdad es que es… differente, podríamos decir.
—¿Diferente? —preguntó Langdon—. ¿En qué?
—Incongruente con la arquitectura. Rafael sólo fue el arquitecto. Otro escultor se hizo cargo de los adornos interiores. No me acuerdo quién fue.
Langdon era todo oídos. El anónimo maestro de los Illuminati tal vez.
—El autor de los monumentos interiores carecía de gusto —insistió el guía—. Dio mio! Atrocità! ¿Quién querría estar enterrado debajo de pirámides?
Langdon apenas daba crédito a sus oídos.
—¿Pirámides? ¿La capilla contiene pirámides?
—Lo sé —bufó el guía—. Terrible, ¿verdad?
Vittoria agarró el brazo del guía.
—Signore, ¿dónde está esa Capilla Chigi?
—En la iglesia de Santa Maria del Popolo, al norte de la ciudad.
Vittoria exhaló un suspiro.
—Gracias. Vamos a…
—Eh —dijo el guía—. Se me acaba de ocurrir algo. Qué tonto soy.
Vittoria paró en seco.
—No me diga que se ha equivocado, por favor.
El hombre negó con la cabeza.
—No, pero tendría que haberlo pensado antes. La Capilla Chigi no siempre fue conocida por ese nombre. La llamaban la Capella della Terra.
Vittoria dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.
Vittoria Vetra abrió su móvil mientras atravesaba a toda prisa la Piazza della Rotunda.
—Comandante Olivetti —dijo—. ¡Nos hemos equivocado de sitio!
—¿Qué quiere decir? —preguntó Olivetti, perplejo.
—¡El primer altar de la ciencia está en la Capilla Chigi!
—¿Dónde? —Olivetti parecía irritado—. Pero el señor Langdon dijo…
—¡Santa María del Popolo! ¡Ordene a sus hombres que se dirijan allí! ¡Nos quedan cuatro minutos!
—¡Pero mis hombres están apostados aquí! No puedo…
—¡Muévase!
Vittoria cerró el teléfono.
Langdon salió del Panteón, desconcertado.
Vittoria agarró su mano y tiró de él hacia la cola de taxis, al parecer sin conductor, que esperaban junto al bordillo. Golpeó el capó del primer coche de la fila. El conductor adormilado se irguió sobresaltado. Vittoria abrió una de las puertas traseras y empujó a Langdon al interior. Después saltó detrás de él.
—Santa María del Popolo —ordenó—. Presto!
El conductor, con aspecto delirante y medio aterrorizado, pisó el acelerador y salió disparado.