—No saldrá bien —dijo Vittoria, mientras paseaba por el despacho del Papa—. Aunque un equipo de la Guardia Suiza pueda filtrar las interferencias electrónicas, tendrán que estar encima del contenedor para captar alguna señal. Y eso si pueden acceder al contenedor, porque quizá lo han aislado de alguna manera. ¿Y si está enterrado dentro de una caja metálica, o en un conducto de ventilación? No habrá forma de localizarlo. Además, si hay infiltrados en la Guardia Suiza, ¿quién garantiza que la búsqueda será exhaustiva?
El camarlengo parecía exhausto.
—¿Qué nos propone, señorita Vetra?
Vittoria se sentía confusa. ¡Algo evidente!
—Propongo, señor, que tomen otras precauciones de inmediato. Podemos confiar contra toda esperanza en que la búsqueda del comandante se vea coronada por el éxito. Al mismo tiempo, mire por la ventana. ¿Ve toda esa gente? ¿Esos edificios al otro lado de la plaza? ¿Esos camiones de las televisiones? ¿Los turistas? Están dentro del radio de alcance de la explosión. Hay que actuar ahora.
El camarlengo asintió, con la mirada perdida.
Vittoria se sentía frustrada. Olivetti había convencido a todo el mundo de que quedaba mucho tiempo, pero Vittoria sabía que, si la noticia se filtraba, toda la zona se llenaría de fisgones en cuestión de minutos. Lo había visto en una ocasión, ante el edificio del Parlamento suizo en Zúrich. Durante una toma de rehenes con bomba incluida, miles de personas se habían congregado en las afueras del edificio para presenciar el desenlace. Pese a la advertencia de la policía de que estaban en peligro, la multitud se fue acercando cada vez más. Nada captaba más el interés humano que la tragedia humana.
—Signore —urgió Vittoria—, el hombre que mató a mi padre anda suelto por ahí. Todas las células de mi cuerpo me impelen a salir en su captura, pero estoy en su despacho, porque me siento responsable de usted. De usted y de los demás. Hay vidas en peligro, signore. ¿Lo entiende?
El camarlengo no contestó.
Vittoria notó que su corazón se aceleraba. ¿Por qué no pudo la Guardia Suiza localizar al que llamó? ¡El asesino de los Illuminati es la clave! Sabe dónde está la antimateria… ¡Sabe dónde están los cardenales! Si atrapamos al asesino, todo se solucionará.
Vittoria se dio cuenta de que estaba empezando a perder el control, algo que recordaba lejanamente de la infancia, los años de orfandad, la frustración sin herramientas para manejarla. Tienes herramientas, se dijo, siempre tienes herramientas. Pero era inútil. Sus pensamientos se entrometían, la estrangulaban. Era una investigadora, una mujer que se dedicaba a resolver problemas. Pero se enfrentaba a un problema sin solución. ¿Qué datos necesitas? ¿Qué quieres? Se ordenó respirar hondo, pero por primera vez en su vida, no pudo. Se estaba asfixiando.
A Langdon le dolía la cabeza, y experimentaba la sensación de que estaba bordeando los límites de la racionalidad. Miraba a Vittoria y al camarlengo, pero imágenes espantosas nublaban su visión: explosiones, ejércitos de periodistas, cámaras en acción, cuatro cadáveres marcados.
Shaitan… Lucifer… Portador de luz… Satanás…
Expulsó las imágenes horripilantes de su mente. Terrorismo calculado, se recordó, y trató de aferrarse a la realidad. Caos planificado. Pensó en un seminario de Radcliffe al que había asistido en una ocasión, mientras investigaba el simbolismo pretoriano. Desde entonces, su opinión sobre los terroristas había cambiado.
Vittoria y el camarlengo dieron un respingo.
—No lo veía —susurró Langdon como hipnotizado—. Lo tenía delante de mis ojos…
—¿No veías qué? —preguntó Vittoria.
Langdon se volvió hacía el sacerdote.
—Padre, durante tres años he estado pidiendo permiso para acceder a los Archivos del Vaticano. Me lo han negado siete veces.
—Lo siento, señor Langdon, pero no me parece el momento más adecuado para quejarse.
—He de acceder ahora mismo. Los cuatro cardenales desaparecidos. Tal vez consiga descubrir dónde serán asesinados.
Vittoria le miró, convencida de que no le había entendido bien.
El camarlengo parecía preocupado, como si fuera objeto de una burla cruel.
—¿Espera que crea que esta información consta en nuestros Archivos?
—No puedo prometerle que la localizaré a tiempo, pero si me deja entrar…
—Señor Langdon, debo personarme en la Capilla Sixtina dentro de cuatro minutos. Los Archivos están al otro lado de la Ciudad del Vaticano.
—Hablas en serio, ¿verdad? —interrumpió Vittoria, con los ojos clavados en los de Langdon.
—No es hora de andar bromeando —contestó Langdon.
—Padre —dijo Vittoria—, si existe alguna posibilidad de descubrir dónde se cometerán esos asesinatos, podríamos precintar los lugares y…
—Pero ¿qué tienen que ver los Archivos? —insistió el camarlengo—. ¿Cómo es posible que contengan alguna pista?
—Tardaré más tiempo en explicarlo del que le queda —dijo Langdon—. Pero si tengo razón, podremos utilizar la información para detener al hassassin.
La expresión del camarlengo delataba que quería creer, pero no podía.
—Los códices más sagrados de la cristiandad se hallan en esos Archivos. Tesoros que ni siquiera yo tengo el privilegio de ver.
—Lo sé.
—Sólo se permite el acceso con un permiso por escrito del conservador y la Junta de Bibliotecarios del Vaticano.
—O por orden del Papa —dijo Langdon—. Lo dice en todas las cartas de rechazo que me ha enviado su conservador.
El camarlengo asintió.
—No quiero ser grosero —le urgió Langdon—, pero si no me equivoco, una orden papal sale de este despacho. Por lo que yo sé, esta noche usted le sustituye. Teniendo en cuenta las circunstancias…
El camarlengo extrajo un reloj de bolsillo de su sotana y lo consultó.
—Señor Langdon, esta noche estoy dispuesto a ofrecer mi vida, en un sentido literal, por salvar a esta Iglesia.
Langdon percibió la más absoluta sinceridad en los ojos del hombre.
—¿Cree de veras que este documento se encuentra aquí? —preguntó el camarlengo—. ¿Podrá ayudarnos a localizar estas cuatro iglesias?
—De no estar convencido, no habría enviado incontables solicitudes. Italia está un poco lejos para venir de parranda con un sueldo de profesor. El documento que ustedes guardan es un antiguo…
—Por favor —interrumpió el camarlengo—, perdóneme. Mi mente es incapaz de asimilar más detalles en este momento. ¿Sabe usted dónde están los Archivos Secretos?
Langdon experimentó una oleada de emoción.
—Justo detrás de la puerta de Santa Ana.
—Impresionante. La mayoría de estudiosos creen que se accede a ellos por la puerta secreta que se halla detrás del trono de San Pedro.
—No. Eso es el Archivio della Reverenda Fabbrica di San Pietro. Una equivocación muy común.
—Un bibliotecario adjunto acompaña siempre a la persona que entra. Esta noche, los adjuntos se han ido. Usted pide carte Manche. Ni siquiera los cardenales entran solos.
—Trataré sus tesoros con el mayor respeto y cuidado. Sus bibliotecarios no encontrarán ni rastro de mi paso.
Las campanas de San Pedro empezaron a doblar. El camarlengo consultó su reloj de bolsillo.
—Debo irme. —Hizo una pausa y miró a Langdon—. Ordenaré que un Guardia Suizo le espere en los Archivos. Le entrego mi confianza, señor Langdon. Váyase.
Langdon se quedó sin habla.
Daba la impresión de que el joven sacerdote hacía gala ahora de un aplomo sin igual. Apretó el hombro de Langdon con sorprendente fuerza.
—Encuentre lo que está buscando. Y hágalo deprisa.