61

Dentro del Panteón reinaba una atmósfera fría y húmeda, cargada de historia. El techo flotaba como ingrávido. La cúpula tenía cuarenta y tres metros de diámetro y era más grande incluso que la de San Pedro. Como siempre, Langdon sintió un escalofrío cuando entró en la estancia cavernosa. Era una notable fusión de ingeniería y arte. Sobre ellos, un estrecho rayo de sol vespertino penetraba por el famoso agujero circular del techo. El oculus, pensó Langdon. El agujero del demonio.

Habían llegado.

Los ojos de Langdon siguieron el arco del techo hasta las columnas que formaban las paredes, y por fin hasta el suelo de mármol pulido. El tenue eco de pasos y los murmullos de los turistas resonaban en toda la cúpula. Langdon examinó la docena de turistas que vagaban en las sombras. ¿Estás aquí?

—Parece muy tranquilo —dijo Vittoria, sin soltar su mano.

Langdon asintió.

—¿Dónde está la tumba de Rafael?

Langdon pensó un momento, mientras intentaba orientarse. Inspeccionó la estancia. Tumbas. Altares. Columnas. Nichos. Señaló un monumento funerario especialmente ornamentado, enfrente y a la izquierda.

—Creo que Rafael está allí.

Vittoria examinó el resto de la sala.

—No veo a nadie que parezca un asesino a punto de matar a un cardenal. ¿Echamos un vistazo?

Langdon asintió.

—Sólo existe un lugar en el que alguien podría esconderse. Será mejor que vayamos a los rientranze.

—¿Los nichos?

—Sí —señaló Langdon—. Los nichos.

Alrededor del perímetro, intercalados con las tumbas, había una serie de nichos semicirculares practicados en el muro. Los nichos, aunque no eran enormes, sí eran lo bastante grandes para que alguien se escondiera en las sombras. Por desgracia, Langdon sabía que en otro tiempo albergaban estatuas de los dioses del Olimpo, pero las esculturas paganas habían sido destruidas cuando el Vaticano convirtió el Panteón en una iglesia cristiana. Sintió una punzada de frustración al saber que se hallaba en el primer altar de la ciencia, y que el indicador había desaparecido. Se preguntó qué estatua habría sido ese indicador, y adónde habría señalado. Langdon no podía imaginar mayor emoción que encontrar un indicador de los Illuminati, una estatua que, de manera disimulada, señalara el Sendero de la Iluminación. Una vez más, se preguntó quién habría sido el anónimo escultor Illuminatus.

—Yo me ocuparé del arco izquierdo —dijo Vittoria, indicando la mitad izquierda de la circunferencia—. Tú ve por la derecha. Nos veremos dentro de ciento ochenta grados.

Langdon sonrió desganado.

Cuando Vittoria se alejó, él sintió que el horror de la situación se insinuaba en su mente. Cuando se volvió y caminó hacia la derecha, la voz del asesino pareció susurrar en el espacio muerto que le rodeaba. A las ocho en punto. Vírgenes sacrificadas en el altar de la ciencia. Una progresión matemática de muerte. Ocho, nueve, diez, once… ya medianoche. Langdon consultó su reloj: 19:52. Ocho minutos.

Cuando avanzó hacia los primeros nichos, pasó ante la tumba de un rey católico de Italia. El sarcófago, como muchos en Roma, estaba torcido con respecto a la pared, colocado de una manera errónea. Un grupo de visitantes parecía confuso por este hecho. Langdon no se detuvo a dar explicaciones. Las tumbas cristianas oficiales solían estar mal alineadas con la arquitectura que las albergaba con el fin de mirar al este. Era una antigua superstición que Langdon había comentado en la clase de simbología el mes pasado.

—¡Eso es totalmente incongruente! —había exclamado una estudiante de la primera fila, cuando Langdon explicó el motivo de que las tumbas estuvieran orientadas hacia el este—. ¿Por qué quieren los cristianos que sus tumbas estén orientadas al sol naciente? Estamos hablando de la cristiandad, no de adoradores del sol.

Langdon sonrió, paseó ante la pizarra y masticó una manzana.

—¡Señor Hitzrot! —gritó.

Un joven que dormitaba en la parte de atrás se incorporó sobresaltado.

—¿Qué? ¿Yo?

Langdon señaló un cartel de arte del Renacimiento clavado en la pared.

—¿Quién es el hombre arrodillado ante Dios?

—Er… ¿Un santo?

—Brillante. ¿Cómo sabe que es un santo?

—¿No tiene un halo?

—Excelente. ¿Ese halo dorado le recuerda algo?

Hitzrot sonrió.

—¡Sí! Estudiamos esas cosas egipcias el trimestre pasado. Esos… mmm… ¡discos solares!

—Gracias, Hitzrot. Vuelve a dormir. —Langdon se volvió hacia la clase—. Los halos, como mucha simbología cristiana, se tomaron prestados de la antigua religión egipcia, que adoraba al sol. La cristiandad está plagada de ejemplos de adoración al sol.

—¿Perdón? —dijo la chica—. ¡Voy mucho a la iglesia, y no veo a nadie adorando al sol!

—¿De veras? ¿Qué se celebra el veinticinco de diciembre?

—Navidad. El nacimiento de Jesucristo.

—Pero según la Biblia, Cristo nació en marzo. ¿Qué hacemos celebrándolo a finales de diciembre?

Silencio.

Langdon sonrió.

—El veinticinco de diciembre, amigos míos, es la antigua fiesta pagana del sol invictus, el Sol Invencible, que coincide con el solsticio de invierno. Es esa época maravillosa del año en que el sol regresa y los días empiezan a alargarse.

Langdon dio otro mordisco a la manzana.

—Con el fin de conquistar religiones —continuó—, a menudo se adaptan festividades existentes para que la conversión sea menos traumática. Se llama transmutación. Ayuda a la gente a acostumbrarse a la nueva fe. Los creyentes conservan las mismas fechas sagradas, rezan en los mismos lugares sagrados, utilizan una simbología similar… y se limitan a sustituir a un dios por otro.

La chica se enfureció.

—¡Está insinuando que el cristianismo es una especie de… culto al sol reciclado!

—En absoluto. La cristiandad no tomó prestado tan solo el culto al sol. El ritual de la canonización cristiana proviene del antiguo rito de Euhemerus, el de convertir en dioses a seres humanos. La práctica de «devorar a los dioses», o sea, la Sagrada Comunión, proviene de los aztecas. Ni siquiera el concepto de Cristo muriendo por nuestros pecados es exclusivamente cristiano. El sacrificio de un joven para redimir los pecados de su pueblo aparece en la tradición de Quetzalcoatl.

La muchacha le miró indignada.

—¿De modo que el cristianismo no tiene nada de original?

—Muy pocas cosas son realmente originales en cualquier fe organizada. Las religiones no nacen de la nada. Surgen de otra. La religión moderna es un collage, un acta histórica adaptada de la lucha del hombre por comprender lo divino.

—Mmm… Un momento —dijo Hitzrot, que parecía haberse despertado—. Sé que el cristianismo tiene algo de original. Nuestra imagen de Dios. El arte cristiano nunca plasmó a Dios como el dios sol en forma de halcón, o como una representación azteca, o cosas raras. Siempre muestra a Dios como un anciano de barba blanca. Así que nuestra imagen de Dios es original, ¿verdad?

Langdon sonrió.

—Cuando los primeros cristianos conversos abandonaron sus deidades anteriores (dioses paganos, dioses romanos, griegos, el sol, Mitra, lo que sea), preguntaron a la Iglesia cuál era el aspecto de su nuevo dios cristiano. Muy sabiamente, la Iglesia eligió el rostro más temido, poderoso… y conocido de toda la historia documentada.

Hitzrot le miró con escepticismo.

—¿Un anciano de luenga barba?

Langdon señaló una jerarquía de dioses antiguos que colgaba en la pared. En lo alto había un anciano de barba larga y suelta.

—¿Conocen a Zeus?

La clase terminó al instante.

—Buenas noches —dijo una voz masculina.

Langdon pegó un bote. Estaba de vuelta en el Panteón. Se volvió y vio a un anciano vestido con una capa azul que exhibía una cruz roja bordada en el pecho. El hombre sonreía.

—Es usted inglés, ¿verdad?

El acento del hombre era toscano.

Langdon parpadeó, confuso.

—Pues la verdad es que no. Soy norteamericano.

—Oh, cielos, discúlpeme —dijo el hombre, avergonzado—. Como va tan bien vestido, pensé… Le pido perdón.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó Langdon, cuyo corazón se había acelerado.

—Pensé que quizá podría ayudarle yo. Soy el cicerone. —El hombre señaló con orgullo su placa—. Mí trabajo consiste en hacer que su visita a Roma sea más interesante.

¿Más interesante? Langdon estaba seguro de que esta visita a Roma era de lo más interesante.

—Parece un hombre distinguido —le lisonjeó el cicerone—, más interesado en la cultura que la mayoría. Quizá podría contarle la historia de este edificio fascinante.

Langdon sonrió cortésmente.

—Muy amable, pero de hecho soy historiador de arte, y…

—¡Soberbio! —Los ojos del hombre se iluminaron como si le hubiera tocado la lotería—. ¡No cabe duda de que considerará el edificio espléndido!

—Creo que preferiría…

—El Panteón fue construido por Marco Agripa en el año 27 antes de Cristo —anunció el hombre, buceando en su memoria.

—Sí —replicó Langdon—, y fue reconstruido por Adriano en el 119 después de Cristo.

—¡Fue la cúpula más grande del mundo hasta 1960, cuando fue eclipsada por la Supercúpula de Nueva Orleans!

Langdon gruñó. No había forma de parar al hombre.

—¡Y un teólogo del siglo quinto llamó al Panteón en una ocasión La Casa del Demonio, y advirtió que el agujero del techo era la entrada de los demonios!

Langdon siguió caminando. Sus ojos ascendieron hacia el oculus, y el recuerdo de la teoría sugerida por Vittoria proyectó una imagen aterradora en su mente: un cardenal marcado cayendo a través del agujero y estrellándose en el suelo de mármol. Eso sí que sería un acontecimiento mediático. Langdon se descubrió buscando reporteros en el Panteón. Ninguno. Respiró hondo. Era una idea absurda.

Cuando avanzó para proseguir su inspección, el guía le siguió como un perrito faldero. Eso me recuerda que no hay nada peor que un historiador de arte entusiasta, pensó Langdon.

Al otro lado de la sala, Vittoria estaba enfrascada en su propia búsqueda. Sola por primera vez desde que se había enterado de la muerte de su padre, sentía que la cruda realidad de las últimas ocho horas se estaba cerrando a su alrededor. Su padre había sido asesinado, cruel y repentinamente. Era casi tan doloroso como que la creación de su padre hubiera sido corrompida, convertida en herramienta de terroristas. Vittoria estaba abrumada por la culpa de que era su invención la que había permitido transportar la antimateria… Su contenedor, colocado en el interior del Vaticano. En un esfuerzo por colaborar en la búsqueda de la verdad emprendida por su padre… se había transformado en cómplice del caos.

Aunque pareciera raro, lo único que la consolaba en este momento era la presencia de un desconocido. Robert Langdon. Encontraba un inexplicable refugio en sus ojos, como la armonía del mar que había abandonado aquella misma mañana. Se alegraba de que estuviera con ella. No sólo era una fuente de energía y esperanza, sino que su mente había imaginado una forma de capturar al asesino de su padre.

Vittoria respiró hondo, mientras seguía inspeccionando el sector que le correspondía. Estaba abrumada por las fantasías inesperadas de venganza personal que habían dominado sus pensamientos todo el día. Quería ver muerto al asesino. Por más buen karma que poseyera, hoy no estaba dispuesta a presentar la otra mejilla. Perturbada y excitada, sentía correr por su sangre italiana algo que nunca había experimentado, los susurros de antepasados italianos que defendían el honor de la familia con justicia brutal. Vendetta, pensó Vittoria, y por primera vez en su vida, lo comprendió.

El ansia de venganza la impulsaba a seguir adelante. Se acercó a la tumba de Rafael Santi. Incluso desde lejos, supo que aquel individuo era especial. Su ataúd, al contrario que los demás, estaba protegido por un revestimiento de plexiglás y embutido en la pared. A través de la verja vio la parte delantera del sarcófago.

Vittoria estudió la tumba y leyó la descripción, consistente en una sola frase, en la placa que había al lado de la tumba de Rafael.

Luego volvió a leerla.

Después… la leyó de nuevo.

Un momento después, corrió horrorizada hacia donde estaba Langdon.

—¡Robert! ¡Robert!