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La «sala de organización» de la Guardia Suiza se halla junto a los barracones del Corpo di Vigilanza, y se usa sobre todo para planear la seguridad de las apariciones papales y los acontecimientos públicos del Vaticano. Hoy, no obstante, la utilizaban para otra cosa.

El hombre que dirigía la palabra a la fuerza era el segundo al mando de la Guardia Suiza, el capitán Elias Rocher. Rocher era un individuo corpulento de facciones delicadas, como de masilla. Vestía el uniforme tradicional azul de capitán con un toque personal, una boina roja inclinada sobre la cabeza. Su voz era sorprendentemente cristalina para un hombre de su corpulencia, y cuando hablaba, su tono poseía la claridad de un instrumento musical. Pese a la precisión de su entonación, los ojos de Rocher estaban nublados como los de un mamífero nocturno. Sus subordinados le llamaban «orso», oso. A veces, comentaban en broma que Rocher era «el oso que caminaba a la sombra de la víbora». El comandante Olivetti era la víbora. Rocher era tan mortífero como la víbora, pero al menos era predecible.

Los hombres de Rocher estaban en posición de firmes. Ninguno movía un músculo, aunque la información que acababan de recibir les había acelerado el pulso.

El teniente Chartrand, un novato, se hallaba al fondo de la sala, arrepentido de no haber formado parte del noventa y nueve por ciento de aspirantes rechazados. A los veinte años, Chartrand era el guardia más joven de la fuerza. Llevaba tan sólo tres meses en el Vaticano. Como todos los hombre presentes, Chartrand era un Guardia Suizo entrenado, y había soportado dos años de preparación adicional en Berna, antes de presentarse a la dura prova celebrada en barracones secretos situados en las afueras de Roma. Sin embargo, su entrenamiento no le había preparado para una crisis como ésta.

Al principio, Chartrand pensó que la reunión informativa era una especie de ejercicio de entrenamiento extravagante. ¿Armas futuristas? ¿Sectas antiquísimas? ¿Cardenales secuestrados? Después, Rocher les había enseñado el vídeo grabado en directo del arma en cuestión. Por lo visto, no se trataba de un ejercicio.

—Cortaremos la electricidad en zonas seleccionadas —estaba diciendo Rocher—, con el fin de eliminar interferencias magnéticas externas. Trabajaremos en grupos de cuatro. Utilizaremos gafas de visión infrarroja. El registro se efectuará con los rastreadores de micrófonos ocultos tradicionales. ¿Alguna pregunta?

Ninguna.

La mente de Chartrand estaba sobrecargada.

—¿Y si no la encontramos a tiempo? —preguntó, cosa de la que se arrepintió de inmediato.

El oso le miró. Después, despidió al grupo de hombres con un sombrío saludo.

—Que Dios os asista, muchachos.