53

En algún lugar de Roma, una figura oscura descendía por una rampa de piedra que conducía a un túnel subterráneo. El antiguo pasadizo estaba iluminado sólo por antorchas, de modo que la atmósfera era opresiva y calurosa. De algún lugar en el interior del túnel llegaban los ecos de las voces aterradas de hombres de edad avanzada que gritaban en vano.

Los vio cuando dobló la esquina, tal como los había dejado: cuatro ancianos aterrorizados, encerrados tras barrotes de hierro oxidados en un cubículo de piedra.

Qui êtes-vous? —preguntó uno de los hombres en francés—. ¿Qué quiere de nosotros?

Hilfe! —dijo otro en alemán—. ¡Déjenos salir!

—¿Sabe quiénes somos? —preguntó uno en inglés, con acento español.

—Silencio —ordenó la voz rasposa. El tono era terminante.

El cuarto prisionero, un italiano silencioso y meditabundo, miró el abismo negro de los ojos de su captor y juró que veía el infierno. Que Dios nos asista, pensó.

El asesino consultó su reloj y luego volvió a examinar a sus prisioneros.

—Bien —dijo—. ¿Quién será el primero?