A dos manzanas del Panteón, Langdon y Vittoria se acercaron a pie a una fila de taxis, cuyos conductores dormitaban en el asiento delantero. La hora de la siesta era eterna en la Ciudad Eterna. Dormir en público era una costumbre perfeccionada de las siestas importadas de la antigua España.
Langdon se esforzaba por concentrarse, pero la situación era demasiado anómala para asimilarla de una forma racional. Seis horas antes estaba durmiendo en Cambridge. Ahora se encontraba en Europa, atrapado en una batalla surrealista de antiguos titanes, con una semiautomática en el bolsillo de la chaqueta, cogido de la mano de una mujer a la que acababa de conocer.
Observó a Vittoria. Miraba fijamente hacia delante. Le asía la mano con la fuerza de una mujer independiente y decidida. Sus dedos envolvían los de él con la espontaneidad de una aceptación innata. Sin vacilar. Langdon experimentaba una creciente atracción. Sé realista, se dijo.
Por lo visto, Vittoria intuyó su inquietud.
—Relájate —dijo sin volver la cabeza—. Se supone que somos una pareja de recién casados.
—Estoy relajado.
—Me estás triturando la mano.
Langdon enrojeció y aflojó su presa.
—Respira por los ojos —dijo ella.
—¿Perdón?
—Relaja los músculos. Se llama pranayama.
—¿Prana qué?
—Pranayama. Da igual.
Cuando doblaron la esquina y entraron en la Piazza della Rotunda, el Panteón se alzó ante ellos. Langdon lo miró con asombro y reverencia, como siempre. El Panteón. Templo de todos los dioses. Dioses paganos. Dioses de la Naturaleza y de la Tierra. No recordaba que se pareciera tanto a una caja. Las columnas verticales y los pronaus triangulares ocultaban la cúpula circular que había detrás. Aun así, la audaz y poco modesta inscripción que destacaba sobre la entrada le confirmó que se encontraban en el punto exacto. M AGRIPPA L F COS TERTIUM FECIT. Langdon lo tradujo, como siempre, con estupor. Marco Agripa, cónsul por tercera vez, lo construyó.
Humilde el muchacho, pensó, y paseó los ojos a su alrededor. Varios turistas deambulaban por la zona con sus cámaras de vídeo. Otros se habían sentado, para disfrutar del mejor café helado de Roma en La Tazza di Oro. Ante la entrada del Panteón, cuatro policías armados estaban firmes, tal como Olivetti había pronosticado.
—Parece que hay mucha tranquilidad —dijo Vittoria.
Langdon asintió, pero se sentía preocupado. Ahora que se encontraba aquí en persona, todo lo que estaba sucediendo se le antojaba surrealista. Pese a la aparente fe de Vittoria en que él tenía razón, Langdon comprendió que había depositado toda su fe en la primera línea. No podía apartar de su mente el poema de los Illuminati. Desde la tumba terrenal de San, / en el agujero del demonio. SÍ, se dijo. Este era el lugar. La tumba de Santi. Había estado aquí muchas veces, bajo el oculus del Panteón, y visitado la tumba del gran Rafael.
—¿Qué hora es? —preguntó Vittoria.
Langdon consultó su reloj.
—Las siete y cincuenta minutos. Faltan diez para el inicio del espectáculo.
—Espero que esos tipos sean buenos —dijo Vittoria, mientras observaba a los turistas que entraban en el Panteón—. Si algo sucede dentro de la cúpula, estaremos expuestos al fuego cruzado.
Langdon exhaló un profundo suspiro y avanzó hacia la entrada. La pistola le pesaba en el bolsillo. Se preguntó qué pasaría si los policías le registraban y encontraban el arma, pero los agentes no le dirigieron ni una mirada. Por lo visto, el disfraz era convincente.
—¿Has disparado otra cosa que no fuera un dardo anestesiante? —susurró a Vittoria.
—¿No confías en mí?
—¿Confiar en ti? Si apenas te conozco.
Vittoria frunció el ceño.
—Y yo que pensaba que éramos recién casados.