Langdon permanecía inmóvil ante la ventana a prueba de balas del despacho papal, y contemplaba el despliegue de las cadenas de televisión en la plaza de San Pedro. La siniestra conversación telefónica le había dejado conmocionado. No era el de siempre.
Los Illuminati, como una serpiente surgida de las profundidades olvidadas de la historia, habían reanudado una antigua enemistad. Sin negociación. Sin exigencias. Simple desquite. Diabólicamente sencillo. Una venganza aplazada durante cuatrocientos años. Daba la impresión de que, tras siglos de persecución, la ciencia se había desquitado.
El camarlengo estaba de pie ante el escritorio y contemplaba el teléfono sin verlo. Olivetti fue el primero que rompió el silencio.
—Carlo —dijo, llamando por su nombre al camarlengo, más como un amigo preocupado que como un agente de la autoridad—. Durante veintiséis años he jurado por mi vida proteger este despacho. Parece que esta noche he caído en la deshonra.
El camarlengo meneó la cabeza.
—Usted y yo servimos a Dios de maneras diferentes, pero el servicio siempre nos procura honor.
—Estos acontecimientos… No puedo imaginar cómo… Esta situación…
Olivetti parecía desbordado.
—Será consciente de que sólo podemos proceder de una forma. Soy responsable de la seguridad del Colegio Cardenalicio.
—Temo que la responsabilidad es mía, signore.
—Entonces, sus hombres supervisarán la evacuación inmediata.
—Signore?
—Más tarde examinaremos otras posibilidades: peinar el Vaticano hasta localizar el artefacto, un registro exhaustivo en busca de los cardenales desaparecidos y sus secuestradores. Pero antes hay que poner a salvo a los cardenales. Lo más importante es ahorrar vidas humanas. Esos hombres son los cimientos de nuestra Iglesia.
—¿Sugiere que interrumpamos el cónclave ahora mismo?
—¿Me queda otra alternativa?
—¿Y la misión de elegir a un nuevo Papa?
El joven camarlengo suspiró y se volvió hacia la ventana. Sus ojos pasearon sobre la enorme extensión de Roma.
—Su Santidad me dijo una vez que un Papa es un hombre dividido entre dos mundos, el mundo real y el divino. Me advirtió de que cualquier Iglesia que hiciera caso omiso del real no sobreviviría para disfrutar del divino. El orgullo y los precedentes no pueden imponerse a la razón.
Olivetti asintió, impresionado.
—Le he subestimado, signore.
Dio la impresión de que el camarlengo no le escuchaba. Su mirada vagó hacia la ventana.
—Hablaré con franqueza, signore. El mundo real es mi mundo. Me sumerjo en su fealdad cada día, al igual que otros se sienten libres para buscar algo más puro. Déjeme darle un consejo sobre la situación actual. Para eso me entrenaron. Su instinto, aunque respetable, podría ser desastroso.
El camarlengo se volvió.
Olivetti suspiró.
—La evacuación del Colegio Cardenalicio de la Capilla Sixtina es lo peor que se podría hacer en este momento.
El camarlengo no pareció indignado, sólo confuso.
—¿Qué sugiere?
—No diga nada a los cardenales. Aisle el cónclave. Nos concederá tiempo para sopesar otras opciones.
El camarlengo se mostró preocupado.
—¿Está sugiriendo que encierre a todo el Colegio Cardenalicio sobre una bomba de tiempo?
—Sí, signore. De momento. Más tarde, en caso necesario, procederemos a la evacuación.
El camarlengo meneó la cabeza.
—Aplazar la ceremonia antes de que dé inicio es suficiente para abrir una investigación, pero después de que se cierren las puertas, nada puede interferir. El procedimiento del cónclave obliga a…
—El mundo real, signore. Esta noche, le toca vivir en él. Escuche con atención. —Olivetti hablaba ahora con la eficiencia de un oficial de campo—. Evacuar a ciento sesenta y cinco cardenales a Roma, sin preparación y sin protección, sería una insensatez. Provocaría pánico y confusión en unos hombres muy viejos, y la verdad, con un ataque fatal este mes ya tenemos bastante.
Un ataque fatal. Las palabras del comandante recordaron a Langdon los titulares que había leído mientras comía con unos estudiantes en Harvard: EL PAPA SUFRE UN ATAQUE. MUERE MIENTRAS DORMÍA.
—Además —añadió Olivetti—, la Capilla Sixtina es una fortaleza. Aunque no le damos publicidad al hecho, el edificio está reforzado y puede repeler cualquier ataque, salvo el de misiles. Como preparativo, peinamos cada centímetro de la capilla esta tarde, en busca de micrófonos ocultos y otros aparatos de espionaje. La capilla está limpia, es un refugio seguro, y estoy convencido de que la antimateria no está dentro. Esos hombres no podrían encontrarse en un lugar más seguro. Siempre podemos hablar de la evacuación de emergencia más tarde, si es preciso.
Langdon estaba impresionado. La lógica fría e inteligente de Olivetti le recordaba a Kohler.
—Comandante —dijo Vittoria con voz tensa—, existen otras preocupaciones. Nadie había creado tanta antimateria. Sólo puedo calcular de manera aproximada el radio de la explosión. La zona de Roma que nos rodea podría estar en peligro. Si el contenedor se encuentra en uno de sus edificios centrales o bajo tierra, el efecto sobre el exterior podría ser mínimo, pero si el contenedor está cerca del perímetro, en este edificio, por ejemplo…
Miró por la ventana la multitud que se agolpaba en la plaza de San Pedro.
—Soy muy consciente de mis responsabilidades con el mundo exterior —contestó Olivetti—, lo cual no agrava más la situación. La protección de este santuario ha sido mi única responsabilidad durante más de dos décadas. No tengo la menor intención de permitir que esa arma estalle.
El camarlengo Ventresca levantó la vista.
—¿Cree que puede encontrarla?
—Deje que discuta nuestras opciones con algunos de mis especialistas. Existe la posibilidad, si cortamos la energía eléctrica del Vaticano, de que podamos eliminar las frecuencias de radio de fondo y crear un entorno lo bastante limpio para obtener una lectura del campo magnético de ese contenedor.
Vittoria manifestó su sorpresa, y luego pareció realmente impresionada.
—¿Quiere dejar a oscuras la Ciudad del Vaticano?
—Es una posibilidad. Aún no sé si es posible, pero quiero estudiar esa opción.
—Los cardenales se preguntarían qué pasa —recordó Vittoria.
Olivetti negó con la cabeza.
—Los cónclaves se celebran a la luz de las velas. Los cardenales no se enterarían. Una vez se aisle el cónclave, podría utilizar a casi todos los guardias del perímetro para iniciar un registro. Cien hombres podrían cubrir mucho terreno en cinco horas.
—Cuatro horas —corrigió Vittoria—. He de devolver el contenedor al CERN en avión. La explosión es inevitable si no recargamos las baterías.
—¿No hay forma de recagarlas aquí?
Vittoria sacudió la cabeza.
—La interfaz es complicada. De haber podido, la habría traído.
—Cuatro horas, pues —dijo Olivetti con el ceño fruncido—. Tiempo suficiente. El pánico no sirve de nada. Signore, tiene diez minutos. Vaya a la capilla y aisle el cónclave. Concédales un poco de tiempo a mis hombres para hacer su trabajo. Cuando nos acerquemos a la hora crítica, tomaremos las decisiones críticas.
Langdon se preguntó si Olivetti permitiría que la situación se prolongara en exceso.
El camarlengo parecía preocupado.
—Pero el Colegio preguntará por los preferiti, sobre todo por Baggia… Preguntarán dónde están.
—Tendrá que inventar algo, signore. Dígales que les sirvió algo en el té que les sentó mal.
El camarlengo se enfureció.
—¿Quiere que mienta al Colegio Cardenalicio?
—Por su propio bien. Una bugia veniale. Una mentira piadosa. Su trabajo consistirá en mantener la tranquilidad. —Olivetti se encaminó a la puerta—. Si me perdonan, debo ponerme en marcha.
—Comandante —le urgió el camarlengo—, no podemos olvidarnos de los cardenales desaparecidos.
Olivetti se detuvo al llegar a la puerta.
—Baggia y los demás se hallan ahora fuera de nuestra esfera de influencia. Hemos de dejarlos… por el bien de la mayoría. Los militares lo llaman triage.
—¿Quiere decir que vamos a abandonarlos?
La voz del comandante se endureció.
—Si hubiera otra solución, signore, alguna forma de localizar a esos cuatro cardenales, daría mi vida por ello. No obstante… —Señaló hacia la ventana, donde el sol del atardecer brillaba sobre un mar infinito de tejados romanos—. Registrar una ciudad de cinco millones de habitantes no está en mis manos. No malgastaré un tiempo precioso en apaciguar mi conciencia con un ejercicio inútil. Lo siento, signore.
Vittoria habló de repente.
—Pero si detenemos al asesino, ¿podría hacerle hablar?
Olivetti frunció el ceño.
—Los soldados no pueden permitirse ser santos, señorita Vetra. Créame, simpatizo con su deseo de atrapar a ese hombre.
—No se trata de algo solamente personal —dijo la joven—. El asesino sabe dónde está la antimateria… y los cardenales desaparecidos. Si pudiéramos encontrarle…
—¿Seguirle el juego? —dijo Olivetti—. Créame, retirar toda la protección del Vaticano con el fin de registrar cientos de iglesias es lo que los Illuminati esperan que hagamos. Desperdiciar un tiempo y unos efectivos humanos preciosos cuando deberíamos estar buscando… O peor aún, dejar la Banca Vaticana sin protección. Por no hablar de los restantes cardenales.
Sus palabras hicieron mella.
—¿Y la policía de Roma? —preguntó el camarlengo—. Podríamos alertarla de la crisis. Pedir su ayuda para encontrar al secuestrador de los cardenales.
—Otra equivocación —dijo Olivetti—. Ya sabe lo que los Carabinieri de Roma opinan de nosotros. Obtendríamos unos cuantos hombres poco entusiastas a cambio de que vendieran nuestra crisis a los medios de comunicación. Justo lo que nuestros enemigos desean. Tal como están las cosas, no tardaremos mucho en tener que lidiar con los medios.
Convertiré a sus cardenales en luminarias de los medios de comunicación, pensó Langdon, recordando las palabras del asesino. El cadáver del primer cardenal aparece a las ocho de la noche. Después, uno cada hora. A la prensa le encantará.
El camarlengo estaba hablando de nuevo, con voz teñida de ira.
—¡Comandante, no podemos dejar desamparados a los cardenales desaparecidos!
Olivetti miró a los ojos del camarlengo.
—La oración de San Francisco, señor. ¿La recuerda?
El joven sacerdote dijo el verso con dolor en su voz.
—Dios, concédeme la fuerza de aceptar las cosas que no puedo cambiar…
—Confíe en mí —dijo Olivetti—. Ésta es una de tales cosas.
Y tras decir esto se marchó.