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—Siete cuarenta y seis y treinta… Listos.

Incluso cuando hablaba por el walkie-talkie, la voz de Olivetti nunca parecía elevarse por encima de un susurro.

Langdon estaba sudando enfundado en su chaqueta de tweed en el asiento trasero del Alfa Romeo, que estaba avanzando por la Piazza de la Concorde, a tres manzanas del Panteón. Vittoria iba sentada a su lado, como fascinada por Olivetti, que estaba transmitiendo sus órdenes finales.

—El despliegue se llevará a cabo a las ocho en punto —dijo el comandante—. Todo el perímetro, con especial atención a la entrada. El objetivo puede que os conozca de vista, de manera que no os dejaréis ver. Fuerza no mortal únicamente. Necesitaremos que alguien se ocupe del tejado. El blanco es fundamental. Acompañante secundario.

Jesús, pensó Langdon, sintiendo escalofríos por la eficacia con la que el comandante había comunicado a sus hombres que el cardenal era prescindible. Acompañante secundario.

—Repito. Captura no mortal. Necesitamos vivo al objetivo. Adelante.

Olivetti desconectó su walkie-talkie.

Vittoria parecía estupefacta, casi irritada.

—¿No va a entrar nadie, comandante?

Olivetti se volvió.

—¿Entrar?

—¡En el Panteón! ¿Dónde cree que va a suceder?

Attento —dijo Olivetti, con ojos inflexibles—. Si se ha producido algún tipo de infiltración en mis filas, es posible que conozcan a mis hombres de vista. Su colega acaba de advertirme de que ésta será nuestra única oportunidad de atrapar al objetivo. No tengo la intención de asustar a nadie entrando con mis hombres.

—¿Y si el asesino ya está dentro?

Olivetti consultó su reloj.

—El objetivo fue concreto. A las ocho en punto. Faltan quince minutos.

—Dijo que mataría al cardenal a las ocho, pero es posible que ya haya entrado con la víctima. ¿Y si sus hombres ven al objetivo salir, pero no saben quién es? Alguien ha de comprobar que no se halla en el interior.

—Demasiado arriesgado en este momento.

—Si la persona que entra no puede ser reconocida, el riesgo es inexistente.

—Operativos camuflados significarían una pérdida de tiempo irreparable y…

—Me refería a mí.

Langdon se volvió y la miró.

Olivetti meneó la cabeza.

—De ninguna manera.

—Asesinó a mi padre.

—Exacto, lo cual quiere decir que podría reconocerla.

—Ya le oyó por teléfono. No tenía ni idea de que Leonardo Vetra tuviera una hija. Estoy convencida de que no sabe cuál es mi aspecto. Podría entrar como una turista más. Si veo algo sospechoso, salgo a la plaza y hago una señal a sus hombres para que entren.

—Lo siento, pero no puedo permitirlo.

¿Comandante? —El receptor de Olivetti crepitó—. La situación nos es desfavorable desde el punto norte. La fuente nos bloquea la vista. No podemos ver la entrada a menos que nos situemos en la plaza. ¿Qué ordena? ¿Prefiere que permanezcamos ocultos o vulnerables?

Por lo visto, Vittoria ya había aguantado bastante.

—Estoy harta. Me voy.

Abrió la puerta y bajó.

Olivetti dejó caer el walkie-talkie y saltó del coche. Cortó el paso a Vittoria.

Langdon también bajó. ¿Qué diablos está haciendo esa chica?

—Señorita Vetra, su intención es buena, pero no puedo permitir que un civil se entrometa.

—¿Se entrometa? Usted vuela a ciegas. Deje que le ayude.

—Me gustaría contar con alguien en el interior, pero…

—Pero ¿qué? —preguntó Vittoria—. ¿Pero soy una mujer?

Olivetti no dijo nada.

—Espero que no fuera a decir eso, comandante, porque sabe muy bien que he tenido una idea buena, y si deja que patochadas machistas arcaicas…

—Déjenos hacer nuestro trabajo.

—Déjeme ayudar.

—Demasiado peligroso. No tendríamos líneas de comunicación con usted. No puedo permitir que cargue con un walkie-talkie, la delataría.

Vittoria buscó en el bolsillo de la camisa y sacó el móvil.

—Muchos turistas llevan teléfono.

Olivetti frunció el ceño.

Vittoria abrió el teléfono y simuló llamar.

—Hola, cariño, estoy en el Panteón. ¡Deberías verlo! —Cerró el teléfono y miró a Olivetti—. ¿Quién rayos se va a enterar? La situación no me pone en peligro. ¡Deje que sea sus ojos! —Señaló el móvil que Olivetti llevaba sujeto al cinto—. ¿Cuál es su número?

Olivetti no contestó.

El conductor había estado mirando, como abismado en sus pensamientos. Bajó del coche y se llevó al comandante a un lado. Hablaron entre susurros durante diez segundos. Por fin, Olivetti asintió y volvió.

—Programe este número.

Empezó a dictar los dígitos.

Vittoria programó el teléfono.

—Ahora, llame al número.

Vittoria obedeció. El teléfono de Olivetti empezó a sonar. Lo levantó y habló.

—Entre en el edificio, señorita Vetra, eche un vistazo, salga del edificio, luego llámeme y dígame qué ha visto.

Vittoria cerró el teléfono.

—Gracias, señor.

Langdon experimentó una súbita e inesperada oleada de instinto protector.

—Espere un momento —dijo a Olivetti—. No pensará enviarla sola.

Vittoria le miró con el ceño fruncido.

—No me pasará nada.

El Guardia Suizo se puso a hablar otra vez con Olivetti.

—Es peligroso —dijo Langdon a Vittoria.

—Tiene razón —dijo Olivetti—. Ni siquiera mis mejores hombres trabajan solos. Mi lugarteniente acaba de comentar que la mascarada será más convincente si van los dos juntos.

¿Los dos? Langdon vaciló. En realidad, lo que quería decir

—Si entran juntos —dijo Olivetti—, parecerán una pareja de turistas. Además, podrán apoyarse mutuamente. Me sentiré más tranquilo así.

Vittoria se encogió de hombros.

—Estupendo, pero hemos de proceder con rapidez.

Langdon gruñó. Bien por ti, vaquero.

—La primera calle que encontrarán será la Via degli Orfani —señaló Olivetti—. Tuerzan a la izquierda. Los llevará directamente al Panteón. Dos minutos a pie, como máximo. Yo estaré aquí, al mando de mis hombres y esperando su llamada. Me gustaría que fueran protegidos. —Sacó su pistola—. ¿Alguno de ustedes dos sabe utilizar un arma?

El corazón de Langdon se paró un momento. ¡No necesitamos una pistola!

Vittoria extendió la mano.

—Puedo darle a una marsopa desde cuarenta metros de distancia, disparando desde la proa de un barco en movimiento.

—Bien. —Olivetti le entregó la pistola—. Tendrá que esconderla.

Vittoria echó un vistazo a sus shorts. Después, miró a Langdon.

¡Oh no, eso no!, pensó él, pero Vittoria actuó con rapidez. Le abrió la chaqueta e introdujo el arma en uno de los bolsillos del pecho. Fue como si le hubieran metido una piedra en la chaqueta, y su único consuelo era que el Diagramma descansaba en el otro bolsillo.

—Nuestro aspecto es de lo más inofensivo —dijo Vittoria—. Nos vamos.

Tomó a Langdon del brazo y empezó a caminar.

—Cogidos del brazo queda mejor —gritó el conductor—. Recuerden que son turistas. Recién casados, incluso. ¿Y si se cogen de la mano?

Cuando dobló la esquina, Langdon habría podido jurar que vio en el rostro de Vittoria la sombra de una sonrisa.