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Robert Langdon se paró ante la Cámara 9 y leyó las etiquetas de las estanterías.

BRAHE… CLAVIUS… COPERNICUS… KEPLER… NEWTON…

Mientras releía los nombres, experimentó una súbita inquietud. Aquí están los científicos, pero ¿dónde está Galileo?

Se volvió hacia Vittoria, que estaba examinando el contenido de una cámara cercana.

—He encontrado el tema correcto, pero Galileo falta.

—No —contestó la joven, mientras indicaba la siguiente cámara—. Está aquí, pero espero que hayas traído tus gafas de leer, porque toda la cámara es para él.

Langdon corrió a su lado. Vittoria tenía razón. Todas las etiquetas de la Cámara 10 exhibían la misma palabra clave.

IL PROCESSO GALILEANO

Langdon lanzó un silbido, cuando comprendió por qué Galileo tenía su propia cámara.

—El caso Galileo —se maravilló, mientras miraba a través del cristal los contornos oscuros de las estanterías—. El proceso legal más largo y más caro de la historia vaticana. Catorce años y seiscientos millones de liras. Todo está aquí.

—Hay algunos documentos legales.

—Supongo que los abogados no han evolucionado mucho con los siglos.

—Ni tampoco los tiburones.

Langdon se acercó a un botón amarillo de buen tamaño que había en un lado de la cámara. Lo oprimió, y una hilera de luces zumbó en el interior. Las luces eran de un rojo intenso, de forma que convirtieron el cubículo en una celda púrpura, un laberinto de estantes que se perdían en la oscuridad.

—Dios mío —dijo Vittoria, asustada—. ¿Vamos a broncearnos o a trabajar?

—El pergamino y la vitela se descoloran, de modo que la cámara siempre se ilumina con luces oscuras.

—Podrías volverte loco ahí dentro.

O peor, pensó Langdon, mientras caminaba hacia la única entrada de la cámara.

—Una veloz advertencia. El oxígeno es un oxidante, de manera que las cámaras herméticas contienen muy poco. Dentro se crea un vacío parcial. Te costará respirar.

—Bien, si cardenales viejos son capaces de sobrevivir…

Es verdad, pensó Langdon. Quizá gocemos de la misma suerte.

La entrada de la cámara era una sola puerta giratoria electrónica. Langdon observó la disposición habitual de cuatro botones de acceso en el eje interior de la puerta, cada uno accesible desde un compartimento. Cuando se apretaba un botón, la puerta motorizada se ponía en movimiento y realizaba la media rotación convencional hasta detenerse, un procedimiento normal para preservar la integridad de la atmósfera interior.

—Después de que yo entre —dijo Langdon—, aprieta el botón y sígueme. Dentro sólo hay un ocho por ciento de humedad, de modo que prepárate para notar la garganta seca.

Langdon entró en el compartimento rotatorio y oprimió el botón. La puerta zumbó ruidosamente y empezó a girar. Mientras seguía su movimiento, preparó su cuerpo para el choque físico que siempre acompañaba a los primeros segundos en una cámara hermética. Entrar en un archivo aislado era como elevarse seis mil metros desde el nivel del mar en un instante. Náuseas y mareos no eran raros.

Doble visión, dóblate en dos, se recordó, citando el mantra de los archivistas. Langdon sintió un chasquido en los oídos. Después una especie de silbido del aire, y la puerta se detuvo.

Estaba dentro.

Lo primero que observó fue que el aire del interior era más enrarecido de lo que esperaba. Por lo visto, el Vaticano se tomaba sus Archivos más en serio que nadie. Langdon reprimió las ganas de vomitar y relajó el pecho, mientras sus capilares pulmonares se dilataban. La tirantez desapareció enseguida. Entra en escena el Delfín, pensó, agradecido de que sus cincuenta largos al día sirvieran de algo. Ahora que respiraba con más normalidad, paseó la mirada por toda la cámara. Pese a las paredes transparentes exteriores, experimentó una angustia muy conocida. Estoy en una caja, pensó. Una maldita caja roja.

La puerta zumbó a sus espaldas. Langdon se volvió y vio que Vittoria entraba. Sus ojos empezaron a llorar de inmediato, y respiró con dificultad.

—Será un momento —dijo Langdon—. Si te mareas, dóblate por la cintura.

—Me siento… —dijo Vittoria con voz estrangulada— como si estuviera… buceando… con un aparato… equivocado.

Langdon esperó a que se adaptara. Sabía que se repondría. Era evidente que Vittoria Vetra estaba en una forma espléndida, nada que ver con los decrépitos ex alumnos de Radcliffe que Langdon había acompañado una vez a la cámara hermética de la Widener Library. La visita había terminado con Langdon aplicando el boca a boca a una anciana que casi se había tragado su dentadura postiza.

—¿Te sientes mejor? —preguntó.

Vittoria asintió.

—Subí a tu maldito avión espacial, así que pensé que te debía una.

El comentario provocó una sonrisa de la joven.

Touché.

Langdon introdujo la mano en la caja que había junto a la puerta y extrajo unos guantes de algodón blancos.

—¿Obligatorio? —preguntó Vittoria.

—El ácido de los dedos. No podemos tocar documentos sin ellos. Necesitarás un par.

Vittoria se puso unos guantes.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

Langdon consultó su reloj de Mickey Mouse.

—Pasan de las siete.

—Hemos de encontrar esa cosa antes de una hora.

—De hecho —dijo Langdon—, no tenemos tanto tiempo. —Indicó un conducto de filtración en el techo—. En circunstancias normales, el conservador activaría un sistema de reoxigenación cuando alguien entrara en la cámara. Hoy no. Dentro de veinte minutos, nos quedaremos sin aire.

Vittoria palideció visiblemente bajo la luz rojiza.

Langdon sonrió y alisó sus guantes.

—Demuestre o ahóguese, señorita Vetra. Mickey está contando los segundos.