—¿Es eso cierto? —preguntó el camarlengo con expresión de asombro, mientras paseaba la mirada entre Vittoria y Olivetti.
—Signore —le tranquilizó Olivetti—, admito que hemos detectado una especie de artefacto. Aparece en uno de nuestros monitores de seguridad, pero en cuanto a lo que afirma la señorita Vetra sobre el poder de la sustancia, no puedo…
—Espere un momento —le interrumpió el camarlengo—. ¿Esa cosa se puede ver?
—Sí, signore. En la cámara inalámbrica número ochenta y seis.
—Entonces, ¿por qué no han ido a buscarla?
El tono del camarlengo era de irritación.
—Es muy difícil, signore.
Olivetti se mantuvo firme mientras explicaba la situación.
El camarlengo escuchó, y Vittoria intuyó su creciente preocupación.
—Tal vez alguien sustrajo la cámara y está transmitiendo desde el exterior.
—Imposible —dijo Olivetti—. Nuestros muros externos forman un escudo electrónico que protege nuestras comunicaciones internas. La señal sólo puede proceder del interior, de lo contrario no la recibiríamos.
—Imagino que están buscando esa cámara con todos los recursos disponibles, ¿no es cierto?
Olivetti meneó la cabeza.
—No, signore. Localizar esa cámara exigiría cientos de horas y hombres. En este momento tenemos otros problemas de seguridad y, con el debido respeto a la señorita Vetra, esa gota de la que habla es muy pequeña. No podría provocar una explosión como la que ella describe.
La paciencia de Vittoria se agotó.
—¡Esa gota es suficiente para arrasar la Ciudad del Vaticano! ¿Es que no ha prestado atención a lo que le dije?
—Señorita —dijo Olivetti con voz acerada—, tengo mucha experiencia con explosivos.
—Su experiencia está obsoleta —replicó la joven sin ceder terreno—. Pese a mi atuendo, que usted considera perturbador, de lo que me he dado cuenta, soy una física de alto nivel y trabajo en la instalación de investigaciones subatómicas más avanzada del mundo. Yo personalmente diseñé la trampa de antimateria que impide a la muestra aniquilarse. Y le advierto de que, a menos que encuentre ese contenedor antes de seis horas, sus guardias sólo tendrán que proteger un gran agujero en el suelo durante los próximos cien años.
Olivetti se volvió hacia el camarlengo. Sus ojos de insecto lanzaban chispas.
—Signore, no puedo permitir que esto siga adelante. Unos bromistas le están haciendo perder el tiempo. ¿Los Illuminati? ¿Una gota que nos destruirá a todos?
—Basta —exclamó el camarlengo. Dijo la palabra en voz baja, pero dio la impresión de que resonaba en toda la habitación. Se hizo el silencio. El hombre continuó hablando en un susurro—. Peligrosa o no, Illuminati o no, sea lo que sea esa cosa, no debería estar dentro de la ciudad… y mucho menos en vísperas del cónclave. Quiero que la encuentren y la saquen de aquí. Organice la búsqueda de inmediato.
Olivetti insistió.
—Signore, aunque utilizáramos todos los guardias para registrar el complejo, tardaríamos días en encontrar la cámara. Además, después de hablar con la señorita Vetra, ordené a uno de mis guardias que consultara nuestra guía de balística más avanzada, por si hablaba de esta sustancia llamada antimateria. No encontró la menor mención. En ninguna parte.
Imbécil presumido, pensó Vittoria. ¿Una guía de balística? ¿Probaste una enciclopedia? ¡En la A!
Olivetti continuaba hablando.
—Signore, si está insinuando que llevemos a cabo un registro ocular de todo el Vaticano, he de oponerme.
—Comandante. —La voz del camarlengo destilaba irritación—. He de recordarle que, cuando se dirige a mí, se dirige a este despacho. Me doy cuenta de que no se toma muy en serio mi cargo. No obstante, según la ley, estoy al mando. Si no me equivoco, los cardenales se hallan ahora a salvo en la Capilla Sixtina, y sus preocupaciones por la seguridad serán mínimas hasta que finalice el cónclave. No sé por qué duda tanto en iniciar la búsqueda. Otro pensaría que intenta poner en peligro adrede este cónclave.
Olivetti le dedicó una mirada desdeñosa.
—¡Cómo se atreve! ¡He servido a su Papa durante doce años! ¡Y al Papa anterior durante catorce! Desde 1438, la Guardia Suiza ha…
El walkie-talkie de Olivetti le interrumpió con un pitido estridente.
—Comandante?
Olivetti apretó el transmisor.
—Sonó occupato! Cosa vuoi?
—Scusi —dijo el guardia por la radio—. Llamo desde el centro de comunicaciones. Pensé que querría saber que hemos recibido una amenaza de bomba.
Olivetti no pudo expresar mayor desinterés.
—¡Pues ocúpese de ella! Siga el procedimiento habitual y tome nota.
—Ya lo hemos hecho, señor, pero la persona que llamó… —El guardia hizo una pausa—. No me gustaría preocuparle, comandante, pero mencionó la sustancia que me pidió que investigara. Antimateria.
Los cuatro intercambiaron miradas de asombro.
—¿Mencionó que? —tartamudeó Olivetti.
—Antimateria, señor. Mientras intentábamos localizar la procedencia de la llamada, seguí investigando sobre la sustancia. La información que obtuve es, la verdad, muy inquietante…
—¿No dijo que la guía de balística no hablaba de ella?
—Encontré información en Internet.
Aleluya, pensó Vittoria.
—Por lo visto, esa sustancia es muy explosiva —dijo el guardia—. Cuesta imaginar que esa información sea correcta, pero aquí dice que, gramo más gramo menos, la antimateria posee una carga explosiva cien veces superior a la de una cabeza nuclear.
Olivetti se vino abajo. Fue como ver desmoronarse una montaña. La expresión horrorizada del camarlengo borró la sensación de triunfo que experimentó Vittoria.
—¿Localizó la llamada? —tartamudeó Olivetti.
—No hubo suerte. Un móvil con una encriptación muy potente. Las líneas SAT se confunden unas con otras, de modo que la triangulación no sirve de nada. La señal IF sugiere que está en Roma, pero no hay manera de localizarlo.
—¿Exigió algo? —preguntó Olivetti en voz baja.
—No, señor. Sólo nos advirtió de que hay antimateria oculta en el complejo. Pareció sorprendido de que no lo supiera. Me preguntó si aún no la había visto. Usted me preguntó sobre la antimateria, de modo que decidí avisarle.
—Ha hecho bien —dijo Olivetti—. Bajo enseguida. Avíseme de inmediato si vuelve a llamar.
El walkie-talkie quedó en silencio un momento.
—La persona que llama sigue en la línea, señor.
Pareció que Olivetti hubiera sido alcanzado por un rayo.
—¿La línea está abierta?
—Sí, señor. Hemos intentado localizarle durante diez minutos, sin resultado. Debe de saber que no podemos dar con él, porque se niega a colgar hasta que hable con el camarlengo.
—Pásemelo —ordenó el camarlengo—. ¡Ahora mismo!
Olivetti giró en redondo.
—No, padre. Un negociador experto de la Guardia Suiza es el más capacitado para hacerse cargo de la situación.
—¡Ahora mismo!
Olivetti dio la orden.
Un momento después, el teléfono del camarlengo Ventresca empezó a sonar. El hombre oprimió el botón del altavoz.
—¿Quién se cree que es, en nombre de Dios?