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Langdon y Vittoria salieron al patio de los Archivos Secretos. El aire fresco fue como una droga cuando penetró en los pulmones de Langdon. Los puntos púrpura que dificultaban su visión se borraron enseguida. No así la culpa. Había sido cómplice del robo de una reliquia de incalculable valor, perpetrado en los archivos más privados del mundo. El camarlengo había dicho: Le entrego mi confianza.

—Deprisa —dijo Vittoria, con el folio en la mano, mientras atravesaba Via Borgia en dirección al despacho de Olivetti.

—Si el papiro se moja…

—Cálmate. Cuando descifremos este documento, devolveremos a su lugar el Folio Cinco.

Langdon aceleró el paso para alcanzarla. Además de sentirse como un delincuente, aún estaba aturdido por las increíbles implicaciones del documento. John Milton era un Illuminatus. Compuso el poema para que Galileo lo publicara en el Folio 5… lejos de los ojos del Vaticano.

Cuando salieron del patio, Vittoria entregó el folio a Langdon.

—¿Crees que puedes descifrar esto? ¿O nos hemos cargado todas esas células cerebrales para nada?

Langdon tomó el documento con cautela. Lo guardó sin vacilar en un bolsillo de la chaqueta, para protegerlo de la luz ambiental y los peligros de la humedad.

—Ya lo he descifrado.

Vittoria paró en seco.

—¿Que que?

Langdon siguió caminando.

Vittoria se apresuró a darle alcance.

—¡Lo has leído una vez! ¡Pensaba que sería difícil!

Langdon sabía que ella tenía razón, pero había descifrado el segno en cuanto lo había leído por primera vez. Una estancia perfecta de pentámetro yámbico, y el primer altar de la ciencia se había revelado con prístina transparencia. Cierto, la facilidad con que había liquidado la tarea no dejaba de inquietarle. Era un hijo de la ética puritana del trabajo. Aún se acordaba de su padre cuando recitaba el viejo aforismo de Nueva Inglaterra: Si no te resultó penosamente difícil, lo hiciste mal. Langdon confiaba en que el dicho fuera falso.

—Lo descifré —dijo caminando a un paso más vivo—. Sé dónde ocurrirá el primer asesinato. Hemos de advertir a Olivetti.

Vittoria se acercó a él.

—¿Cómo pudiste hacerlo? Déjame ver otra vez esa cosa.

Le introdujo la mano en el bolsillo con la pericia de un carterista y sacó el folio.

—¡Cuidado! —dijo Langdon—. No puedes…

Vittoria no le hizo caso. Flotó a su lado con el folio en la mano, sosteniendo en alto el documento a la luz del atardecer, y examinó los márgenes. Cuando empezó a leer en voz alta, Langdon intentó recuperar el folio, pero se quedó hechizado cuando oyó la voz de Vittoria recitando en voz alta las sílabas, al ritmo de su paso.

Por un momento, Langdon se sintió transportado en el tiempo, como si fuera contemporáneo de Galileo, escuchando el poema por primera vez, a sabiendas de que era una prueba, un plano, una pista que desvelaba los cuatro altares de la ciencia, los cuatro indicadores que trazaban un sendero secreto a través de Roma… El verso surgía de los labios de Vittoria como una canción.

Desde la tumba terrenal de San, en el agujero del demonio. Cruzando Roma esos místicos cuatro elementos se revelan. La senda de luz, secreta prueba. Que ángeles guíen tu búsqueda.

Vittoria lo leyó dos veces y guardó silencio, como si dejara que las antiguas palabras resonaran por voluntad propia.

Desde la tumba terrenal de San, repitió Langdon en su mente. El poema era claro como el agua a ese respecto. El Sendero de la Iluminación empezaba en la tumba de San. Desde allí, cruzando Roma, los indicadores iluminaban el sendero.

Desde la tumba terrenal de San, en el agujero del demonio. Cruzando Roma esos místicos cuatro elementos se revelan.

Místicos cuatro elementos. Muy claro también. Tierra, Aire, fuego, Agua. Elementos de la ciencia, los cuatro indicadores de los Illuminati disfrazados de esculturas religiosas.

—El primer indicador parece encontrarse en la tumba de San —dijo Vittoria.

Langdon sonrió.

—Ya te dije que no era tan difícil.

—¿Y quién es San? —preguntó la joven, como entusiasmada de repente—. ¿Dónde está su tumba?

Langdon rio para sí. Le asombraba que tan poca gente supiera que San era el apócope del apellido de uno de los artistas del Renacimiento más famosos. El mundo le conocía por su nombre… El niño prodigio que a la edad de veinticinco años ya estaba haciendo encargos para el papa Julio II, y cuando murió a la temprana edad de treinta y ocho años, dejó la mayor colección de frescos que el mundo había visto jamás. Era un gigante del arte mundial, y ser conocido por el nombre significaba un nivel de popularidad sólo alcanzado por unos pocos elegidos, gente como Napoleón, Galileo y Jesús, y por supuesto, los semidioses que ahora oía sonar a toda pastilla en los edificios comunitarios de Harvard: Sting, Madonna, Jewel y el artista antes conocido como Prince, que se había cambiado su nombre por el símbolo "¥", provocando que Langdon le bautizara como «Cruz en Tau en intersección con Ankh hermafrodita».

—San es el apócope de Santi, el apellido del gran maestro del Renacimiento, Rafael.

Vittoria se sorprendió.

—¿Ese Rafael?

—El único.

Langdon se encaminó a la oficina de la Guardia Suiza.

—¿El sendero arranca de la tumba de Rafael?

—Es muy lógico —dijo Langdon mientras caminaban a buen paso—. Los Illuminati solían considerar a los grandes artistas y escultores hermanos honorarios en el esclarecimiento. Tal vez los Illuminati escogieron la tumba de Rafael a modo de homenaje.

Langdon también sabía que Rafael, como muchos otros artistas dedicados al arte religioso, era sospechoso de ateísmo.

Vittoria deslizó el folio con cuidado en el bolsillo de Langdon.

—¿Dónde está enterrado?

Langdon respiró hondo.

—Lo creas o no, Rafael está enterrado en el Panteón.

Vittoria le dirigió una mirada escéptica.

—¿En el Panteón?

Ese Rafael en ese Panteón.

Langdon tuvo que admitir que no esperaba ese lugar como emplazamiento del primer indicador. Imaginaba que el primer altar de la ciencia estaría situado en una tranquila iglesia apartada, algo más sutil. Incluso en el siglo XVII, el Panteón, con su tremenda cúpula hueca, era uno de los lugares más conocidos de Roma.

—¿El Panteón es una iglesia? —preguntó Vittoria.

—La iglesia católica más antigua de Roma.

Vittoria meneó la cabeza.

—¿De veras crees que van a matar al primer cardenal en el Panteón? Es uno de los puntos turísticos más concurridos de la ciudad.

Langdon se encogió de hombros.

—Los Illuminati dijeron que querían que todo el mundo lo viera. Matar a un cardenal en el Panteón abrirá algunos ojos.

—Pero ¿cómo espera ese individuo asesinar a alguien en el Panteón y escapar sin más? Eso sería imposible.

—¿Tan imposible como secuestrar a cuatro cardenales y sacarlos del Vaticano? El poema es preciso.

—¿Estás seguro de que Rafael está enterrado en el Panteón?

—He visto su tumba muchas veces.

Vittoria asintió, con expresión preocupada.

—¿Qué hora es?

Langdon consultó su reloj.

—Las siete y media.

—¿El Panteón está lejos?

—Un kilómetro y medio, tal vez. Tenemos tiempo.

—El poema habla de la tumba terrenal de Santi. ¿Te sugiere eso algo?

Langdon cruzó en diagonal el Patio de los Centinelas.

—¿Terrenal? No debe de haber un lugar más terrenal en toda Roma que el Panteón. Recibió su nombre de la primera religión que se practicaba allí: el panteísmo. La adoración a todos los dioses, en especial los dioses paganos de la Madre Tierra.

Cuando estudiaba arquitectura, Langdon había descubierto con asombro que las dimensiones de la cámara principal del Panteón constituían un tributo a Gea, la diosa de la Tierra. Las proporciones eran tan exactas que un gigantesco globo esférico podía caber a la perfección dentro del edificio, con menos de un milímetro de espacio libre.

—De acuerdo —dijo Vittoria, al parecer más convencida—. ¿Y el agujero del demonio? ¿Desde la tumba terrenal de San en el agujero del demonio?

Langdon no estaba tan seguro al respecto.

—El agujero del demonio debe referirse al oculus —dijo apelando a la lógica—. La famosa abertura circular en el techo del Panteón.

—Pero es una iglesia —insistió Vittoria, manteniendo el paso—. ¿Por qué llamarían a la abertura el agujero del demonio?

Langdon también se lo estaba preguntando. Nunca había oído la expresión «agujero del demonio», pero recordaba una famosa crítica lanzada contra el Panteón en el siglo XVI, cuyas palabras se le antojaron extrañamente apropiadas en este momento. Beda el Venerable había escrito en una ocasión que el agujero del techo del Panteón había sido practicado por demonios, que intentaban escapar del edificio cuando fue consagrado por Bonifacio IV.

—¿Por qué utilizaron los Illuminati el apellido Santi, cuando todo el mundo le conocía como Rafael? —preguntó Vittoria cuando entraron en un patio más pequeño.

—Haces muchas preguntas.

—Mi padre también lo decía.

—Tal vez el propósito de utilizar «Santi» fue conseguir que la pista fuera más oscura, de forma que sólo hombres esclarecidos reconocerían la referencia a Rafael.

Vittoria no se quedó muy convencida.

—Estoy segura de que el apellido de Rafael era muy conocido cuando vivía.

—Pues no, aunque parezca sorprendente. Que a alguien le reconociera por el nombre era un símbolo de su rango. Rafael ocultó su apellido como muchas estrellas del pop actuales. Piensa en Madonna, por ejemplo. Nunca utiliza su apellido, Ciccone.

Vittoria le miró, divertida.

—¿Sabes el apellido de Madonna?

Langdon se arrepintió del ejemplo. Era asombrosa la cantidad de basura que una mente almacenaba cuando vivía con diez mil estudiantes.

Cuando Vittoria y él dejaron atrás la última puerta que conducía a la oficina de la Guardia Suiza, alguien los detuvo sin previo aviso.

Fermati! —atronó una voz a su espalda.

Langdon y Vittoria giraron en redondo, y se encontraron ante el cañón de un rifle.

Attento! —exclamó Vittoria, al tiempo que daba un salto hacia atrás—. Ten cuidado…

Non sportarti! —replicó el guardia, y amartilló el arma.

Soldato! —ordenó una voz desde el patio. Olivetti estaba saliendo del centro de seguridad—. ¡Déjalos pasar!

El guardia le miró perplejo.

Ma, signore, é una donna

—¡Adentro! —chilló al guardia.

Signore, non posso…

—¡Inmediatamente! Tienes órdenes nuevas. El capitán Rocher informará al cuerpo dentro de dos minutos. Vamos a organizar un registro.

El guardia, desconcertado, entró corriendo en el centro de seguridad. Olivetti avanzó hacia Langdon, tenso y echando chispas.

—¿Nuestros Archivos más secretos? Exijo una explicación.

—Traemos buenas noticias —dijo Langdon.

Olivetti entornó los ojos.

—Será mejor que esté en lo cierto.