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El periodista de la BBC Gunther Glick estaba sudando en la camioneta de la cadena, aparcada en el costado este de la plaza de San Pedro, y maldijo a su director. Si bien el primer informe mensual de Glick había estado trufado de superlativos (inventivo, agudo, serio), le habían enviado a la Ciudad del Vaticano para cubrir la elección del nuevo Papa. Recordó que ser corresponsal de la BBC conllevaba mucha más credibilidad que inventar chorradas para el British Tattler, pero de todos modos ésta no era la idea que se había forjado de su tarea.

El trabajo de Glick era sencillo. Insultantemente sencillo. Tenía que quedarse sentado en la camioneta, a la espera de que una caterva de viejos pedorros escogieran al nuevo pedorro supremo, después tenía que salir y grabar un spot «en directo» de quince segundos con el Vaticano como telón de fondo.

Brillante.

Glick no podía creer que la BBC enviara todavía reporteros a cubrir esta basura. Esta noche no verás reporteros norteamericanos por aquí. ¡Pues claro que no! Y todo porque esos tipos se lo montaban bien. Veían la CNN, hacían una sinopsis, y después fumaban su reportaje «en directo» frente a una pantalla azul, y proyectaban en ella imágenes de archivo para que pareciera real. La MSNBC incluso utilizaba máquinas que producían viento y lluvia para dotar de mayor autenticidad a las tomas. Los espectadores ya no querían la verdad; querían diversión.

Glick miró por el parabrisas, más deprimido a cada minuto que pasaba. La imperial Ciudad del Vaticano se alzaba ante él como un tétrico recordatorio de lo que los hombres podían lograr cuando se lo proponía.

—¿Qué he logrado yo en mi vida? —se preguntó en voz alta—. Nada.

—Pues ríndete —dijo una voz femenina detrás de él.

Glick pegó un bote. Casi había olvidado que no estaba solo. Se volvió hacia el asiento trasero, donde su cámara, Chinita Macri, se limpiaba en silencio las gafas. Siempre se estaba limpiando las gafas. Chinita era negra, aunque prefería que la llamaran afroamericana, algo corpulenta y lista como un demonio. Nunca permitía que lo olvidaras. Era una persona extravagante, pero a Glick le gustaba, y le apetecía mucho tener compañía.

—¿Cuál es el problema, Gunth? —preguntó Chinita.

—¿Qué estamos haciendo aquí?

La mujer siguió limpiando sus gafas.

—Presenciar un acontecimiento emocionante.

—¿Es emocionante un grupo de viejos encerrados a oscuras?

—Sabes que irás al infierno, ¿verdad?

—Ya estoy en él.

—Habla conmigo.

Igualita a su madre.

—Tengo ganas de dejar mi impronta.

—Escribiste para el British Tattler.

—Sí, pero sin ninguna resonancia.

—Venga ya, oí que escribiste un artículo sensacional sobre la vida sexual secreta de la reina con los alienígenas.

—Gracias.

—Las cosas van mejorando. Esta noche harás tus primeros quince segundos de historia televisiva.

Glick gruñó. Ya imaginaba la frase del presentador de las noticias. «Gracias, Gunther, excelente trabajo.» Luego el presentador pondría los ojos en blanco y hablaría del tiempo.

—Tendría que haber hecho una prueba para presentador.

Macri rio.

—¿Sin experiencia? ¿Y con esa barba? Olvídalo.

Glick se pasó las manos por el pelo rojizo de la barbilla.

—Creo que me hace parecer más listo.

Sonó el móvil de la camioneta, lo cual interrumpió por suerte otra descripción de los fracasos de Glick.

—Puede que sea la redacción —dijo, esperanzado de repente—. ¿Crees que quieren las últimas noticias en directo?

—¿Sobre esta historia? —Macri rio—. Sigues soñando.

Glick contestó al teléfono con su mejor voz de presentador.

—Gunther Glick, BBC, en directo desde Ciudad del Vaticano.

El hombre que habló tenía acento árabe.

—Escuche con atención —dijo—. Estoy a punto de cambiar su vida.