Langdon y Vittoria se hallaban solos ante las puertas dobles que conducían al sanctasanctórum de los Archivos Secretos. La ornamentación de la columnata consistía en una mezcla incongruente de alfombras de pared a pared sobre suelos de mármol y cámaras de seguridad inalámbricas, situadas junto a los querubines tallados en el techo. Langdon lo bautizó Renacimiento Estéril. Al lado de la puerta en forma de arco había una pequeña placa de bronce.
Padre Jaqui Tomaso. Langdon reconoció el nombre del conservador por las cartas de rechazo que habían aterrizado sobre su escritorio. Apreciado señor Langdon, lamento comunicarle que escribo para denegar…
Lamento. Tonterías. Desde que había empezado el reinado de Jaqui Tomaso, Langdon no había conocido ni un solo estudioso norteamericano no católico que hubiera obtenido permiso para acceder a los Archivos Secretos del Vaticano. Il guardiano, le llamaban los historiadores. Jaqui Tomaso era el bibliotecario más irreductible del mundo.
Cuando Langdon empujó las puertas y entró en el santuario, casi esperaba ver al padre Jaqui con uniforme militar y casco montando guardia con un lanzagranadas. No obstante, la estancia estaba desierta.
Silencio. Iluminación suave.
Archivio Vaticano. Uno de los sueños de su vida.
Mientras Langdon paseaba su mirada por la cámara, su primera reacción fue de vergüenza. Se dio cuenta de lo romántico que era. Las imágenes que durante años había atesorado de esta sala no podían ser más equivocadas. Había fantaseado con estanterías polvorientas llenas de volúmenes manoseados, sacerdotes catalogando a la luz de velas y vidrieras, monjes inclinados sobre pergaminos…
Ni por asomo.
A primera vista, la sala parecía un hangar en penumbras en el que alguien había construido una docena de pistas de tenis. Langdon sabía lo que eran los recintos acristalados. No le sorprendió verlos. La humedad y el calor deterioraban los volúmenes y pergaminos antiguos, y era necesario conservarlos en cámaras herméticas como éstas, cubículos que aislaban de la humedad y los ácidos naturales del aire. Langdon había estado en cámaras herméticas muchas veces, pero siempre era una experiencia inquietante, algo parecido a entrar en un contenedor hermético donde un bibliotecario regulaba a su antojo el oxígeno.
Las cámaras eran tenebrosas, incluso tétricas, apenas perfiladas por luces diminutas colocadas al final de cada estantería. En la negrura de cada celda, Langdon intuyó la presencia de gigantes fantasmales, hilera tras hilera de estanterías altísimas, cargadas de historia. Era una colección impresionante.
Vittoria también parecía aturdida. Contemplaba en silencio los gigantescos cubos transparentes.
El tiempo apremiaba, y Langdon no lo perdió en explorar la estancia apenas iluminada en busca de un catálogo, una enciclopedia que documentara la colección de libros. El resplandor de un puñado de terminales de ordenador distribuidas por la sala llamó su atención.
—Parece que tienen un Biblion. El índice está informatizado.
Una expresión esperanzada apareció en el rostro de Vittoria.
—Eso debería facilitar nuestra búsqueda.
Langdon deseó poder compartir su entusiasmo, pero intuyó que en realidad se trataba de una mala noticia. Se acercó a una terminal y empezó a teclear. Sus temores se confirmaron al instante.
—El método antiguo habría, sido mejor.
—¿Por qué?
Langdon se alejó del monitor.
—Porque los libros auténticos no están protegidos por contraseñas. Supongo que las físicas no son piratas informáticas natas, ¿verdad?
Vittoria negó con la cabeza.
—Puedo abrir ostras, y gracias.
Langdon respiró hondo y luego se volvió para contemplar la tétrica colección de cámaras transparentes. Caminó hasta la más próxima y escudriñó el interior. Entre las paredes de cristal había formas amorfas que Langdon reconoció como estantes normales, cilindros para guardar pergaminos, y mesas de examen. Leyó las etiquetas indicadoras que brillaban al final de cada estantería. Como en cualquier biblioteca, las etiquetas indicaban el contenido de esa hilera. Leyó los encabezados mientras se desplazaba a lo largo de la barrera transparente.
PIETRO L’EREMITA… LE CROCIATE… URBANO II… LEVANT…
—Están etiquetadas —dijo sin dejar de andar—, pero no por orden alfabético de autor.
No le sorprendió. Los antiguos archivos casi nunca se catalogaban por orden alfabético, porque se desconocía la identidad de muchos autores. Los títulos tampoco servían, porque muchos documentos históricos eran cartas sin título o fragmentos de pergamino. Gran parte de la catalogación se hacía por orden cronológico. Sin embargo, lo desconcertante de este orden era que no parecía cronológico.
Langdon era consciente de que el tiempo se le escapaba de las manos.
—Parece que el Vaticano utiliza un sistema propio.
—Menuda sorpresa.
Volvió a examinar las etiquetas. Estos documentos abarcaban siglos, pero las palabras que describían el contenido de los documentos estaban interrelacionadas.
—Creo que se trata de una clasificación temática.
—¿Temática? —preguntó Vittoria en tono de desaprobación científica—. Suena muy ineficaz.
Pues la verdad, pensó Langdon, ahondando en la cuestión, puede que sea el catálogo más astuto que haya visto en mi vida. Siempre había animado a sus estudiantes a comprender las tendencias y motivos globales de un período artístico, antes que perderse en la maraña de datos y obras específicas. Por lo visto, los Archivos del Vaticano se catalogaban con una filosofía similar. Pinceladas esenciales…
—Todo lo que hay en esta cámara —dijo Langdon, cada vez más confiado—, siglos de material, está relacionado con las Cruzadas. Es el tema de esta cámara.
Todo estaba aquí, pensó. Informes históricos, cartas, obras de arte, datos sociopolíticos, análisis modernos. Todo en un solo sitio, con el fin de alentar una comprensión más profunda del tema. Brillante.
Vittoria frunció el ceño.
—Pero los datos pueden estar relacionados con múltiples temas al mismo tiempo.
—De ahí las referencias cruzadas con rótulos. —Langdon señaló las etiquetas de plástico de colores insertadas entre los documentos—. Indican los documentos secundarios situados en otro sitio con sus temas principales.
—Claro —dijo la joven, como aceptando su palabra. Puso los brazos en jarras e inspeccionó el enorme espacio. Después, miró a Langdon—. Bien, profesor, ¿cómo se llama esa cosa de Galileo que andamos buscando?
Langdon no pudo reprimir una sonrisa. Aún no acababa de creer que se hallaba en esta sala. Está aquí, pensó. Está esperando en la oscuridad.
—Sígueme —dijo Langdon. Avanzó por el primer pasillo, al tiempo que examinaba las etiquetas de cada cámara—. ¿Recuerdas lo que te conté sobre el Sendero de la Iluminación, que los Illuminati reclutaban nuevos miembros gracias una prueba complicada?
—La búsqueda del tesoro —dijo Vittoria, pisándole los talones.
—El reto de los Illuminati consistía en que, después de colocar los indicadores, necesitaban comunicar de alguna manera a los científicos que el camino existía.
—Lógico —dijo Vittoria—. De lo contrario, nadie lo buscaría.
—Sí, y aunque supieran que el sendero existía, los científicos no tendrían forma de saber dónde empezaba. Roma es enorme.
—De acuerdo.
Langdon avanzó por el siguiente pasillo, examinando las etiquetas mientras andaba.
—Hará unos quince años, un grupo de historiadores de la Sorbona y yo descubrimos una serie de cartas de los Illuminati llenas de referencias al segno.
—La señal. El anuncio del sendero y dónde empezaba.
—Sí, y desde entonces, muchos estudiosos de los Illuminati, incluido yo mismo, han descubierto otras referencias al segno. Actualmente, se acepta la teoría de que la pista existe, y de que Galileo la hizo circular ampliamente entre la comunidad científica sin conocimiento del Vaticano.
—¿Cómo?
—No estamos seguros, pero lo más probable es que sean publicaciones impresas. Publicó muchos libros y boletines informativos a lo largo de los años.
—Que el Vaticano vio, sin la menor duda. Parece peligroso.
—Es verdad. No obstante, el segno se esparció.
—Pero nadie lo ha encontrado aún, ¿verdad?
—No. Aunque parezca extraño, siempre que aparecen alusiones al segno (diarios masónicos, revistas científicas antiguas, cartas de los Illuminati), la referencia se concreta en un número.
—¿Seiscientos sesenta y seis?
Langdon sonrió.
—El quinientos tres, de hecho.
—¿Qué significa?
—No lo hemos podido descifrar. El quinientos tres me fascinó, y lo probé todo con tal de descubrir el significado del número: numerología, referencias a mapas, latitudes. —Langdon llegó al final del pasillo, dobló la esquina y se apresuró a examinar la siguiente hilera de etiquetas—. Durante muchos años, la única pista parecía ser que el quinientos tres empezaba con el número cinco, una de las cifras sagradas de los Illuminati.
Hizo una pausa.
—Algo me dice que lo has descubierto hace poco, y por eso estamos aquí.
—Correcto —dijo Langdon, y se permitió uno de sus raros momentos de orgullo por su trabajo—. ¿Te suena el libro que Galileo tituló Dialogo?
—Por supuesto. Famoso entre los científicos como la máxima traición científica.
«Traición» no era la palabra que Langdon habría utilizado, pero sabía a qué se refería Vittoria. A principios de la década de 1630, Galileo había querido publicar un libro que apoyara el modelo heliocéntrico copernicano del sistema solar, pero el Vaticano prohibió la publicación del libro hasta que Galileo incluyera una prueba igualmente persuasiva del modelo geocéntrico de la Iglesia, un modelo que Galileo sabía equivocado. Galileo no tuvo otra alternativa que plegarse a las exigencias de la Iglesia y publicar un libro que concedía idéntica extensión al modelo correcto y al equivocado.
—Como supongo que sabrás —dijo Langdon—, pese al compromiso de Galileo, Dialogo fue considerado herético, y el Vaticano le puso bajo arresto domiciliario.
—Ninguna buena obra deja de ser castigada.
Langdon sonrió.
—Muy cierto. No obstante, Galileo era tozudo. Mientras estaba bajo arresto domiciliario, escribió en secreto un manuscrito menos conocido, que los estudiosos suelen confundir con el Dialogo. El libro se titula Discorsi.
Vittoria asintió.
—He oído hablar de él. Discursos sobre las mareas.
Langdon se quedó asombrado de que Vittoria conociera la oscura publicación sobre el movimiento de los planetas y su efecto sobre las mareas.
—Estás hablando con una física marina italiana cuyo padre reverenciaba a Galileo.
Langdon rio. Sin embargo, no estaban buscando los Discorsi. Langdon explicó que Discorsi no había sido la única obra publicada por Galileo bajo arresto domiciliario. Los historiadores creían que también había escrito un misterioso folleto titulado Diagramma.
—Diagramma della Verità —dijo Langdon.
—No he oído hablar de él.
—No me sorprende. Diagramma fue la obra más secreta de Galileo, una especie de tratado sobre hechos científicos que consideraba auténticos, pero que no podía pregonar. Como algunos manuscritos anteriores de Galileo, Diagramma salió bajo mano de Roma gracias a un amigo, y fue publicado con discreción en Holanda. El folleto se hizo muy popular en los medios científicos europeos clandestinos. Después, el Vaticano se enteró y se dedicó a quemar los ejemplares que caían en sus manos.
Vittoria parecía intrigada.
—¿Crees que el Diagramma contenía la clave? El segno. La información sobre el Sendero de la Iluminación.
—Creo que Galileo corrió la voz mediante el Diagramma. —Langdon entró en la tercera hilera de cámaras y continuó examinando las etiquetas—. Hace años que los archivistas andan buscando un ejemplar del Diagramma, pero entre la quema de ejemplares del Vaticano y la tasa de permanencia del folleto, éste ha desaparecido de la faz de la tierra.
—¿Tasa de permanencia?
—Durabilidad. Los archivistas califican los documentos de uno a diez según su integridad estructural. El Diagramma fue impreso en papiro. Es como papel de seda. No dura más de un siglo.
—¿Por qué no en algo más resistente?
—Ordenes de Galileo. Para proteger a sus seguidores. Así, cualquier científico que consiguiera un ejemplar podía disolverlo en agua. Era fantástico para destruir pruebas, pero terrible para los archivistas. Se cree que sólo un ejemplar del Diagramma sobrevivió más allá del siglo dieciocho.
—¿Uno? —Vittoria paseó la vista por la sala, con expresión de estupor—. ¿Y está aquí?
—Confiscado en Holanda por el Vaticano, poco después de la muerte de Galileo. Hace años que solicito que me permitan verlo. Desde que caí en la cuenta de lo que contenía.
Como si leyera la mente de Langdon, Vittoria avanzó por el pasillo y empezó a examinar la hilera de cámaras adyacente.
—Gracias —dijo Langdon—. Busca etiquetas de referencia que tengan algo que ver con Galileo, ciencia, científicos. Lo sabrás cuando la encuentres.
—De acuerdo, pero aún no me has dicho cómo descubriste que el Diagramma contenía la clave. ¿Está relacionado con el número recurrente que veías en las cartas de los Illuminati, el quinientos tres?
Langdon sonrió.
—Sí. Tardé bastante, pero al final descubrí que quinientos tres es un código sencillo. Apunta sin duda al Diagramma.
Por un instante, Langdon revivió el momento de la inesperada revelación: 16 de agosto. Dos años atrás. Estaba a la orilla de un lago, durante la boda del hijo de un colega. Del lago llegó música de gaitas cuando la comitiva nupcial efectuó su original entrada: cruzando el lago en una barcaza. La embarcación estaba adornada con flores y guirnaldas. Había unos números romanos pintados con orgullo en el casco: DCII.
Langdon, intrigado por la inscripción, preguntó al padre de la novia.
—¿Qué tiene que ver el seiscientos dos?
—¿El seiscientos dos?
Langdon señaló la barcaza.
—DCII es seiscientos dos en números romanos.
El hombre rio.
—No son números romanos. Es el nombre de la barcaza.
—¿DCII?
El hombre asintió.
—Dick y Connie II.
Langdon se sintió ridículo. Dick y Connie eran la pareja que contraía matrimonio. Era evidente que habían bautizado la barcaza en su honor.
—¿Qué fue de la DCI?
El hombre gruñó.
—Se hundió ayer durante el ensayo del banquete.
Langdon rio.
—Lo siento mucho.
Miró de nuevo la barcaza. DCII, pensó. Como un QEII en miniatura. Un segundo después, cayó en la cuenta.
Langdon se volvió hacia Vittoria.
—Quinientos tres es un código, tal como ya te he dicho. Es un truco de los Illuminati para esconder lo que era un número romano. El número quinientos tres en cifras romanas es…
—DIII.
Langdon alzó la vista.
—Muy rápida. No me digas que eres una illuminata, por favor.
Ella rio.
—Utilizo números romanos para codificar estratos pelágicos.
Por supuesto, pensó Langdon. Todos lo hacemos.
Vittoria le miró.
—¿Qué significa DIII?
—DI, DII y DIII son abreviaciones muy antiguas. Las utilizaban los científicos para distinguir entre los tres documentos de Galileo que solían confundirse más.
Vittoria respiró hondo.
—Dialogo… Discorsi… Diagramma.
—D uno, D dos, D tres. Muy científico. Muy polémico. Quinientos tres es DIII. Diagramma. El tercer libro.
Un aire de preocupación cruzó la cara de Vittoria.
—Hay algo que no acabo de entender. Sí este segno, esta pista, este anuncio sobre el Sendero de la Iluminación estaba en el Diagramma de Galileo, ¿por qué no lo advirtió el Vaticano cuando se incautó de los ejemplares?
—Puede que lo vieran y no se dieran cuenta. ¿Recuerdas los indicadores de los Illuminati? Escondían las cosas a plena vista. La disimulación. Por lo visto, el segno estaba escondido de alguna manera, a la vista de todos. Invisible para aquellos que no lo buscaban. Y también invisible para los que no lo comprendían.
—¿Qué quieres decir?
—Que Galileo lo escondió bien. Según documentos históricos, el segno fue revelado de un modo que los Illuminati llamaban lingua pura.
—¿El idioma puro?
—Sí.
—¿Las matemáticas?
—Eso creo yo. Parece evidente. Al fin y al cabo, Galileo era un científico, y escribía para científicos. Las matemáticas serían el idioma lógico para transmitir una pista. El folleto se llama Diagramma, de manera que los diagramas matemáticos pueden formar también parte del código.
Vittoria habló en un tono algo más esperanzado.
—Supongo que Galileo pudo crear una especie de código matemático que pasó inadvertido al clero.
—No pareces muy convencida —dijo Langdon mientras avanzaba.
—No lo estoy. Sobre todo porque tú tampoco lo pareces. Si estás tan seguro acerca del DIII, ¿por qué no lo publicaste? En ese caso, alguien con acceso a los Archivos del Vaticano habría podido venir y consultar el Diagramma.
—No quería publicarlo —dijo Langdon—. Había trabajado mucho para encontrar la información y…
Calló, avergonzado.
—Querías la gloria.
Langdon se ruborizó.
—Por decirlo de alguna manera. Es que…
—No te avergüences tanto. Estás hablando con una científica. Publica o perece. En el CERN lo llamamos «Demuestra o ahógate».
—No era sólo que quisiera ser el primero. También me preocupaba que, si la información del Diagramma caía en malas manos, podría desaparecer.
—¿Las malas manos eran las del Vaticano?
—No es que sean malas per se, pero la Iglesia siempre ha subestimado la amenaza de los Illuminati. A principios del siglo veinte, el Vaticano llegó al extremo de afirmar que los Illuminati eran un producto de la imaginación. El clero opinaba, y tal vez estaba en lo cierto, que lo último que necesitaban saber los cristianos era que existía un movimiento anticristiano muy fuerte infiltrado en sus bancos, partidos políticos y universidades.
Tiempo presente, Robert, se recordó. Existe una poderosa fuerza anticristiana infiltrada en sus bancos, partidos políticos y universidades.
—¿Crees que el Vaticano habría enterrado cualquier prueba que confirmara la amenaza de los Illuminati?
—Es muy posible. Cualquier amenaza, real o imaginaria, debilita la fe en el poder de la Iglesia.
—Una pregunta más. —Vittoria le miró como si fuera un alienígena—. ¿Hablas en serio?
Langdon se detuvo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Es éste tu plan para salvar la situación?
Langdon no estaba seguro de si veía compasión o puro terror en sus ojos.
—¿Te refieres a encontrar el Diagramma?
—No, me refiero a encontrar el Diagramma, localizar un segno de hace cuatrocientos años, descifrar un código matemático y seguir un antiguo sendero artístico que sólo los científicos más brillantes de la historia han sido capaces de seguir… y todo antes de cuatro horas.
Langdon se encogió de hombros.
—Estoy abierto a todo tipo de sugerencias.