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En la Cámara 10 de los Archivos, Robert Langdon recitaba números en italiano, mientras examinaba la caligrafía del manuscrito que tenía ante él. Mille… cento… uno, due, tre… cinquanta. ¡Necesito una referencia numérica! ¡Algo, maldita sea!

Al llegar al final del folio que estaba examinando, levantó la espátula para pasar la página. Cuando alineó la herramienta con la página siguiente, lo hizo con movimientos torpes, pues le costaba sujetarla con firmeza. Unos minutos después, bajó la vista y se dio cuenta de que había abandonado la espátula y estaba pasando las páginas a mano. Uf pensó, y se sintió algo culpable. La falta de oxígeno estaba afectando a sus inhibiciones. Por lo visto, arderé en el fuego de los archiveros.

—Ya era hora —dijo Vittoria con voz estrangulada, cuando vio que Langdon pasaba las páginas con la mano. Dejó caer la espátula y le imitó.

—¿Ha habido suerte?

Vittoria negó con la cabeza.

—Nada que parezca puramente matemático. Lo estoy mirando por encima, pero no he encontrado la menor pista.

Langdon continuó traduciendo sus folios con creciente dificultad. Su conocimiento del italiano era precario, en el mejor de los casos, y la letra diminuta y el Lenguaje arcaico dificultaban su labor. Vittoria llegó al final de su montón antes que Langdon, y pasó las páginas hacia atrás con expresión desesperanzada. Se inclinó sobre la mesa dispuesta a una inspección más minuciosa.

Cuando Langdon terminó su página final, maldijo por lo bajo y miró a Vittoria. La joven tenía el ceño fruncido, con la vista clavada en su folio.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

Vittoria no levantó la vista.

—¿Había notas a pie de página en tus folios?

—No me he fijado. ¿Por qué?

—Esta página tiene una. Está oculta en una arruga.

Langdon intentó ver lo que estaba mirando, pero sólo pudo distinguir el número de la página en la esquina superior derecha de la hoja. Folio 5. Tardó un momento en asimilar la coincidencia, y cuando lo hizo, la relación se le antojó vaga. Folio Cinco. Cinco, Pitágoras, pentagramas, Illuminati. Langdon se preguntó si los Illuminati habrían escogido la página cinco para ocultar su pista. Langdon vislumbró un diminuto rayo de esperanza.

—¿La nota es una fórmula matemática?

Vittoria meneó la cabeza.

—Texto. Una línea. Letra muy pequeña. Casi ilegible.

Las esperanzas de Langdon se desvanecieron.

—Se supone que ha de ser una anotación matemática. Lingua pura.

—Sí, lo sé. —La joven vaciló—. No obstante, creo que te gustará oír esto.

Langdon percibió emoción en su voz.

—Adelante.

Vittoria leyó la línea.

—«La senda de luz, secreta prueba.»

Las palabras no se parecían a lo que Langdon había imaginado.

—¿Perdón?

Vittoria releyó la línea.

—«La senda de luz, secreta prueba.»

—¿Senda de luz?

Langdon se irguió.

—Eso es lo que dice. La senda de luz.

Cuando asimiló las palabras, Langdon sintió que un instante de clarividencia se abría paso entre su delirio. La senda de luz, secreta prueba. No tenía ni idea de cómo iba a ayudarlos, pero la línea era una referencia directa al Sendero de la Iluminación. Senda de luz. Secreta prueba. Experimentó la sensación de que su cabeza, era un motor alimentado por combustible de mala calidad.

—¿Estás segura de la traducción?

Vittoria vaciló.

—La verdad… —Le dirigió una mirada extraña—. En realidad, no es una traducción. La línea está escrita en inglés.

Por un instante, Langdon pensó que la acústica de la cámara había afectado a su sentido del oído.

—¿En inglés?

Vittoria empujó el documento hacia él, y Langdon leyó la diminuta inscripción que había al pie de la página.

«La senda de luz, secreta prueba.» ¿En inglés? ¿Qué hace una frase en inglés en un libro italiano?

Vittoria se encogió de hombros. Ella también estaba un poco mareada.

—¿Tal vez por lingua pura se referían al inglés? Se considera la lengua internacional de la ciencia. Es la que todos hablamos en el CERN.

—Pero esto fue en el siglo diecisiete —protestó Langdon—. Nadie hablaba inglés en Italia, ni siquiera… —Calló, al darse cuenta de lo que estaba a punto de decir—. Ni siquiera… el clero. —Habló con más rapidez—. El inglés era un idioma que el Vaticano aún no había aceptado. Hablaban en italiano, latín, alemán, incluso en español y francés, pero el inglés no existía en el seno del Vaticano. Lo consideraban un idioma contaminado, de librepensadores, propio de hombres profanos como Chaucer y Shakespeare.

Langdon pensó de repente en las marcas de los Illuminati que representaban la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua. La leyenda de que las marcas estaban escritas en inglés adquirió un siniestro sentido en aquel momento.

—¿Estás diciendo que quizá Galileo consideraba el inglés la lingua pura, porque era el único idioma que el Vaticano no controlaba?

—Sí, o tal vez al indicar la pista en inglés, Galileo estaba impidiendo de una manera sutil que el Vaticano lo leyera.

—Pero eso ni siquiera es una pista —protestó Vittoria—. La senda de luz, secreta prueba. ¿Qué significa eso?

Tiene razón, pensó Langdon. La línea no les servía de ayuda. Pero cuando repitió la frase de nuevo en su mente, un dato extraño llamó su atención. Esto sí que es raro, pensó. ¿Qué probabilidades existen?

—Hemos de salir de aquí —dijo Vittoria con voz ronca.

Langdon no estaba escuchando. La senda de luz, secreta prueba.

—Es un maldito verso de un pentámetro yámbico —dijo de repente, y volvió a contar las sílabas—. Cinco pareados de sílabas alternas tónicas y átonas.

Vittoria no le entendió.

—¿Perdón?

Por un instante, Langdon se encontró sentado un sábado por la mañana en clase de inglés, en la Phillips Exeter Academy. El infierno en la tierra. La estrella de béisbol del colegio, Peter Greer, no conseguía recordar el número de pareados necesarios para formar un pentámetro yámbico de Shakespeare. Su profesor, un dicharachero maestro llamado Bissell, saltó sobre la mesa y aulló:

—¡Pentámetro, Greer! ¡Piensa en la base del bateador! ¡Un pentágono! ¡Cinco lados! ¡Penta! ¡Penta! ¡Penta!

Cinco pareados, pensó Langdon. Cada pareado, por definición, tenía dos sílabas, pero lo que realidad contaba era que el verso tuviera diez sílabas. No podía creer que en toda su carrera no hubiera sido capaz de establecer la relación. El pentámetro yámbico era un metro simétrico basado en los números sagrados de los Illuminati, cinco y dos.

¡Estás llegando!, se dijo Langdon, mientras intentaba desechar la idea. ¡Una coincidencia absurda! Pero la idea se resistía a desaparecer. Cinco, por Pitágoras y el pentagrama. Dos, por la dualidad de todas las cosas.

Un momento después, se dio cuenta de otra cosa, que paralizó sus piernas. Al pentámetro yámbico, debido a su sencillez, le solían llamar «verso puro» o «metro puro». ¿La lingua pura? ¿Podía ser el lenguaje puro al que se referían los Illuminati? La senda de luz, secreta prueba

—Oh oh —dijo Vittoria.

Langdon giró en redondo y vio cómo la joven invertía el folio. Sintió un nudo en el estómago.

—¡No es posible que esa línea sea un ambigrama!

—No, no es un ambigrama, pero es…

Seguía imprimiendo giros de noventa grados a la hoja.

—¿Qué es?

Vittoria alzó la vista.

—No es la única línea.

—¿Hay otra?

—Hay seis líneas diferentes que forman una especie de espiral. Creo que es un poema.

—¿Seis líneas?

Langdon bullía de entusiasmo. ¿Galileo era poeta?

—¡Déjame ver!

Vittoria no le entregó la página. Siguió dándole vueltas.

—No vi las líneas antes porque están en los bordes. —Torció la cabeza sobre la última línea—. Ajá. ¿Sabes una cosa? Galileo ni siquiera escribió esto.

—¿Cómo?

—El poema está firmado por John Milton.

—¿John Milton?

El influyente poeta inglés, autor de El paraíso perdido, fue contemporáneo de Galileo y su afición a las conspiraciones le puso en primer lugar de la lista de sospechosos de pertenecer a los Illuminati. La supuesta pertenencia de Milton a los Illuminati de Galileo era una leyenda que Langdon sospechaba cierta. No sólo había efectuado Milton un peregrinaje bien documentado a Roma en 1638, para «comunicarse con los hombres esclarecidos», sino que había asistido a reuniones con Galileo durante el arresto domiciliario del científico, reuniones plasmadas en muchos cuadros del Renacimiento, incluido el famoso Galileo y Milton de Annibale Gatti, que ahora colgaba en el Instituto y Museo de Historia de la Ciencia de Florencia.

—Milton conocía a Galileo, ¿verdad? —dijo Vittoria, al tiempo que entregaba por fin el folio a Langdon—. ¿Es posible que escribiera el poema como un favor?

Langdon apretó los dientes cuando se apoderó del documento. Lo alisó sobre la mesa y leyó la línea superior. Después, giró noventa grados la página y leyó la línea del margen derecho. Otro giro, y leyó la inferior. Otro giro, a la izquierda. Dos giros finales completaron la espiral. Había seis líneas en total. La primera que Vittoria había descubierto era, en realidad, la quinta del poema. Boquiabierto, leyó las seis líneas de nuevo en el sentido de las agujas del reloj: arriba, derecha, abajo, izquierda, arriba, derecha. Cuando terminó, estaba jubiloso. Su mente no albergaba la menor duda.

—Lo ha encontrado, señorita Vetra.

Ella le dedicó una sonrisa tensa.

—Bien. Ahora, ¿podemos salir sin pérdida de tiempo de aquí?

—He de copiar estas líneas. Necesito encontrar lápiz y papel.

Vittoria mostró su desaprobación con un movimiento de cabeza.

—Olvídalo, profesor. No hay tiempo para jugar a escribas. Mickey está contando los segundos.

Le arrebató la página de las manos y se dirigió hacia la puerta.

Langdon se levantó.

—¡No puedes sacarla fuera! Es una…

Pero Vittoria ya se había ido.